Entrevista a Juan Fernando Andrade

Hoy, el diario Expreso (en su edición impresa, no web) sacó un especial denominado "Guayaquil Universitario". ¿La idea? Poner a escribir a estudiantes de Periodismo de ocho universidades diferentes

Dos semanas como reportero del Extra

Cada que cuento que trabajaré en el Extra, alguien intenta asesinarme. Y por cualquier vía. Ya sea llamándome a mi celular, enviándome un mensaje por Twitter o insultándome cara a cara, como Dios manda

¡Los peligrosos deportes inofensivos!

Es una despiadada mentira decir que los deportes mortales son los que te matan. Mi experiencia muy cercana con deportes, aparentemente, inofensivos me lleva a afirmar todo lo contrario

If you are going [...]

Gerry

Cuando terminé de ver esta peli, no sabía si ponerme de pie y aplaudir efusivamente o regalarme (urgente) un fin de semana en un spa

Terminemos el Cuento (2008)

Ya son casi 3 años desde que obtuve el segundo lugar en Terminemos el Cuento: uno de los concursos literarios más importantes del país

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Fantoche: un mundo sin libreto

En agosto de 2003, Fantoche organizó el primer Match de improvisación en Ecuador y todos nos preguntábamos qué estaba pasando. Centenares de cejas levantadas y mandíbulas caídas exigíamos una explicación. ¿Teatro? ¿Deporte? El escenario era la pista de patinaje guayaquileña “San Bernardo”. Se colocaron varios graderíos metálicos, y ahí nació otro público teatral. Un público participativo. Un público que, antes de que inicie el Match, cantó su himno paradigmático; que gritó (por el equipo rojo o por el azul); que propuso títulos para que los improvisadores, a partir de ellos, inventen historias; y que, al final del partido, sacó una tarjeta de color para votar por el mejor.

El espectáculo incluía un árbitro –con uniforme de reo, silbato y un cronómetro en su muñeca izquierda- y dos asistentes encargados de hacer respetar el reglamento universal del Match de impro: no se pueden usar chistes, slogans o personajes chichés; las historias deben tener coherencia con los títulos dados por el público o por el juez; se debe respetar el número de jugadores, el tiempo y el estilo dado por el árbitro (historias al estilo de una telenovela mexicana o de una película de acción hollywoodense o de un documental de Discovery, por sólo citar unos cuantos ejemplos); y un etcétera tan exigente como el reglamento oficial de la FIFA.
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Luego supimos que en otros países ya existía la improvisación. Y que el Match de impro, su formato más deportivo, tenía, inclusive, mundiales. Y que, como toda técnica, la impro también tenía un padre: el canadiense Keith Johnstone. Y que ese papá tenía un “hijo” en Latinoamérica llamado Ricardo Behrens (juez en aquel Match en Guayaquil). Y que fue este último, argentino, quien inyectó en las venas del grupo Fantoche el arte de crear historias sin un libreto.

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Principios del 2003. Hugo Avilés y Ruth Coello, esposos y fundadores del grupo Fantoche, estaban en Buenos Aires. Caminaban por Corrientes, una calle que siempre huele a teatro. Cargaban un letrero invisible que decía: “Turistas”. De repente vieron otro, visible, que indicaba que esa noche el grupo LPI, dirigido por Ricardo Behrens, presentaría un “Match de impro”.

Entraron con curiosidad guayaquileña y se sorprendieron: un teatro que no era teatro, sino, más bien, un patio diminuto. Actores que no eran actores. O, al menos, no como hasta entonces, pensaban que eran los actores: seres anclados a un texto teatral, con vestuarios para cada personaje, sin la virtud de la espontaneidad. “El libreto es como una camisa de fuerza a la que, lastimosamente, los actores tenemos que estar ceñidos”, me diría, muchos años después, Hugo.

Así que esta pareja teatral, que llevaba 20 años sobre las tablas y ya había saboreado casi todos los géneros teatrales, regresó a Guayaquil con rostro de niño que acaba de descubrir un juego nuevo. Y con una necesidad irrefrenable de contar, a todos sus colegas, la novedad que habían visto en la tierra de Gardel.


Hugo Avilés, fundador del grupo Fantoche

Recién en Ecuador, contactaron a Behrens. Lo invitaron a que dicte talleres de su especialidad en Guayaquil y funde la Liga Ecuatoriana de Improvisación (LEI), pues él era el único autorizado en Latinoamérica para inaugurar ligas de ese tipo. Aceptó. A cambio de una amabilidad económica, claro. De inmediato, Hugo, Ruth y otra integrante del grupo, Raquel Rodríguez, lanzaron una convocatoria dirigida a “actores profesionales y no profesionales que estén interesados en formar un grupo de teatro impro”. La respuesta fue inmediata.

Cuarenta personas, entre esas Karen Mendoza, María Fernanda Gutiérrez, Antonella Rossi y Fabricio Mantilla, se acercaron de manera cautelosa, sin tener muy claro por dónde iba el asunto, y participaron de una pre-selección. Dieciocho afortunados fueron seleccionados para recibir el taller de capacitación con Behrens. Aprendieron destrezas generales de improvisación y las reglas del Match de Impro. El taller culminó con la presentación de aquel histórico Match de improvisación ecuatoriano, formato teatral-deportivo que Fantoche siguió practicando en diferentes escenarios.

Un año después, en el 2004, trajeron a Gustavo Miranda (director de “Acción impro”), un nombre que sigue sonando fuerte en Colombia, su país de cuna. Su grupo había participado en dos mundiales de improvisación, en Argentina y México. Contaba con una sala ubicada en el barrio más pudiente de Medellín: El Poblado. Con presentaciones todos los fines de semana. Con un público devoto que lo seguía a todos lados. Con un elenco de improvisadores frescos, recién salidos del horno, de la universidad. Con ese perfil auspicioso llegó Gustavo a Guayaquil para enseñarles a crear formatos de improvisación largos.




Después del taller dictado por Gustavo, Fantoche voló muy alto. En el 2005, el grupo organizó el I Festival de Teatro de Improvisación de Guayaquil. Vinieron tres grupos de improvisación foráneos: Acción impro (Colombia), Ketó (Perú) y la LMI (México). Pasaje, estadía y honorarios: cortesía de la casa. Fantoche tan solo tenía tres años en la actividad, pero ya había alcanzado un sueño recurrente en los grupos de improvisación: crear un formato propio. “Zona impro”, una patente que, con éxito, pusieron en escena en ese festival internacional.

Los siguientes años, en cambio, fueron ellos los invitados a festivales en Colombia, Brasil y Chile. Se mezclaron con los pesos pesados de la improvisación: como Impromadrid (España), Lospleimovil (Chile) y Jogando no Quintal (Brasil). Llevaron otro formato de improvisación de su autoría: “Momentos improlongados”. En esos viajes, notaron que las posibilidades de improvisación son ilimitadas (vieron desde impro-danza hasta impro-percusión) y que la mayoría de los grupos latinoamericanos de impro tenían casas de teatro, adecuadas para el caso, en galpones. Se vieron al espejo: ellos aún eran un grupo nómada. Así nació la Casa Fantoche, que tiene serios motivos para justificar su nombre: una cocina con un refrigerador repleto de cervezas, una sala para poner en escena las improvisaciones, un baño y tres cuartos (uno de ellos, con un plasma en el que siempre se exhiben cortometrajes y una pequeña mesa con hojas para jugar Chantón). El público, con cerveza en mano, se sienta en el suelo, en cojines multicolores, pide algún piqueo y observa a pocos centímetros todo el espectáculo.


