viernes, 2 de octubre de 2009

La carrera


Yo creo que habría que inventar un juego en el que nadie ganara.
Jorge Luis Borges





Por supuesto que, ahora, podría contar todo lo acontecido desde una perspectiva diferente. Pero con ello estaría dando cabida a un sinnúmero de mal interpretaciones. Se podría pensar, por ejemplo, que soy yo quien tiene el dominio del tiempo (lo cual no es así: esa potestad la tiene El Coprófago). O, en su caso, se podría calificar como irrefutablemente verídico todo lo narrado (cuando no son más que humildes contingencias). No voy, por lo tanto, a poner las cosas en su punto de vista adecuado.

Desde el instante en que morí, mi voluntad se suspendió para dar paso a una mudanza física que fue llevada a cabo por El Coprófago. Fui cenizas esparcidas sobre el río Nilo –mi último y más exigente deseo- antes de convertirme en un ser móvil, piriforme y de un tamaño que no superaba las diez micras. Buceaba. Lo hacía libremente en un líquido espeso y grisáceo que -a millones de semejantes y a mí- nos fue dado como hogar.

No recuerdo cómo me enteré de la carrera. Fue algo que se había divulgado hace mucho, por lo que no existía ningún ser dentro del Copros -como era comúnmente conocido nuestro hábitat- que no estuviera enterada de ella; ni dispuesto a participar. Decidí competir. Y, para ello, entrenar. Razoné, sin embargo, que no podía iniciar mis entrenamientos sin anteponerle un poco de teoría a la práctica. De ahí que comencé por estudiar el principio de Arquímedes (un cuerpo sumergido en un fluido estático es empujado con una fuerza ascendente que equivale a su peso). Entendí que, para disminuir la pujanza que me hacía flotar, y, por lo tanto, perder rapidez al momento de desplazarme, debía someterme a una rigurosa dieta que me ayude a bajar de peso. Así aconteció.

En cuanto inicié mis prácticas, supe que debía desaprender antes de aprender. En especial, una maña a la que estaba habituado al bucear: el desplazamiento de mi cuerpo (una cabeza y una cola -delgada- cinco veces más larga) era recto y no ondulado, como correspondía. Un error técnico que me impedía ser veloz. Al principio, en mi afán de adaptarme a ese nuevo estilo, comencé con tramas cortas y a una velocidad excesivamente lenta para, después, paulatinamente, aumentar las distancias y la celeridad. También lo logré. Yo mismo me maravillé al observar el movimiento sincrónico que lograba mi cuerpo y las ondas perfectas que dejaban a su paso. Luego aprendí. Aprendí a esquivar las curvas sin disminuir la marcha, a rebasar con destreza, a bosquejar rostros temerarios, a preservar energía, a ser rápido y consistente a la vez. Estaba listo para competir.

Junto con una infinidad de competidores (lo cual es un decir ya que, en realidad, eran cuatrocientos millones) acudí a la competencia en un día cálido, como de costumbre. El fluido estaba menos espeso pero, aun así, esa poca espesura representaba un difícil obstáculo a sortear. No fue sino hasta después que El Coprófago dio la orden para iniciar la marcha cuando recaí en el hecho de que no sabía qué sucedería en caso de que resultare ganador.

Los primeros segundos fueron, más que nada, un ejercicio de resistencia. La excesiva cantidad de concursantes copó totalmente el espacio de la carrera, por lo que resultó vano el pretender rebasar. De ahí que mantenerse estable, sin tropezar, ya era un logro. Seguí. Tanto roce de cuerpos me desgastó físicamente. En esa instancia, me lamenté por no haber considerado la fricción como tema a tratar en mis entrenamientos (los continuos roces se oponen al movimiento. Y eso, claro está, produce un desgaste y reduce la aceleración). Pero seguí. Y eso fue una ventaja: mientras yo continuaba, muchos, a esa instancia, ya habían cedido al rigor de la competencia.

