Entrevista a Juan Fernando Andrade

Hoy, el diario Expreso (en su edición impresa, no web) sacó un especial denominado "Guayaquil Universitario". ¿La idea? Poner a escribir a estudiantes de Periodismo de ocho universidades diferentes

Dos semanas como reportero del Extra

Cada que cuento que trabajaré en el Extra, alguien intenta asesinarme. Y por cualquier vía. Ya sea llamándome a mi celular, enviándome un mensaje por Twitter o insultándome cara a cara, como Dios manda

¡Los peligrosos deportes inofensivos!

Es una despiadada mentira decir que los deportes mortales son los que te matan. Mi experiencia muy cercana con deportes, aparentemente, inofensivos me lleva a afirmar todo lo contrario

If you are going [...]

Gerry

Cuando terminé de ver esta peli, no sabía si ponerme de pie y aplaudir efusivamente o regalarme (urgente) un fin de semana en un spa

Terminemos el Cuento (2008)

Ya son casi 3 años desde que obtuve el segundo lugar en Terminemos el Cuento: uno de los concursos literarios más importantes del país

sábado, 26 de febrero de 2011

El entrenamiento de un perro de Antinarcóticos

Teo jamás ha probado una hembra. Está condenado a una eterna virginidad. Y eso, sin haber hecho el voto de castidad de rigor.

Todo eso lo sé antes de conocerlo, inclusive. La noticia, por un segundo, hasta me inspira lástima ajena. Estoy en el Centro de Adiestramiento Canino, colocado, por razones logísticas, en la misma vecindad donde se halla el Aeropuerto de Guayaquil y, en menos de lo que tarda un pestañeo, voy a conocer a ese canino que está sumergido en el más penoso de los celibatos. Aquí se entrenan a los únicos 35 canes que, cuando trabajan, no son precisamente los mejores amigos del hombre. O, al menos, no de las de los cientos de mulas que, diariamente, dan pasos nerviosos por los aeropuertos y carreteras de este país. País que, por cierto, es algo así como un túnel obligado por el que tiene que pasar la droga proveniente de naciones productoras como Colombia o Perú.

-Tráelo al Teo- ordena el teniente Jorge Chérrez a alguien que, a juzgar por el tono de voz empleado, es de un rango policial inferior a él. Chérrez (ambateño) es el oficial operativo de la Unidad Canina Antinarcóticos del Aeropuerto José Joaquín de Olmedo.

De repente aparece un macho que, en realidad, es mucho más que eso: una mole de casi un metro de altura y 60 kilos. Teo es, en rigor, un Golden Retriever y los Golden Retriever, de por sí, tienen un olfato extremadamente sensible. Los humanos, en un esfuerzo sobrehumano, somos capaces de oler hasta 700 partículas. Ellos, casi sin despeinarse, pueden percibir más de 9 millones de sustancias.

Teo posa su barbilla sobre su pecho y me mira de reojo, con una mirada de venado, tímida. Su estatura de caballo no le quita su apariencia tierna. Es, por así decirlo, el Brad Pitt de este centro de adiestramiento de perros antinarcóticos. En la sala de pre embarque internacional del aeropuerto que ostenta un nombre de poeta, las chicas se acercan donde él, le dicen: “¡Qué lindo!”, con ese tono tan femenino, tan cursi, y se desdoblan mientras lo dicen. Piden, mueren por acariciar su pelaje dorado, pero eso está prohibido. El Cabo Segura Lino, su guía personalizado de toda la vida y un tipo con una paciencia infinita, no lo permite. Él sabe que Teo es una suerte de Caballo de Troya: detrás de ese disfraz de ternura se esconde una auténtica máquina captadora de droga. Un imán de cocaína, heroína, éxtasis y marihuana camuflada, siempre, con un ingenio que García Márquez envidiaría.