Uno que vi se llama “Fun fun impro”. Y, en serio, todo es diversión. Vestida con una minifalda y blusa escotada, Katherine Donoso sale con una bandeja y reparte shots de aguardiente. Casi al mismo tiempo ingresan, bailando, tres improvisadores con vestuario colorido: Hugo Avilés, Fabricio Mantilla y Ruth Coello, quienes rebajan sus pechos hasta pasar por un chupete gigante. Por último, Juan José Jaramillo, presentador del espectáculo, entra al escenario con un chaleco blanco y un gigantesco sombrero morado. Lanza un dado gigante, que rueda gracias a las manos en alto de los espectadores. Aquella noche, se detuvo en el número cinco. Y, por eso, jugaron “Abecedario”, que funciona con dos jugadores. Cada uno de ellos debe utilizar -en orden- las letras del alfabeto para cada uno de sus diálogos, y así fabricar una sola historia. El público (compuesto mayoritariamente por estudiantes o profesionales de Diseño o Publicidad) dio el tema: “La PJ (Policía Judicial)”. Hugo y Ruth comenzaron con la letra “P”, y dieron una vuelta magistral a todo el abecedario con una ingeniosa historia de dos presos. El dado siguió rodando. Esta vez, deben jugar “Principio y final”. ¿Cómo inicia la historia?, pregunta el presentador al público. “Dentro de una cartera”, grito. Mi pedido es aceptado. “¿Y cómo termina?”, vuelve a preguntar. “Jugando a las escondidas”, sugiere una pelirroja. “En un bar alternativo”, pide una chica de ojos marrones, casi al mismo tiempo. “Entonces, la historia termina: ‘Jugando a las escondidas en un bar alternativo’. ¡Que comience la impro!”, ordena el presentador. Y la historia sorprende a todos. Dos enanos que roban cosas dentro de la cartera de una gigante. La gigante los descubre y los usa como muñecos: los monta en un coche deportivo de la Barbie y terminan, efectivamente, jugando a las escondidas en un bar gay.

El espectáculo concluye. Los improvisadores se van al camerino, gritan “Mucha mierda”, se visten como personas normales, y regresan donde el desesperado público que los espera, con rostros de groupies, para tomarse fotos y felicitarlos.
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Todo era perfecto. Quería descubrir qué había detrás de todo esto. Al igual que un maniaco tras la receta de la Coca Cola, yo estaba obsesionado por saber cómo inventaban historias de la nada.


***

Estoy infiltrado en un entrenamiento. Hugo Avilés realiza estiramientos en una esquina de la Casa Fantoche. Llama al grupo para que se acerque. Aparece Ruth Coello, quien acaba de consumir un tabaco en un balcón con vista a las Peñas. Pocos segundos después, Fabricio Mantilla se acerca al mismo tiempo que se despereza y Juan José Jaramillo hace lo mismo, pero con su celular en la mano. Karen Mendoza y María José Jaramillo, las dos restantes integrantes del grupo en la actualidad, no pudieron venir hoy.

Los improvisadores se vendan sus ojos y se quitan los zapatos. Entonces comienzan a caminar ciegos por un espacio reducido y, rara vez, tropiezan. El ejercicio sirve para estimular otros sentidos diferentes al visual. Improvisador que se respete, dicen, “mira” con los oídos, con el cuerpo, con la percepción, con los ojos y con el tacto. Luego se quitan las vendas y siguen caminando en diferentes direcciones.

Hugo da instrucciones para realizar un ejercicio sensorial: sólo uno de los cuatro puede detenerse, sin ponerse de acuerdo. Fabricio es el primero en hacerlo. Los tres restantes continúan caminando. Con esto se busca mejorar la sincronización y la visión periférica, atributos dignos en un jugador de impro.
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Ahora sí, comienzan a fabricar historias. Hugo les da temas al azar y les ordena colocarse unas máscaras tipo RoboCop, que sirven para restringir la gestualidad de los rostros y poner énfasis en la expresividad del cuerpo. Un improvisador debe dominar su comunicación corporal. Hugo, cual entrenador de fútbol, está en cuclillas y aprueba o rechaza cada una de las actuaciones de sus dirigidos.
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Por último, se sientan en círculo. Deben realizar una carta oral. Cada improvisador está autorizado a pronunciar una sola palabra y, enseguida, otro debe continuar. El juego sirve para adquirir destrezas narrativas.

La carta, editada, pues la original contenía un atractivo vocabulario malhablado, quedó así: “Ladronzuelo, estoy furioso porque nuevamente me has robado cosas caras. Quiero recuperarlas, así que más te vale que las devuelvas. Espero que las advertencias que te estoy haciendo sean atendidas; caso contrario, enviaré a unos negros para que te violen. Con cariño, Juanjo”. Todo dicho con una fluidez envidiable y con imperceptibles pausas entre turno y turno. “Parece preparado”, les dije sin remordimiento. Luego supe que ese es el mayor halago que puede recibir un improvisador.
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*Revista Diners, edición #343, diciembre/ 2010

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sábado, 25 de diciembre de 2010

Mirely Barzola: la Mama Noela ecuatoriana

Al final de esta historia, alguien acaricia las piernas de Mirely. Le alza con delicadeza el vestido y pasea sus manos debajo de ese traje de tigresa que tan bien le calza. Pero eso sucede al final de esta historia navideña, que ahora está por empezar.

Estamos en el hotel-boutique “Mansión del Río”, en el barrio Las Peñas de Guayaquil. Mirely (24) fue citada a este lugar, único en su especie en la ciudad, para una sesión fotográfica navideña con todas las de ley. El concepto “hotel-botique” viene de Francia y ostenta un principio extrañamente ambicioso: poseer pocos dormitorios para brindar una atención personalizada. Fiel a aquel apartado, este sitio tan sólo tiene siete habitaciones. Es el único hospedaje instalado en el sector más antiguo y cotizado de Guayaquil. Es el único que se da el lujo de mirar cara a cara, sin temor, al nada temible Río Guayas.

Rodeada de estatuas de mármol, sillas forradas con piel de tigrillo, consolas que datan del siglo IXX y pinturas en lienzo en todas las paredes, la presentadora farandulera de “En Corto” y “La Plena” de Teleamazonas, derrocha sensualidad con cualquiera de sus poses fabricadas.

-¿De qué personaje navideño te has disfrazado?- le pregunto mientras maquillan sus pupilas que están ligeramente levantadas

-De Mama Noela- responde con una inocencia peligrosa en una estrella de televisión.

