En mi escuela, a los diez años, sudar era ser un bacán. La popularidad escolar se la medía de una manera objetiva: según la cantidad de gotas salinas que despedía tu cuerpo, te ganabas (o no) el trono infantil. Así de simple. Así de imparcial. Vestir el 10 de la selección escolar era lo mejor que te podía pasar, era todo, era motivo suficiente para conquistar a la más linda de la clase, la de turno.
Mis ídolos no eran Vargas Llosa ni García Márquez ni ninguno de esos pseudo-intelectuales que aún conservan la mala costumbre de escribir. Alex Aguinaga e Iván Kaviedes eran, para mí, los verdaderos duros criollos, esos que salían en la TV y que se daban el lujo de rechazar autógrafos en la calle.
Como todos los de mi especie, jugué el Interbarrial, aquel torneo que se lo publicita como “el más grande del mundo”, el paso obligado de todo futbolista que aspira jugar en primera. El primer escalón rumbo al estrellato, me prometieron.
Pero, durante mi fugaz y lamentable carrera futbolística, lo único similar al estrellato que experimenté fue un choque de cráneos del que fui protagonista. La culpa la tuvo la vaca. En serio: era un futbolista obeso, con contextura de luchador de sumo. Un auténtico imbécil, con complejo de cangrejo, que corría hacia atrás. Y sin regresar a ver de reojo, por lo menos. Se trataba de la final sub-10 del torneo que les menciono. Quedamos 1 a 1 y ambos (el equipo contrario y el mío) dimos la vuelta olímpica. Una política empresarial que hasta la fecha sigue vigente y que tiene por objetivo evitar llantos pueriles. Una decisión muy cristiana que, paradójicamente, proviene de los organizadores de un torneo explota-infantes. De unos empresarios con todas las de ley.
Yo anoté el gol del campeonato. Fue el único gol que anoté en todo el torneo, un golazo, un tiro de larga distancia que dejó boca abierta a un arquero rival con una delgadez digna de una escoba. La verdad, lo único que quería era deshacerme del desquiciado balón, pero el esférico, rebelde como un forajido, se introdujo en el arco norte del estadio Modelo, donde se jugaban las finales para que nos sintiéramos importantes. Me entrevistaron y me fotografiaron para la página trasera de El Universo, la destinaba a los mocosos que soñaban con ser como el Tín Delgado.
Ese fue mi primer contacto con el periodismo. El comunicador deportivo que me entrevistó, me hizo cuatro preguntas, no las incluyó, e inventó una novela con mi nombre y apellido. Algo así como “Arturo Cervantes, emocionado, no pudo con la emoción y, luego de anotar el gol del triunfo, con lágrimas en los ojos, abrazó a sus padres y les dedicó el gol. Su próximo reto es ser el mejor alumno de su clase (…)”.
Antes, mucho antes de adquirir solvencia testicular y dedicarme a escribir, fui futbolista. De los peores que esta tierra pudo dar. Fue como un primer strike. Luego vendría un segundo intento fallido: fui tenista, en tiempos en que medio Ecuador lo querían ser. La culpa la tenía Nicolás Lapentti, por aterrizar en zona prohibida, dentro del top ten mundial. No sé por qué, pero eso me hizo pensar que yo también lo podría lograr.