Sólo en el 2010, aprehendió 268 kilos con 855 gramos de droga. Sólo en ese año, realizó 11 hallazgos y metió tras las rejas a 12 ecuatorianos. Sólo en su último triunfo, el 9 de noviembre del año pasado, impidió una comercialización redonda de 3´000.000 de dólares o, lo que es lo mismo, que 20 kilos de cocaína ingresan a Miami en tiempos como el actual, en que el kilo de esa droga, en el mercado yanqui, está valorado en $150 000. Nada más, nada menos.

Pero Teo se convirtió en una celebridad mucho antes que eso. El 20 de abril de 2010, su aclamada nariz descubrió lo que la prensa, con esa rapidez que la caracteriza, denominó el “Caso Poleas”: una burla por cuatro meses a los controles antinarcóticos, haciendo uso de un complejo sistema de poleas instalado en el cielo raso del aeropuerto José Joaquín de Olmedo de Guayaquil.

El Caso Poleas

Teo no trabaja, juega. El aeropuerto guayaquileño es, para él, un gigantesco parque de diversiones. Su guía simula lanzar una pelotita de tenis y él la busca. La busca con energía pueril. Cuando encuentra droga, se sienta. Así de sencillo. Luego, su entrenador vuelve a fingir sacar la pelotita, pero, esta vez, de la maleta o del objeto donde Teo haya encontrado la droga. Teo agarra con su hocico la pelota, y se larga. Él no busca droga, él busca su mugriento juguete esférico. Eso desmiente lo que todos, por lo menos una vez en nuestras vidas, hemos pensado: que los perros antinarcóticos son más grifos que Bob Marley. La misma metodología que, más bien, parece una pobre tomadura de pelo a un inocente perro, fue utilizada en el “Caso Poleas”, que generó ganancias, como la mayoría de comercializaciones narcotraficantes, no determinadas, aunque, se sabe, fueron cifras que no pertenecen a este mundo.



Era de noche, y Teo se paseaba con su guía en la sala de pre embarque internacional del Aeropuerto de Guayaquil. Muchos policías, disfrazados de civiles, estaban atentos a cualquiera de sus alertas. De repente dio una: giró con violencia su cabeza, en dirección a un trabajador del aeropuerto con una delgadez digna de una escoba. Se trataba de Cristóbal Cruz, auxiliar de limpieza del aeropuerto, quien cargaba un tacho de basura. A medida que Teo se acercaba, Cruz mostraba una palidez cada vez más fantasmal. Nervioso, vio cómo la nariz canina protagonista de esta historia olfateaba el tacho. Teo se sentó, y eso ya sabemos qué significa. Los policías abrieron el tacho y se tropezaron con 14 paquetes de clorhidrato que iban a ser entregados a un pasajero con destino a España. Cruz jamás olvidará el rostro angelical del canino que le obsequió hospedaje gratuito en la Penitenciaría de Guayaquil por 12 años.

El caso sirvió para que el Unidad de Antinarcóticos abriera bien los ojos, y descubra un mecanismo que se venía practicando desde hace cuatro meses atrás. La droga llegaba a los parqueaderos del aeropuerto y era colocada en tachos de basura. Personal de limpieza la recogía y caminaba con ella hasta un cuarto de mantenimiento de acceso restringido. Desde ahí iniciaba el sistema de poleas que se había instalado sobre el tumbado, y que llegaba hasta los baños de la sala de pre embarque, evitando, de esta forma, los controles migratorios y las máquinas de rayos X. La droga, nuevamente, era recogida de los baños por trabajadores del aeropuerto en tachos de basura para, finalmente, ser entregadas a pasajeros dispuestos a cargar con esa cruz en sus travesías a Europa o EEUU.


Cinco empleados de Tagsa, la empresa que administra el terminal aeroportuario de Guayaquil, fueron detenidos por tener participación directa en este caso. Es probable que, en algún lugar del mundo, alguien que seguramente vive prófugo por ser un capo duro de la droga y haber manejado a la distancia esta red de narcotráfico en Ecuador, está manifestando, en este preciso instante, un odio muy sincero hacia Teo.