No es necesario esforzarse para imaginársela con un traje rojo de tela velluda y tupida. Con un cinturón negro y brillante, como su cabello, que apriete su cintura. Y con un gorro navideño de punta encorvada para completar el sexy-kit. Todo entallado, todo hecho a la medida. Lo hizo hace dos años: se puso un vestido rojizo y escotado en una fiesta navideña que tenía como invitados de honor a niños contagiados con el VIH.

El acto fue parte de las actividades de la fundación “Bellezas por la vida”, establecimiento sin fines de lucro que saca pecho por tener a una mujer de pantalla como presidenta.
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El mundo está hecho de contradicciones. Muchos años antes, de niña, en su época escolar, Mirely se disfrazó de la Virgen María en unas de las tradicionales posadas del colegio católico en el que se graduó. El mismo cuerpo que a sus 23 años apareció en SoHo totalmente descobijado, natural, como Dios lo envió al mundo, en aquella ocasión se cubrió de santidad. Con un vestido largo, color blanco pureza y una túnica que envolvía su cabeza, simuló estar embarazada y tener en su vientre al mismísimo niño Jesús.



Mirelly fue la primera ecuatoriana en aparecer totalmente desnuda en SoHo (Ecuador).


La tricampeona en certámenes internacionales de belleza, justamente por esa capacidad demoledora para ganar torneos en los que se mide su hermosura, en una ocasión pasó una nochebuena en el extranjero, a años luz de su familia en la única noche del año en que, casi por obligación, todos debemos pasar con nuestras familias.

Era diciembre del 2007 y se encontraba en Cali, una ciudad que es algo así como una fábrica de bellezas, participando en un torneo con nombre empalagoso: la Reina Mundial de la Caña de Azúcar. La noche del 24 de ese mes festivo la encontró en el país del norte, compitiendo por ser la más bella en la capital mundial de la belleza. Cenó con sus oponentes e hizo las llamadas de rigor a sus parientes. Ella mismo se encargó de obsequiarles el mejor de los regalos navideños, cinco días después, cuando llegó al Ecuador con un nuevo título de “nobleza”. Un año antes ya había ganado el Miss West Indies (en el Caribe) y el Miss Tourism World (en Inglaterra).

Es normal que Mirely conserve una dieta estricta. Que sus días transcurran en un gimnasio. Que observe a los carbohidratos y alimentos bañados en grasa como quien observa al diablo. Que los evite. Es normal todo eso, es parte de su día a día. Pero en noche buena, olvida sus rutinas ordinarias y come a la velocidad de una máquina trituradora. Pavo, arroz navideño y vino en grandes porciones. Uvas y chocolates suizos, sus aperitivos preferidos.


De manera tradicional, la cena navideña la comparte con su familia, pero daría lo que fuera por pasarla con el sex-symbol del cine, Johnny Deep. Y le importaría un rábano que a su novio, un ser al que prefiere conservar en el anonimato y que es cinco años mayor a ella, le dé un ataque de celos. Sí, desafortunados lectores de esta revista, siento decepcionarlos pero esta coleccionista de coronas tiene una relación formal.

La sesión de fotos continúa. Estás calientita, eh. Es que estás contorsionándote todo el tiempo”, le dice el encargado de peinarla mientras explora su piel. Mirely lleva su cabello recogido a los lados. Le acaban de retocar sus labios que están ligeramente abiertos. Sus párpados están azulados por el maquillaje y está a punto de probarse un nuevo vestuario, el cuarto de la noche, uno negruzco con manchas beich que, además, tiene pedrería y un tul.

-Trata de mostrar el escote de la espalda- le sugiere el fotógrafo

-¿Así?- pregunta Mireli mientras arquea su cuerpo como si se tratase de plastilina.

-Eso, ahí, no te muevas, no respires, ahí, ahí. ¡Perfecto!

En ese momento aparece el maquillador. Rocía un iluminador potente sobre los brazos y piernas de Mirely y lo esparce. Ahora levanta ligeramente su vestido y continúa distribuyendo la mezcla, ahora por sus muslos. La presentadora de TV adquiere una tonalidad bronceada en una noche fría, como ninguna otra, en Guayaquil. No sonríe. No hace muecas. El fotógrafo da por terminada la sesión y abandona el sitio con una sonrisa peligrosamente contagiosa.
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*Revista Caras, diciembre 2010 (portada).

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viernes, 17 de diciembre de 2010

Brenda González: la muralista sordomuda


La primera vez que vi un mural de Brenda González, no sabía que lo que estaba viendo era un mural de Brenda González. Admiré, así, sin saber el nombre de la autora, las casi tres mil piezas de cerámica al horno, con cientos de espirales y figuras geométricas multicolores, con pequeños espejos que dan la sensación de movimiento, y con luces que, desde aquel día, dieron vida a lo que en el pasado era un desabrido y tradicional paso peatonal de cemento. Mientras manejaba por la Avenida Barcelona, lancé al aire la misma pregunta que todos los guayaquileños, por lo menos una vez en sus vidas, han arrojado: ¿quién es la culpable de la colorida e imponente obra abstracta, ubicada a pocos metros del estadio Monumental de Barcelona?

Brenda parece extraída de una agencia de modelos europea. Es rubia, tiene unos inmensos ojos limones y pecas en los brazos. Soltera y sordomuda en un país no apto para sordomudos: con pocos canales de televisión que ofrecen, en su programación diaria, el universal lenguaje de las señas; con escuelas, colegios y universidades sin la capacitación necesaria para acoger a personas con este tipo de discapacidad; con una Constitución que reconoce el lenguaje de las señas, pero que no impulsa su educación. Si uno nace sordomudo en el tercer mundo (región que posee el 80% de sordomudos del planeta), tiene todas las de perder.

Nunca ha querido tener un maestro. Lo suyo es el arte por el arte: coger el pincel y pintar lo que su espíritu le sugiera. Una autodidacta por excelencia. Alguna vez, sin embargo, cuando recién estaba dando sus primeros pasos en el arte de pintar sin hablar, sus hermanas (quienes llevan su imagen artística) le colocaron un profesor de arte para “pulir su técnica”. El profesional abandonó cabizbajo la casa de Brenda, por la puerta trasera, casi a patadas, luego de intentar -sin éxito- plagiar el estilo de su alumna predilecta.


Tampoco ha querido aprender el universal lenguaje de señas. Ella prefiere expresarse en sus cuadros, la mayoría de ellos, caracterizados por gozar de una gama eterna de colores. El arco iris completo. El círculo cromático en vivo y en directo. Si sus cuadros hablaran por ella, dirían que Brenda es feliz.

El momento cumbre de su carrera ocurrió en el 2007, cuando el alcalde que ostenta el bigote más grande del Ecuador, Jaime Nebot, visitó la casa de Brenda y le solicitó fabricar un mural en el puente peatonal de la Avenida Barcelona, luego de quedar maravillado en una de sus exposiciones de arte. El diseño final estuvo listo algunos meses después, e inmediatamente se autorizó a un muralista del Cabildo para que comience con la obra. La única que ha permitido masificar el arte de Brenda, la misma que provoca diariamente más de un rostro que, en lenguaje emoticón, sería el de una boca ovalada. Rostros boquiabiertos provocados por el pecado de transitar por la zona donde la plantilla de jugadores de Barcelona tiene su morada.