El segundo tramo de la competencia –de un total de cuatro- fue el más complicado de todos. Sobre todo por el terreno. El fluido se tornó de un color blanco y mucho más espeso de lo que estaba en la primera parte. Además, las paredes presentaban unas capas -similares al musgo- capaces de atraparte si te les acercabas. Sin embargo, dado que ya no eran millones sino miles los competidores que seguían vivos (en el sentido literal de la palabra), existía más espacio para maniobrar. Con más terreno a disposición, pude acelerar sin temor a tropezar con nadie. Rebasé a unos cientos; sin embargo, aun tenía a más de doscientos delante de mí. Al llegar al primer túnel –que era muy largo (unos doce centímetros) pero no muy ancho (cuatro milímetros)- aumenté mi velocidad. Al salir noté que había aventajado a muchos. Pero no a todos: cincuenta me superaban. Algunos habían caído ante la gran cantidad de objetos que, cual meteoritos aunque ligeros, iban directo sobre nuestros cuerpos. Yo los esquivé con mucha maestría, excepto a uno de ellos que logró rozarme. Sentí una punzada que me presionaba y que amenazaba con reventarme hasta reducirme a la nada. Pero no caí. Entré al segundo túnel. Muy pocos salieron de él. Yo sí logré salir. Me sorprendí al ver a mi alrededor: sólo quedábamos doce.

Nos acercábamos a algo, y ese algo era el fin. O el comienzo, según como se lo quiera ver. En ese, el tercer tramo de la carrera, me daba lo mismo ganar o morir, estaba cerca de lograr cualquiera de las dos cosas. De la primera porque la podía ver: una esfera inmensa e inmóvil que, supuse, era el final; estaba cerca, y sólo quedábamos cinco. Pero también estaba cerca de la muerte puesto que la carrera me había desgastado. Podía desmayarme en cualquier momento y, luego de eso, sucumbir. Aceleré con todas mis fuerzas pero no para ganar sino para, de una vez por todas, morir: la agonía me atormentaba más de lo que podía soportar. Ese último impulso, sin embargo, hizo que me sumerja, cual inyección, en esa gran circunferencia. De inmediato se activó un sistema defensivo que impidió la entrada de los demás seres. Las puertas se cerraron herméticamente. Gané.

Luego sucedieron cosas sobrenaturales que estuvieron fuera de mi voluntad. La mano del Coprófago intervino, me hizo partícipe de aquello que fusionó, pero me impidió verlo. Hasta que me introdujeron en una especie de saco y recobré mis sentidos. Algunos meses después me sacaron de ahí. Mi primera reacción ante esa decisión fue llorar.

By Arturo Cervantes with 4 comments

4 comentarios:

Arturo me parece que es mucho más fácil de leer que el primer borrador que escuché en clase. Tiene coherencia y ahora si parece escrito por una sola persona. Dos cosas, me parece que la puntuación en un par de párrafos me hace pesada la lectura, un poco lenta y me parece que podrías ampliar el último párrafo en donde relatas la salida. En lo particular me gustaría saber más.

Arturo:
Mucho mejor pero creo que deberías ser más ambiguo aún en los detalles a partir del cuarto párrafo porque se nota, luego, de que estamos frente a un espermatozoide y pues, como que la gracia se pierde y la tensión decae. El tono es maravillosamente Borgeano, me gusta y también el lenguaje esta muy bien manejado.

Ade:
Gracias por las recomendaciones. Sí, el último párrafo, que posiblemente es el más importante, está demasiado breve. Voy a aumentarle más detalles. Tengo pensado alargar toda la historia.

Sol:

Posiblemente la descripción que está entre paréntesis, en el cuarto párrafo, está demás. Dice mucho de mi personaje (demasiado, más de lo que quisiera). Estoy tratando de buscar comparaciones precisas para describir a mi personaje, pero sin que se descubra, al menos hasta el final, qué es. Muchas gracias.

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