domingo, 18 de octubre de 2009

El delito



Hasta antes de aquel viernes, yo no había matado a nadie. Si algo de honra me quedó después del homicidio, la usé para aceptar el delito con la hombría que me proporcionaba la década de existencia que entonces tenía. Aunque tampoco tenía otra opción: mis amigos lo habían visto todo.

No recuerdo con exactitud por qué un viernes por la tarde no me encontraba en la cancha de fútbol -que quedaba a unos cuantos pasos de mi casa- junto con mis amigos, pero supongo que debió haberme suscitado un caso excepcional que justifique mi ausencia. El hecho es que cuando llegué a la cancha, el único vestigio que quedaba de un partido de fútbol -que ya pertenecía al pasado- era la imagen de tres amigos postrados sobre el césped, cansados, sudados, pero con una sonrisa enigmática que prendió la mecha de mi estado dubitativo.

- ¿Qué se traman?- les dije luego de saludarlos con el saludo exclusivo que nos identificaba como grupo.

- Encontramos el huevo de un ave- me comentó uno de ellos antes de recalcar que, además, estaba vivo.

No desconfié de sus palabras, sino de aquello que me presentó como supuesto “huevo de ave”. Su tamaño, ¡tan diminuto!, se asemejaba más al grosor de un chicle “Agogo” blanco que al hogar temporal de un ser vivo.

-Ah, ¿qué, no crees?- insinuó el mayor de todos- . Pues apriétalo si estás tan seguro, me dijo con un tono desafiante que yo juzgué como una falsedad premeditada.

Contemplar sus rostros impávidos ante lo que me disponía a hacer, y volver a observar aquello que mis manos cargaban, sólo aumento mi convicción de que eso, definitivamente, no era el huevo de un ave.

Revelar lo que aconteció después sería detallar un crimen que prefiero no recordar. Me limitaré a decir que cuando apreté con todas mis fuerzas aquello que cargaba en mis manos, lo hice con la seguridad de que me encontraría con cualquier cosa menos con un pichón que aún no tenía edad ni estatura para nacer. Sentí su latido y la sangre chorreando sobre mis manos, y escuché los pequeños gemidos que lanzaba mientras agonizaba.

Una caja de fósforos, que hizo de ataúd improvisado, y unas cuantas flores sirvieron para el entierro de un animal que murió en menos tiempo del que vivió. Cavamos un profundo agujero en la tierra y enterramos a ese diminuto pichón, no sin antes rendirle los honores respectivos. Sobre un pedazo de cartón escribimos un nombre que en ese momento arbitrariamente le asignamos, y que sirvió para que pueda ser identificado no en vida, sino en muerte. Por último, clavamos una cruz (hecha con fósforos y forrado con periódico y cinta) y nos retiramos con la conciencia intranquila (que se vio reflejada en los resultados de nuestros próximos partidos de fútbol) pues todos nos consideramos, según me lo revelaron días después, cómplices del delito.

Aún solemos visitar la tumba de aquel animal. Especialmente todos los días 7 del primer mes de cada año, fecha en la que se consumió ese atroz crimen. Algunos de mis amigos, incapaces de superar la culpa, se han adherido a AnimaNaturalis. Yo, por mi parte, después de aquel viernes, no he vuelto a matar.

By Arturo Cervantes with 5 comments

5 comentarios:

Lo has mejorado un poco, me gusta, es poderoso y manejas muy bien la tensión. Si deseas, leelo este sábado.
S.

Sí, seguro, este sábado sí voy. Tengo clases en la u, pero voy a faltar. Esta vez sí puedo.

Arturo, me has dejado muy impresionada con este cuento. Definitivamente me ha gustado más que "La Carrera" Será porque me encantan las historias en que se analiza la psique humana. Cuando somos niños, nuestro primer contacto con la muerte es casi siempre a través de los animales y es muy interesante leer como tus personajes reaccionan ante esa situación.

Arturo, auméntale la tensión :) quiero volverlo a leer!

Ade, en los próximos días subiré una nueva versión de este cuento.

Saludos...

Publicar un comentario