El mural fue construido con cerámica. Ese fue uno de los pedidos de Brenda: que no se utilice nada de pintura, pues quería evitar la naturaleza efímera de ese material. Su exigencia tuvo un precio digerible: 75 mil dólares y 150 días de trabajo artesanal. Nada más, nada menos.
Finalmente, el 30 de agosto de 2007, el mismo alcalde Nebot fue el encargado de inaugurar oficialmente la obra. Hasta ahora son diez años que el Municipio se ha dedicado a vestir, artísticamente, decenas de viaductos guayaquileños. Y esa fue la primera ocasión en que le confió a una talentosa artista sordomuda una de sus tareas municipales.


En el futuro, Brenda tiene pensado decorar el paso a desnivel ubicado a la entrada a Samborondón, donde reside en un departamento con vista al centro comercial Riocentro Entre Ríos. Por ahora, la idea sigue cristalizada en una foto ficticia: un hermoso dibujo abstracto y azulado que con ayuda virtual fue colocado sobre lo que, en la vida real, aún es cemento. Una pared natural nada coqueta que podría dejar de serlo en caso de que el proyecto de Brenda se concrete.



Su casa es, además, su galería-estudio. El lugar donde Brenda reposa su mano mágica, la hace funcionar para crear algo nuevo y recibe a sus clientes-fans. Ahí se concretan las ventas, le dicen: ` ¡Qué hermoso cuadro!´, `Qué maravilla de textura´, `Perfecta combinación de colores´, y luego, encima, le pagan por los halagos. No tiene una rutina de trabajo. Pinta cuando le da la gana. Y eso, en términos de tiempo, puede ser en la madrugada o al amanecer. Uno, dos y hasta tres cuadros al mismo tiempo. No tiene ninguna influencia artística. No asiste a exposiciones. Sospecha que eso podría embarrar su talento artístico tan innato.

Los cuadros de Brenda no tienen títulos. No le interesa titular sus obras, encerrar el significado de su arte con un nombre, limitar las interpretaciones de sus trabajos. Prefiere la pluralidad de reflexiones en torno a todo lo que hace.

Excepto el único mural que ha hecho, el único que lleva su firma, el ubicado en la Av. Barcelona. A esa obra artística tituló: “Guayaquil de fiesta”. Y uno, luego de enterarse de esa denominación, no puede evitar preguntarse por qué le dio a toda una ciudad un título que representa, más biensu forma de afrontar la vida. Y de pintarla.

*Revista Caras, julio/2010

By Arturo Cervantes with 2 comments

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Últimos días


Año 2050. La Tierra luce como el dormitorio de un adolescente desordenado. La III Guerra Mundial acaba de estallar, los países se disputan las últimas gotas que quedan de agua en un planeta seco y caliente como un horno.

Las mujeres se extinguen a la velocidad de la luz. Quedan pocas, muy pocas. Y esas pocas se niegan a tener hijos. Tampoco quieren saber nada de matrimonio. La raza humana parece condenada a un penoso olvido.

La Ciencia se rasca la cabeza. No hay una sola pareja en el mundo: hablar de amor es hablar en pasado. A un científico neoyorquino se le ocurre exhumar el cuerpo de Petrarca, ese poeta que en el siglo XIV vistió sus versos con una cursilería refinada para su amada Laura.

-Lo traeremos de vuelta a Petrarca. Dará una cátedra de amor que sensibilice al mundo y, así, pueda retornar a su ritmo habitual, con hombres y mujeres que se unan, dispuestos a formar familias. Es la única solución que nos queda, o si no, nos haremos polvo. Créanme: ¡tenemos nuestros días contados!- grita Mark Smith, en una cumbre mundial de científicos convocada de emergencia en EEUU.


La idea de Smith provoca, de manera inmediata, efusivos aplausos en todos los presentes. No se habla más.

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Petrarca ingresa al auditorio. Luce una camiseta roja que lleva impresa el slogan beatlemaniático: “Peace and love”. En su brazo izquierdo lleva tatuado a un Cupido a punto de disparar una flecha de su célebre arco. La noticia del regreso de Petrarca despertó tal interés en el mundo que obligó a Smith a organizar una rueda de prensa previa a la conferencia. El poeta, con esa vestimenta que incluye, además, una gorra echada hacia atrás, es acosado por cientos de flashes que caen como balas en su rostro.

Decenas de reporteros de todo el mundo pelean, con empujones, su derecho a realizarle una pregunta al poeta Petrarca. Una sola.

Periodista de CNN: ¿Amor con arco y flecha? ¿Cómo explicas eso en tiempos como estos, en que Cupido parece haberse jubilado?

Petrarca: Pues qué te diré. Me hallaba yo desprevenido cuando vi sus ojos, esos ojos que “me prendieron”, como consta en uno de mis versos. Fue un 6 de abril de 1327. Un Viernes Santo, un día que “del sol palidecieron los rayos” de este autor compadecido que les habla. La gente, hoy en día, vive muy de prisa. No se deja sorprender por el amor. Yo, en cambio, “sé muy bien que voy tras lo que me arde”.

Periodista de EcuaTV: La revolución del amor ya no está en marcha, ¿por qué?

Petrarca: Es una pena. “Llanto amargo me llueve de la cara” al conocer esa noticia. Y “luego mi espíritu se hiela”. Yo creo que la culpa la tiene Chávez, ese dictador que aún sigue en el poder y que en su país prohibió los besos y abrazos.

Chávez, desde Venezuela, (vía Skype, versión Millennium), se defiende: Tengo 96 años pero estoy más lúcido que un quinceañero. A mí me late que tú eres un imperialista, amigo de todos esos yanquis abominables. Yo prohibí el amor y todas sus manifestaciones porque atentaba contra el Socialismo del Siglo XXI. Mundo, oídme de una vez por todas, ¡o tomamos el camino del socialismo o se acaba el mundo! ¡Patria, socialismo o muerte!

Petrarca: “No soy tan fuerte que la luz resista” las palabras de este hombre imprudente. Yo a Laura la amé. Mirarla fue “mi destino y mi conquista”. Eso mismo le pido a ustedes: miren, alcen la mirada, directito a los ojos. Los poetas renacentistas, como yo, disparábamos a los ojos, matábamos con la mirada.

Periodista de Televisa: Ya nadie consume nuestras telenovelas. ¿Qué haremos, Petrarca?

Petrarca: Si Laura, oh si Laura, fuese protagonista de cualquiera de la programación basura que ustedes transmiten, créanme que yo sería su fan #1. “Se me ha vuelto discorde el pensamiento”, lo sé.

Periodista de Discovery Channel: Ya no hay un solo árbol en el mundo. Todos han sido talados. Tampoco hay animales. Yo ni siquiera sé qué hago en esta rueda de prensa. Aunque, pensándolo bien, todos ustedes son unos animales. Mi trabajo está justificado.