***

Teo es gringo. Nació un 20 de mayo de 2005 en un centro de adiestramiento canino de Virginia. O sea, está próximo a celebrar seis años de vida-canina (42 años-humanos). Cuando cumpla diez será, oficialmente, un perro jubilado. Y lo más probablemente es que pase los últimos años de su agitada vida en la casa de su entrenador, pero descansando, como una mascota más. Antes, los perros antinarcóticos que cumplían sus años útiles de trabajo tenían un destino que parece extraído de algún relato de Edgar Allan Poe: eran enterrados bajo tierra. Se los inyectaba para que reciban una muerte sin sufrimiento. Con esto se evitaba que lleguen a manos de poderosos narcotraficantes, y que los estudien con detenimiento para descubrir sus debilidades.

Teo llegó a Quito a los ocho meses de edad. Recibió un entrenamiento en la Capital de seis meses y, de inmediato, fue enviado a Guayaquil para que, en plena adolescencia, cual miembro de familia necesitada, empiece a camellar. Lo recibieron en el Centro de Adiestramiento Canino que, también, tiene mucho de gringo. Gran parte de su capital proviene del gobierno norteamericano (el restante, del Estado ecuatoriano). EEUU, por poseer un buen porcentaje de población grifa, es el país que más invierte en equipamientos antinarcóticos y los reparte en puntos estratégicos. Ecuador, en teoría, es un punto estratégico.


A este Golden Retriever lo tratan como a rey. Tiene un peluquero, un veterinario, un entrenador-psicólogo, un guardia de seguridad, un limpiador. Su casa es de cemento y pequeña. Dos por cuatro, a lo mucho. La parte frontal de su hogar está enrejada y, a estas horas que lo visito, en que el sol amenaza con largarse, apenas ingresa una luz tibia que deja ver un plato metálico totalmente vacío.

Su rutina de baño es muy a lo Chavo del 8: una vez por semana, los domingos. Come, a las 4 pm, el equivalente a ocho tazas de balanceado PRO-CAN. Teo devora esos 840 gramos a la velocidad de una máquina trituradora. Su pelaje de oso recién levantado es cepillado dos veces al día y con diferentes objetivos: primero para desenredarlo y, luego, para eliminar cualquier bicho extraño que atente con postrarse en el cuerpo de Su Majestad. Por eso, también se le colocó un collar anti-garrapatas. Por eso, sus dedos que, más bien, parecen salchichas tamaño coctel, y todo su cuerpo son limpiados, diariamente y en seco, con una dedicación solemne. Cada tres semanas aparece el peluquero para darle un look policial nuevo. Cada dos meses y medio se asoma el veterinario para, de ser necesario, desparasitarlo y hacerle una limpieza de oídos a este animal de orejas largas como un burro.

***

Una funda de heroína en mis narices. El teniente Chérrez me la acaba de enseñar antes de introducirla en una maleta negra, gastada. El Centro de Adiestramiento Canino tiene más maletas negras y gastadas de lo que cualquier mente viajera pudiera imaginar. Sirven, por supuesto, para los entrenamientos. Sobre el suelo se colocan varios equipajes para lo que será una simulación de una aprehensión de droga. Teo está listo. Le enseñan la pelotita. Teo quiere jugar.

Y juega. El guía amaga con lanzar la pelotita de tenis. Y Teo corre, corre como sólo corre un canino de la su linaje. Si esto fuera un partido de fútbol nacional, los comentaristas dirían que va camino al título. Olfatea todas las maletas. Pasa la primera. Pasa la segunda. Pasa la tercera. Pasa la cuarta y se regresa, algo sospechoso hay en ella. Se detiene un instante. La olfatea con más rigor. Sus ojos se tornan rojos, se agita, empieza a mover su cabeza de manera desesperada, como un energúmeno. Y se sienta. Finalmente se siente.