La última frase del reportero de Discovery provoca conmoción en el público. Los gritos se tornan insoportables. Todos discuten. Ya comienzan a repartirse los primeros derechazos, los primeros puntapiés. Los micrófonos y las cámaras salen disparadas por todo lo alto.

Petrarca, cabizbajo, abandona el auditorio. Nadie lo nota. Todos están preocupados en lanzar lo mejor de su repertorio de insultos. Fuera del auditorio, se escucha el ruido que despiden los misiles lanzados. Miles de cuerpos ensangrentados, regado en las calles, comienzan a carbonizarse con un sol apocalíptico.

El fin del mundo ya tocó la puerta.

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sábado, 25 de septiembre de 2010


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jueves, 16 de septiembre de 2010

Endoscopía (parte II)

Y la encontraron. Ahí estaba, relajada, haciendo de mi estomago su feliz morada: una úlcera.
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Sonrió a la cámara cuando la enfocaron. Yo la vi, no del todo, pero algo pude observar de su maquiavélica textura. Lo que pasa es que la enfermera treintañera que me atendió (niños: nunca le sonrían a una enfermera treintañera con un bisturí), cada que intentaba ver el televisor, me agarraba un cachete hasta virármelo por completo, de manera que me impidió ver con claridad la vida animal que, sólo ahora lo sé, habita dentro de mí. “¡Déjame ver la pantalla, no me asusta lo que veo!”, le dije con tono asustado, pero después me di cuenta que, en realidad, nunca llegué a decirlo. Grifo como estaba por la anestesia, tan sólo alcancé a balbucear esas palabras. Lo demás es un relato de un paciente que, si bien es cierto tenía los párpados estirados de par en par, estaba más volado que Papa Noel en Nochebuena (cuando le toca la maratónica misión de repartir regalos a medio mundo. Y lo logra. ¿No sabían, niños, que su demacrado ídolo barbón es un drogadicto por excelencia?).

Bosques rojizos. El inigualable Mar Rojo. Neblina causada, según dicen, por aspirar demasiado humo (chiquillos: nunca apliquen la de Popeye). Culebras negruzcas. Y, casi en el centro de ese panorama magnífico, un cráter. O algo que se asemeja a un cráter. Pero inmenso. A punto de reventar. Una úlcera gigantesca que asustó a todos: “¡Cómo este pelado de 20 años guarda en su estómago cosa semejante!”, chismoseaban las enfermeras. Pero ellas pensaron que, en mi somnolencia, jamás las escuché. Pobres ingenuas.

La expedición fue todo un éxito, si me preguntan. Encontraron a la causante de tanto mal. Lo cual es bueno, por una parte. Y mala, por otra: en pocas horas tengo una nueva cita, y me van a dar más recomendaciones que las que medio planeta le ha dado a Tiger Woods por su naturaleza descarriada. No es mi caso, por supuesto.
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(Continúa con el nuevo régimen de vida)

By Arturo Cervantes with No comments

lunes, 13 de septiembre de 2010

Endoscopía (parte I)

El doctor me lo explicó con un lenguaje jodidamente técnico. Así que aquí va la versión prescolar, para ustedes, queridos niños:
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Mañana mi estómago va a ser mediático. Famoso. Popular. Visto por todos. Exactamente a las 09h00, una mini-cámara será insertada por mi garganta, se deslizará en picada hasta llegar a la boca de mi vientre, y en ese instante experimentaré mi media hora de fama.

El interior de mi estómago en vivo y en directo. En señal abierta, apta para el público en general. El programa se llama: “Endoscopía”, y es una exhaustiva investigación periodística que tiene por objetivo encontrar las razones de un ardor estomacal que, ¡pobre de mí!, me aqueja hace bastante tiempo. Que me hace levantar en las madrugadas. Que me obliga a lanzar muecas y gritos en los lugares menos favorable. Que es más fuerte que yo.
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La cámara en cuestión navegará por un mar llamado "Jugo Gástrico", visitará unas cuántas islas, las analizará y extraerá unos cuantos pedazos de recuerdo. Pedazos que, también, una vez finalizado el viaje, serán analizados. "En busca de una posible úlcera", podría ser un tagline ideal para este programa. ¿Recuerdan las aventuras de los "Thornberrys"? Pues bien, esto será igual de divertido, pero sin tanta pausa comercial y sin la compañía de Darwin, el chimpancé más tarado del mundo. No habrá, tampoco, esfuerzos estúpidos por conseguirle novia a la tortuga George.

Previamente, una inyección me tumbará. Una aguja gigante se introducirá en mis venas y me hará dormir. Yo, en las nubes, grifo como un Papa Noel, mientras otros, en tierra firme, me ven a través de una TV.

Si es que el pulpo Paúl no decide lo contrario, y me levanto después de mi sueño obligado de dos horas, esta historia continuará. Eso quiere decir que les contaré mi experiencia (¡duh!).
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¡Y recuerden, adorables niños, que Barney es gay!

By Arturo Cervantes with 4 comments

domingo, 15 de agosto de 2010

Aquí va:


Jamás se me cruzó por la cabeza: ¿escribir las reacciones que provocó la última crónica que publiqué en SoHo (N°91)? No podría decir que no lo consideré necesario. Simplemente, insisto, ni siquiera se me ocurrió hacerlo.

Pero es necesario.

Talvez porque estoy dando mis primeros pasos en esta carrera.

O porque no es tan sencillo soportar tanta carga. Tantas críticas.

Porque, ingenuo quizás, jamás imaginé que una crónica podría generar tantas llamadas a mi celular, tantas cartas a mi e-mail.

Porque ni siquiera sabía que me leían tanto.

Y, más que nada, porque, al escribir esto, estoy agradeciendo a una talentosa ex periodista, con quien tuve una larga conversación y que me dio esta grandiosa idea.

"Yo quisiera leer una segunda parte", me dijo. "¿Qué pasó después de que publicaste la crónica?".
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¿Pues qué les diré? Mis hermanas no me hablaron por semanas, mis viejos tomaron la misma actitud y algunos amigos me estrecharon la mano y me abrazaron, como si hubiese ganado algún premio importante. Es extraño. Otras crónicas mías han pasado desapercibidas. Es extraño, pero tiene lógica. Los temas que hasta entonces había escrito eran diferentes. No hay que ser un genio del mercadeo para comprender que el tema que me ofrecieron vende.

Cuando decidí dedicarme al periodismo, decidí estar dispuesto a todo. Cualquier tema, si se le da un trato delicado, puede ser periodístico. Cualquiera. Si me envían a tierras lejanas a buscar a Osama Bin Laden, lo hago. Si se trata de entrevistar al abogado del Diablo, ahí estaré, frente con frente, averiguando por qué lo defiende.

¿Por qué acepté la propuesta de la revista: probar los anuncios de la "Zona picante" del diario Extra y escribir mi experiencia?