Luego, lo de siempre: Teo recibe su pelotita y, cual niño, se desconecta del mundo.

En la práctica, el asunto parecería más difícil: las mulas camuflan la droga en tallos de flores, suelas de zapatos, dobles fondos de maletas, desodorantes, cangrejos y hasta en cuyes. Mezclan, en un acto de ignorancia único, la droga con pimienta, ají, mostaza, ajo, y (en una ocasión) hasta con orina de león. Y se introducen a los aviones pensando que, con toda esa mezcolanza repugnante, pueden confundir a perros del tipo de Teo. Piensan mal: uno de los entrenamientos consiste en encerrar a estos caninos en un cuarto repleto de sustancias para que aprendan a diferenciar olores.

Me despido del teniente Chérrez. Le digo que voy a regresar para averiguar más. Él me dice que no puedo regresar. Que eso es todo. Que ya vi suficiente, que ya sé suficiente. Que después los narcos se ponen moscas, y que se enteran de cosas que no deberían enterarse. ¿Los narcos leen revistas?, pienso de manera estúpida. Me voy, pero, antes, echo un vistazo a la agenda de Teo y me doy cuenta que para eso es necesario un largavistas: tiene trabajo fijo por los próximos treinta días.

*Publicado en la revista SoHo (Ecuador), edición #97, febrero/marzo 2011; e incluida en el libro 'Crónicas', que publicó la editorial Dinediciones en el 2015 Fotos: Amaury Martínez.

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martes, 15 de febrero de 2011

Gotas biográficas II (mi intento de tenista)

Todos me regresaron a ver, sintiendo una sincera lástima ajena. Un vendedor de helados, que cargaba un gorro de aspecto jocoso y que pasaba por ahí haciendo bulla con su carrito chillón, dejó de hacerlo cuando me vio. Un niño, que iba agarrado de la mano de su madre, me señaló como se señala a los trapecistas deformes o a los gigantes de dos metros y medio en los circos. Y sólo una anciana de fealdad sobresaliente (¡qué sería de este país sin las ancianas de fealdad sobresaliente!), con cabello maltrecho y con un rostro lleno de grietas, tuvo las agallas de preguntarme qué diablos me pasaba.

Caminaba por la congestionada Av. 9 de Octubre, cuando sucedió: mi brazo, rebelde ante cualquiera de mis órdenes, se movió por voluntad propia, cobró vida, y simuló el mejor de los derechazos tenísticos. Luego lanzó un revés al aire sólo digno de Roger Federer. Y, así, se fue de largo, continuó con un drop shot, luego se estiró para realizar un remate demoledor y casi rasguña el suelo para elaborar un slice de ataque más corto punzante que un estilete.

Me sucede a menudo.
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Y en cualquier sitio.
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Y a cualquier hora.
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Yo lo llamo el síndrome post-tenístico. La Ciencia ya perdió todas las esperanzas conmigo y sólo se limita a decirme lo que ya sé: que fueron muchos años los que intenté ser tenista, que esos reflejos me acompañarán hasta mis últimos días, que no hay cura para ese mal.

Recuerdo que en mi primer año de tenista no gané ni los sorteos. Recuerdo que, en la primera ronda de un torneo en Quito, me ganaron 6-0, 6-0 y que mi rival se desperezaba antes de conectar cada servicio. Recuerdo que más demoró mi vuelo a la capital que aquel partido. Recuerdo que la primera vez que gané un encuentro fue por W. O (no presentación del rival). Y recuerdo también que la única vez que jugué una final fue en un sueño. Algo es algo, pensé cuando me levanté.