Primero, porque sabía que la primera persona iba a estar latente. Porque me fascinan las crónicas testimoniales, en las cuales la voz del periodista se siente, y detesto las crónicas frías, con narradores que se creen Dios. Sabía que el tema se prestaba para jugar, para no ser tan serio, para ser irónico. La propuesta, entonces, periodísticamente hablando, me pareció interesante.

Segundo, porque lo hice para una revista inteligente, que utiliza el tema sexual de la misma forma como los griegos usaron el Caballo de Troya. En palabras de Daniel Samper, el editor general, las fotos de modelos famosas en situaciones eróticas ha sido una especie de trampa, pues dentro hay artículos y crónicas muy interesantes, de firmas muy reconocidas a nivel mundial (no me incluyo, por supuesto). Porque no escribiría lo mismo para el diario Extra, el medio al que, justamente, critico de una forma disimulada en la crónica que escribí.

Y tercero, porque aún poseo la virtud (si es que se la puede llamar así) de escribir sin pensar dos veces. Porque, si moriría y me reencarnaría en el cuerpo de un escritor, volvería a escribir lo mismo.
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Reciéntemente, la crónica de un amigo de la U, publicada en la revista de la facultad, recibió más críticas que el anuncio de Obama de construir una mezquita cerca de la "Zona cero". Con un lenguaje desenfadado y un estilo de escritura atractivamente frío, su crónica (una crítica a la idiosincracia de la política de la facultad: el sexo y el alcohol como artimañas para captar los votos de los estudiantes del preuniversitario) dividió a la facultad. Un día, me acerqué donde él y le pregunté cómo se sentía. Antes de su interminable discurso, él sonrió. Es el mismo gesto que me descubro gracias al protector de pantalla de la computadora en la que, nuevamente, si pensarlo dos veces, escribo este texto.

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domingo, 8 de agosto de 2010

El llanto de las armas de Chimbo


El llanto de las armas de Chimbo
Por Arturo Cervantes

Fotos: Omar Sotomayor

El ambiente armero se siente inclusive antes de llegar. Fernando Jiménez, el taxista que me lleva desde Guaranda hasta Chimbo, elaboraba hasta hace poco revólveres. El trayecto es corto, demora alrededor de veinte minutos. El viaje lo amenizan extensas plantaciones de maíz (con trabajadores vestidos a la altura de la moda indígena), tres moteles de nombres risibles ("Tú y yo", "Sol y Luna" y "Venus, la diosa del amor") una que otra tapicería y mecánica automotriz y numerosas casas rústicas, todas rodeadas por el torrentoso río Chimbo.

Para pisar San José de Chimbo es necesario descender. A pesar de sus considerables 2.500 metros sobre el nivel del mar, el pueblo se encuentra en una hoya, lo que hace necesario que Fernando baje su Chevrolet Corsa amarillo por una cuesta empedrada. Esa casualidad geográfica, me regala una generosa vista del cantón que estoy a punto de conocer. Visto desde arriba, este es un pueblo inacabado. La mayoría de sus construcciones están a medio recorrido: sin enlucir, sin pintar, dejando ver sus costuras, sus enormes ladrillos y fierros que brotan de los pilares que las sostienen, así como sus improvisadas terrazas que, en un futuro, podrían convertirse en pisos adicionales. La mayoría de las casas tienen techos de teja, balcones y chimeneas rústicas.

Camino por las adoquinadas calles de Chimbo. Todos los talleres que visito lucen polvorientos, desolados. Los armeros, sin excepción, se refieren a las armas en pasado. Encienden las luces de sus pequeñas fábricas y cuentan historias que, da la impresión, se encuentra a años luz de distancia.

Bajo con la premura propia de cuando se pisa una calle construida en una pendiente. Aplico, cada tanto, los frenos de mis zapatos para no caer de orejas. No tengo intenciones de detenerme en ningún taller hasta llegar a suelo plano, pero un señor vestido con impecable terno y sombrero negro –que, al verme pasar, seguramente nota mi apariencia forastera- me hace cambiar de opinión: "Yo soy Gilberto Mora, el herrero más viejo de Chimbo. ¿Qué desea?, ¿qué está buscando?", me pregunta con voz debilitada. Gilberto, de 86 años, está sentado en una silla de plástico, a la entrada de su local, observando el poco movimiento exterior.

Hace veinte años, las manos de Gilberto fueron las encargadas de hacer gatillos, tubos, cachas y tambores: piezas indispensables para la fabricación de las armas. Haciendo uso del entonces muy empleado querosín, prendía fuego y, con la ayuda de una lima especial y un taladro, daba vida al hierro. Pero nada de eso queda en su taller. Lo único que permanece es lo adquirido en los grandes almacenes de Guayaquil. A Gilberto Mora también se le ocurrió la grandiosa idea de viajar a esa ciudad porteña para comprar materiales de construcción que no existían en Chimbo. Fue el primer chimbeño que pensó de esa forma.

Pero ahora ya no hace nada de eso. Ahora su taller es un museo de reliquias. Todo lo que en repisas y en vitrinas se exhibe, se quedó en el pasado. Rulimanes de todos los tamaños, inmensas tijeras para cortar alambres, cinceles disímiles, resortes de distintas clases, llantas para máquinas, pistones para carretas. Todo, absolutamente todo, está oxidado y polvoriento. Gilberto se quedó en los tiempos del sucre; lo cual es literal: él sigue cotizando sus productos con esa moneda en desuso. Lo cierto es que ya nadie va a su taller. Hace veinte años que dejó de trabajar. Sus días transcurren con relativa tranquilidad. Permanece, la mayor parte del tiempo, sentado fuera de su negocio ficticio, disfrutando la cómoda vida que le han regalado sus hijos: una empleada que cuida de él y de su esposa, y todo el dinero necesario para la alimentación, vestimenta y salud de ambos.


Gilberto Mora

Continúo. Bajo la cuesta. A pocas cuadras del taller de Gilberto, se encuentra el de Isidro Peña. Con 48 años a cuestas, Isidro recuerda la época en la que a Chimbo llegaban clientes de todo el país para comprar sus cotizadas carabinas de cacería. Las compraban camaroneros para espantar a los animales depredadores de sus criaderos; o simples cazadores de tortolitas, conejos, capibaras, venados, loros y monos.

Isidro pronuncia el código que lo identifica como fabricante de armas: ECO70. Para los armeros, las series de ese tipo equivalían a los números de la cédula de identidad. Ese código, validado por el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, era incrustado en las armas fabricadas por Isidro. No es que al Gobierno le importaran mucho los derechos de autor. Lo que se buscaba con esto, más bien, era llevar un control de las armas. Limitar el número de fabricación para los autorizados y que no lo hiciera cualquier erudito sin permiso.

Me retiro de otro taller que -sirvan mis dedos como evidencia- también está bañado en polvo. Me dirijo hacia el barrio Tamban, ubicado en el punto más alto de San José de Chimbo. Esta vez es necesario coger un taxi. Podría ir caminando, pero eso sería un castigo muy despiadado para un costeño que acaba de pisar la región interandina.

Mi objetivo tiene nombre y apellido: Rómulo Sánchez. Desde que llegué a Chimbo, no he dejado de escuchar su nombre. Es, por así decirlo, una leyenda viviente. Es una de las personas a quien se le atribuye la primera escopeta de chimenea de Chimbo. Y es, también, un baúl sobrecargado de recuerdos. Pero esta vez, el abandono se siente mucho más. Nadie responde mis llamados. Así que decido ingresar a las penumbras en las que se encuentra inmerso el taller. Me dirijo hacia una puerta exterior que tiene salida a la casa rústica donde vive Don Rómulo y vuelvo a gritar su nombre, esta vez hasta incluyo su apellido. ¿Quién es?, pregunta la empleada doméstica del señor Sánchez.

Se respira polvo. Se respira historia. Rómulo Sánchez tiene 87 años, habla como el Doctor Chapatín y tiene piel canela. En su taller, además de toda su maquinaria manual (ninguna de sus herramientas de trabajo funciona con electricidad), consta un diploma otorgado en el año 1976 por el Ministerio de Trabajo. En la I Exposición de Artesanías y manualidades del Ecuador, realizada en Quito, una de sus escopetas obtuvo el primer premio. Muchos años más tarde, dándole valor a ese galardón, el entonces presidente de la República del Ecuador, Jaime Roldós Aguilera, prometió llevarlo a Israel para que lo capacitaran en el arte de fabricar armas. Rómulo fue uno de los ecuatorianos que más sufrió cuando supo que el avión en el que viajaba Roldós se estrelló. En ese avión, también murió la ilusión que tenía de pisar suelo extranjero para tecnificar su oficio.

"Yo fui el primer presidente del Gremio de Armeros de Chimbo. Y, durante la presidencia de Guillermo Rodríguez Lara, un intendente que se llamaba José Vaca nos chantajeó diciendo que si no le dábamos 1.000 sucres cada uno (de los 42 miembros del gremio), nos cerraba los talleres", cuenta Rómulo, quien persuadió al grupo que dirigía para que no aceptaran el chantaje del intendente. Éste, como represalia, clausuró todos los talleres, alegando que en Chimbo se fabricaban armas para matar al presidente.

Rómulo Sánchez viajó a Quito, acompañado del entonces presidente del Sindicato de Trabajadores del Guayas, para hablar con el General Rodríguez Lara. Una vez que estuvo ante él, denunció el chantaje. "Pero eso que ustedes fabrican, mata", le reclamó el presidente. "Cierto es, mi General. Pero es para la gallareta, para el montubio", le explicó Sánchez. "A ver, párate allá, trae una pistola, y vas a ver que sí te puedo matar", le retó Rodríguez Lara. Al final, llegaron a un acuerdo: "Mañana anda a las nueve de la mañana al Ministerio de Defensa y retira el permiso para todo tu personal", le dijo el presidente. El sindicalista del Guayas intervino: "Vea, señor presidente, si usted a las nueve no le da el permiso a mi compañero Sánchez, le advierto que somos más de 800 mil trabajadores en todo el Ecuador. Y mañana o pasado podemos estar sobre su palacio. Usted sabe que los monos somos revoltosos".


Rómulo Sánchez

La primera vez que el gobierno retiró los permisos de los armeros de Chimbo, el Ecuador estaba en plena dictadura. La última vez fue en este año.

***
La relación Chimbo-armas comienza en la época de la colonia y termina el 24 de marzo de 2010. En la etapa colonial, los habitantes de esta pequeña ciudad, situada a 14 kilómetros al sur de Guaranda y fundada en 1535, eran los encargados de dar mantenimiento al armamento de los patriotas. "En las Batallas del Camino Real estuvieron nuestros antepasados dando apoyo, reparando los mosquetes y las diferentes armas que se utilizaban en nuestro país", comenta Napoleón Guillén, presidente de la Asociación de Armeros de Chimbo 22 de Abril.

La popularidad herrera de los chimbeños continuó en los siguientes siglos, con la elaboración de herraje para caballos, mulas y burros. Luego vendría la fabricación de armas. Fue, justamente, el tío abuelo de Guillén –Matías Guillén- quien junto a Rómulo Sánchez fabricaron en la década de los 30 la primera escopeta de chimenea de Chimbo. Años más tarde, Napoleón Guillén continuaría con la fama precursora de su familia al crear la primera escopeta repetidora de cinco tiros del país. Para entonces, las armas ya eran uno de los principales ingresos de las familias del pueblo.

Y así fue hasta una nublada mañana del 24 de marzo del presente año, cuando un contundente operativo policial incautó gran parte de las herramientas de trabajo y la mercadería de los armeros de Chimbo. Como era de esperarse, los chimbeños guardaron resistencia y, tras varias medidas de presión -entre las que se incluyó el temporal secuestro del gobernador de la Provincia de Bolívar-, las maquinarias fueron devueltas. Sin embargo, después de aquel día, "la ciudad de Benalcázar" no volvió a ser la misma. Ese fue el último "disparo" del gobierno hacia los armeros, luego de una serie de medidas gubernamentales que terminaron poniendo punto final a su ancestral oficio.

***

Primer disparo. Herida de guerra.

Se da el 30 de noviembre de 2007. El artículo 82 de la Ley Reformatoria para la Equidad Tributaria del Ecuador golpea a los armeros de Chimbo. Las "armas de fuego, armas deportivas y municiones", ingresan al grupo de "consumos especiales" y se les da un 300% de arancel.

"Un revolver de $100; más el impuesto del 300%, llegaría a los $400; más el IVA, $448; y más la ganancia, ese revólver costaría $500. ¿Quién nos va a comprar a ese precio tan elevado?", pregunta Guillén.

Segundo disparo. Casi un traumatismo.

Ocurre el 30 de junio de 2009. Los ministros de gobierno, Gustavo Jalkh, y de Defensa Nacional, Javier Ponce, según Acuerdo Interministerial No. 001, disponen la prohibición del porte y la tenencia de toda clase de armas, "exceptuando a las empresas de guardianía y seguridad privada, hasta que la Policía Nacional inicie la expedición de dichos permisos". Con ello, el mercado de los armeros se vio drásticamente limitado. Desde ese día, sus ventas sólo apuntaron a un sector: a las empresas de seguridad.

Los ciudadanos que ya poseían armas, sin embargo, podían optar por la recalificación de su bien, no sin antes someterse a exigentes pruebas que avalaran la regularidad tanto del arma como del portador. "Esta medida va encaminada a crear mayores niveles de seguridad ciudadana. Esto va a facilitar mucho el trabajo de la Policía Nacional", aseguró, por esas fechas, el ministro Jalkh. Sin embargo, Juan Verdesota, especialista en armas, afirma que "Ellos (los del Gobierno) creyeron que prohibiendo esto iban a aminorar la delincuencia. Pero la delincuencia nunca se va a nutrir de armas hechas legalmente. Deben ser duros con el mercado negro, no con el legal. Ahora todo el mercado lo han acaparado los proveedores clandestinos".

Tercer disparo, el letal.