Hubiese seguido así, de largo, necio como un ateo, de no ser porque un amigo, que administraba una página web de deportes y que se enteró que constantemente viajaba por el Ecuador para jugar torneos juveniles, me cogió de pato. O sea, de reportero deportivo. La idea me atrajo: me descalificaban de todos los torneos en menos de lo que tarda un parpadeo y, luego, me dedicaba a escribir todo lo que veía. Con mi pluma despedazaba los talentos tenísticos ajenos. Con mi pluma criticaba los estados de las canchas y a los organizadores. Con mi pluma, hasta tuve aires de meteorólogo de CNN y me animaba a anticipar el clima que se avecinaba antes de los partidos.

Hasta que, un día, un día de esos en que el cielo te regala un rayo de verdad, me di cuenta que era más fácil hacerlo fuera de la cancha que dentro de ella. Lo mismo que, creo, le debe haber sucedido al barrigón de Carlos Victor Morales (¿se lo imaginan corriendo?) o a Vito Muñoz (¿se puede cabecear con su cabeza cuadrada?). Y, si todo esto es verdad, si en verdad existimos y la vida no es una farsa, aquí estoy, con los dedos morados de tanto darle al teclado. Una vez más.
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*Publicado en la Revista La U, febrero/2011, edición #346

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jueves, 3 de febrero de 2011

Juan Pablo Meneses, el periodista portátil


Estuvo en el mítico campo de guerra vietnamita, disparando un fusil AK 47 y escribiendo su experiencia. Lo mismo hizo cuando participó en una película porno de Ron Jeremy, en New York. También navegó una semana en un barco Greenpeace, con un grupo de enfermos ecologistas que arriesgan su vida con tal de salvar ballenas, y hasta se animó a correr en la mortal carrera con toros de San Fermín.

El periodismo, para él, es una excusa para recorrer el mundo e incomodar su ritmo cardiaco.

El día en que la Policía Nacional se apropió del país, el chileno Meneses estaba en Guayaquil. Dictaba un taller de crónicas periodísticas en la Universidad Católica, cuando, de repente, una orden institucional lo obligó a él y a quienes lo acompañaban a refugiarse en una sala de profesores. Delincuentes armados habían ingresado a la universidad para asaltarla.

Afuera, la ciudad lucía como el dormitorio de un adolescente desordenado. Algo me dijo que ese era el ambiente ideal para conversar con alguien como él, que, a sus 41 años, todavía vive su vida con intensidad, como si se tratase de la mejor de las ficciones.


Han sido 14 años ininterrumpidos de viajes. En los últimos tres meses estuviste en Argentina, Chile, Brasil, Colombia, Perú, Uruguay y ahora estás acá, en Ecuador. ¿Hasta cuándo, Juan Pablo, hasta cuándo?
La verdad, no sé. Es una vida que ya la decidí y que no voy a poder cambiarla ni con un trabajo a tiempo completo, en una oficina. Hoy por hoy todo requiere de viajes, de dormir en hoteles y estar en contacto con personas de distintas nacionalidades. En ese sentido, lo que yo hago y denomino “Periodismo Portátil” es sólo una reacción a una demanda actual.

Periodismo Portátil es eso: viajar por el mundo para contar historias reales. Un periodista portátil utiliza cualquier cyber del planeta como oficina. Luego ofrece lo escrito a distintos editores de revistas internacionales para que publiquen sus historias.

¿Y no te cansas de viajar?
Sí, me canso. Pero cuando trabajaba en una oficina, con horario fijo, con saco y corbata, con el mismo jefe y los mismos compañeros todos los días, me cansaba muchísimo más.

A los 27 años maté mi anterior vida de oficinista. Hice una apuesta al todo o nada: compré una Compaq E 500 y una cámara digital y me fui de Santiago sin destino fijo. Mi objetivo parecía extraído de un cuento de aventuras: viajar y contar historias por el mundo. Mi familia me decía que la iba a pasar muy mal. Fue el riesgo más grande que he tomado en mi vida. Y pudo no haber funcionado.

Y ahora, que publicas en prestigiosas revistas internacionales, que tienes cuatro libros escritos, que das conferencias por el mundo, ¿eres el orgullo de la familia?
No, yo siempre fui a la oveja negra. Imagínate que tengo un hermano economista que se graduó en Harvard, él, en verdad, es la estrella de la familia. De todas formas, sí provoqué un cambio considerablemente en una familia muy tradicional, de trabajo fijo, con una tradición de oficina. Y ahora mis sobrinos que me leen en revistas, y que ven que viajo, cuando les pregunto qué quieren ser de grandes, me dicen que quieren ser escritores, guitarristas de una banda de rock, pintores u otros oficios más independientes.


¿Hace cuánto que no regresas a Chile, tu país natal?
Regreso esporádicamente, pero nunca me quedo más de dos semanas. Eso desde hace 14 años. Siempre me he sentido extranjero, inclusive, en mi propio país.


Entonces, ¿cuál es la nacionalidad de un periodista portátil?

Yo no creo en las nacionalidades, no poseo ninguna. Soy un ciudadano portátil. O, como dijo Dante en La Divina Comedia, “mi patria es el mundo en general”. Siempre me he sentido extranjero. Y cuando digo “extranjero” quiero decir que todo lo veo desde afuera. Me parece que eso, para los que nos dedicamos a escribir, es saludable. En el fondo, uno tiene ese ADN.

¿Cómo ves la vida en los hoteles?

Los hoteles son sitios de oportunidades. Yo de pequeño los veía con admiración: ahí sólo entraban personas importantes, que sabían hablar muchos idiomas. Ahora, que noto que se han convertido en mis hogares, me doy cuenta de que nunca voy a poder salir de ellos. La vida de hotel es como la de un drogadicto o la de un inmigrante: quieres, pero no puedes.

¿Has perdido la noción de dónde te encuentras: te levantas en la mañana y no sabes dónde rayos estás?

Sí, y es algo terrible. El otro día me sucedió eso en Cândido Godói (Brasil), un pueblo que es considerado la capital mundial de los gemelos. Fui a escribir esa historia para la revista SoHo y me desubiqué, me perdí, no sabía dónde estaba. Sólo un día antes había estado en Lima, presentando mi último libro.

En otra ocasión, estaba dando una conferencia de periodismo en un auditorio de La Paz y me despedí con un: “Gracias, colombianos, por haberme recibido”. Venía de Colombia y aún no había asimilado el cambio de territorio. Yo pensaba que eso sólo le ocurría a Julio Iglesias.

Pero eso se lo aprovecha. Cuando todo está en caos, como ahora con este intento de Golpe de Estado en Ecuador, yo sé que me va a ir muy bien porque el periodismo portátil es de sobrevivencia y a esas cosas se les saca partida. Cuando todo está en orden, tranquilo, yo sé que me va a ir pésimo porque no tengo nada que contar.


¿Prefieres, entonces, vivir en peligro?

Sí, porque la máxima del periodismo portátil es sobrevivir escribiendo historias por el mundo. Y las situaciones caóticas me inducen a narrar. Cuando eso ocurre, el papel y la pluma me coquetean.

La palabra “sobrevivir” es muy importante. Yo creo que el periodismo portátil en Latinoamérica podría funcionar muy bien, y yo podría dejar de ser el único que me dedico a esto. Vivimos en un continente de urgencia y aprendemos desde chicos a sobrevivir: aprendemos que los policías se pueden tomar las calles, incendiar llantas y lanzar gases lacrimógenos, pero que, de todas formas, nosotros debemos llegar a casa intactos; conocemos qué esquinas son peligrosas y cuáles no; sabemos que no se puede confiar en los extraños. Son barreras por superar, son reglas de supervivencia. Cuando vivía en Barcelona y me dedicaba a este tipo de periodismo freelance, sabía que lo mejor para mi bolsillo sería aprovechar una promoción de dos hamburguesas al precio de una que lanzó Burguer King. Eso no me lo enseñó nadie. Se trata de tener ingenio para, literalmente, sobrevivir y no morir de hambre.


¿En qué otras ocasiones has mostrado tu instinto de supervivencia?

Las veces que, ejerciendo este oficio, me han asaltado y apuntado con un arma. O cuando recibí amenazas de un grupo de ultravegetarianos argentinos, luego de escribir el libro “La vida de una vaca”, para el cual me compré uno de esos animales y lo maté. Todo para poder explicar la pasión que tienen los argentinos por la carne. O cuando una barra brava de fútbol descubrió que me infiltré en su grupo para escribir sobre ellos. O cuando fui a la Antártida y sentía que mis huesos iban a explotar. Pero, en realidad, mi mayor peligro ha sido el tipo de vida que llevo: pasar de hotel en hotel, de avión en avión y así, todo el tiempo.


Se compró una ternera, la crió por dos años y luego la tiró a la parrilla. Todo para contar la pasión argentina por la carne ("La vida de una vaca", Seix Barral 2007).

¿Sin poder conformar una familia: esposa, hijos?
Es difícil que alguien que viaje tanto logre conformar una familia. Yo no la tengo, soy divorciado y no tengo hijos. Las tres relaciones largas que he tenido han sido con mujeres que han viajado mucho más que yo. Pero ni así nos entendimos (ríe).

¿Te consideras un bicho raro?
Yo no, pero sí me han considerado. Estoy haciendo algo diferente a lo convencional y eso hace que no me aburra. Yo creo que el periodismo está lleno de aburridos, sobretodo los que trabajan con horario fijo en redacción.

¿Sentiste, alguna vez, que tu vida es lo más cercano a una ficción?
Sí. Estar en constante movimiento, de país en país, me lleva a que me pasen muchas cosas. Y yo siento que las vidas de la mayoría de mis seguidores son aburridas. Lo sospecho por el Twitter: me piden que les cuente todo lo que hago. Sus vidas no son lo suficientemente divertidas y por eso me preguntan qué me está pasando. Pero, por otro lado, también me parecen extraordinarios aquellos que tienen una vida en un mismo lugar, con una misma mujer, con un solo trabajo, y que tratan de mantener eso todos los días, con el mismo entusiasmo. Esa es una aventura para la cual todavía no estoy preparado, pero que me encantaría experimentar.
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¿Cómo te ves a los 70 años?
No tengo idea de qué va a pasar. Quizás en 30 años las historias se cuenten de una manera que ni siquiera imaginamos. Por eso, la esencia del periodismo portátil es contar historias. La forma en que se cuenten puede ser la crónica extensa o, el día de mañana, quién sabe, talvez se lo haga en pequeños caracteres a través del Twiter. O, más adelante, quizás en código morse.
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De lo que sí estoy seguro es que los diarios, en 30 años, ya habrán entendido lo que yo vengo predicando desde hace mucho tiempo: que tienen que dejar de dar noticias. Los diarios ya no están para dar noticias -para eso está la inmediatez del internet o de la televisión-. Los diarios están para contar historias particulares.
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Dentro de 30 años, quizás luzca más joven (ríe). En serio: cada año que pasa, si uno sigue haciendo lo que le gusta, no envejece. No quisiera ser un viejo que sólo cuente sus experiencias, lo que alguna vez hizo. Me gustaría seguir con proyectos a los 70 años. Me preocupa, eso sí, que a esa edad ya no pueda viajar.
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Meneses abandona la universidad. Su próximo desafío es llegar a salvo al hotel donde está hospedado, en el centro de la ciudad. La mayoría de las calles están cerradas. No hay transporte público. Muchos ciudadanos se han estrenado como ladrones. A esta hora, Guayaquil continúa siendo un rompecabezas inacabado.

*Publicado en la revista Diners, febrero/2011, edición #345

By Arturo Cervantes with 1 comment