El 24 de marzo de este año, el gobierno ordena un operativo policial. Centenares de uniformados, con cascos y escudos antimotines, con toletes y pistolas, y, algunos de ellos, con perros policías e imponentes caballos, retiraron la mercadería y las herramientas de trabajo de los armeros de Chimbo. Esa misma noche, el Ministerio de Gobierno ordenó que se devuelva todo lo incautado, excepto los permisos para la fabricación y comercialización de las armas.

Casi un mes después, el 23 de abril (el mismo día en que la provincia de Bolívar celebró 126 años de fundación), autoridades gubernamentales llegaron a Chimbo con un supuesto plan para dar trabajo a los armeros desempleados, pero se limitaron a solicitarles la fabricación de mobiliario para algunas oficinas estatales. Aunque no todos los armeros poseen la infraestructura necesaria para realizar dicha tarea, hay algunos que han logrado adaptar sus talleres para poder trabajar en el pedido. Sin embargo, según Napoleón Guillén, este tan sólo serviría para mantenerlos con trabajo por dos meses. El Gobierno ha dicho que pretende ayudar a Chimbo a convertirse en un pueblo metalmecánico. Pero nadie sabe cómo ni cuándo sucederá eso. Sólo se sabe que, mientras tanto, los ex armeros se siguen sumeriendo en un abandono cada vez más evidente.

*Crónica publicada en la edición #339, agosto/2010, de la revista Diners.

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miércoles, 14 de julio de 2010

Five ways to Dario


Darío Aguirre googlea su nombre y apellido, y se da cuenta que no es el único. Cientos de personas, disperdigadas por el planeta Tierra, también se identifican así. Decide escribirles un mail a unos cuantos. Sólo le responden cinco. Promete visitarlos, y ese tan sólo es el inicio de un memorable “tour homónimo”.

Darío, director y protagonista del documental, tiene 30 años. Lo que llevó a este cineasta ecuatoriano a buscar personas con su nombre y apellido –a través del buscador virtual más famoso del mundo- fue una crisis de identidad. No sabía quién era ni para qué vivía. “¿Es sólo una inseguridad mía o un problema de nuestros tiempos?”, se pregunta al inicio del filme. A esa duda existencial se sumó el hecho de ser un emigrante en Alemania. Extranjero donde quiera que vaya, incluso en su país natal (cada vez que regresaba al Ecuador, se sentía más distante, más desconocido). Desde los veinte años se radicó en Hamburgo para continuar la relación con una alemana que estuvo de paso por el país. Luego de cinco años, se separaron. Y Darío decidió seguir en Europa, pero sólo para demostrarse que lo podía lograr sin ella.

El “tour homónimo” es sólo un paréntesis en su vida. Un experimento de dos meses para conocer cinco tocayos. Se lanza a la aventura: traza en un mapa los recorridos. Son dos países y cinco ciudades. La primera parada es México City. Ahí conoce al primer Darío Aguirre (un psicólogo de voz gruesa y bigote a lo mero mero macho). El siguiente destino es Buenos Aires, donde descubre a otro homónimo: un taxista jubilado que se niega a abandonar su oficio. Luego vendrá Comodoro Rivadavia, una población argentina conocida como “La capital nacional del petróleo”, donde vive un Darío Aguirre dedicado a la milicia. El viaje continúa en Arroyito, localidad gaucha donde un tocayo suyo se desvela todas las noches como guardia de seguridad. Y, por último, en Río Grande, un joven Darío Aguirre tiene un sueño muy argentino, ser un futbolista profesional.

La idea central de la película sirve de enganche. Es original, es atractiva. Darío Aguirre se involucra con sus homónimos, realiza sus actividades, se coloca en sus zapatos. Por momentos, el hilo conductor del documental decae, y eso ocurre cuando se topa con algún Darío Aguirre poco atractivo. En momentos que se espera que otro elemento cinematográfico sostenga el interés por la historia, esto no se da del todo. El soundtrack de la película, por ejemplo, no está a la altura. Largos ratos de silencios incómodos pudieron haber sido musicalizados. No obstante, existe una delicada selección de planos por parte del director.

Darío arriesga su pellejo al contar su vida, es decir, la de un ser anónimo. ¿Qué tanto podría interesar al público la historia de un completo desconocido? Seguramente él nunca se planteó esa pregunta. Tampoco creo que le interese saberlo. Lo suyo es cine como acto catártico, como medio testimonial, de revelación. Sabiendo, de antemano, que su película jamás probaría el éxito taquillero, aprovechó un momento delirante de su vida para hacer cine. “Un viaje en busca de identidad”, podría ser un tagline ideal para esta película. Un viaje que, fácil, podría constar en un diario personal, él decidió llevarlo a la pantalla grande. Y eso es para sacarse el sombrero.

*Esta crítica la publiqué en la tercera edición de la revista de cine Fotograma.

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sábado, 12 de junio de 2010

En un supermercado



Me detengo en un Megamaxi. Una parada, por decirlo de alguna manera, estratégica. Y, sobretodo, obligatoria. A lo igual que un piloto de la Fórmula 1, que ingresa a los boxes cuando el combustible de su vehículo comienza a escasear, yo hago lo propio en un supermercado: ingreso porque sospecho que las fuerzas se me acaban. Necesito cuatro V220. Tengo mucho trabajo y poco tiempo para descansar. Preciso de energía, y eso es posible adquirirlo en botellas de 600 mililitros. A $1.25 cada una, para completar este auspicio sin fines de lucro.


Tengo apuro. La caja express no tiene nada de express, está repleta y se mueve a un ritmo muy lento. Así que hago fila en la número ocho, una caja convencional en la que sólo hay una persona –con un carro repleto de verduras- que me antecede.


- --No puede hacer fila aquí, debe colocarse en la caja express (destinada para un máximo de diez productos)- me dice una señor pasado de años que acaba de colocarse detrás mío.



-- Con todo el respeto, señor, se equivoca. La caja express es una opción, no una obligación. Mis cuatro botellas y yo no tenemos la obligación de hacer fila en la caja express- le explico.



-- O sea que usted hace lo que le da la gana- me replica el Galápagos.



-- No hago lo que me da la gana: no es obligatorio que vaya a la caja express- insisto.



--- ¿Y qué tal si yo me coloco en la caja express con todos estos productos (eran varios, incluidos unos pañales que seguramente usa para su incontinencia y unos calzoncillos de abuelo)?- me pregunta y, mientras lo hace, mueve una bolsa de papel parecida a la que usa el Doctor Chapatín. Por fortuna, él no la emplea para golpear cráneos. Creo.



-- Eso es diferente, porque en la caja express se indica claramente: “DE UNO A DIEZ PRODUCTOS"


No responde más. Le doy la espalda y espero mi turno. Pienso, y al hacerlo, pongo en duda todo lo que afirmo. Quizás el señor cuyo rostro parece papel celofán, tenga razón y yo no deba estar aquí. Mientras tanto, el miembro del clan de la tercera edad grita una y otra vez: “Estos jóvenes hacen lo que les da la gana”. Llega mi turno y le pregunto a la cajera, que había escuchado toda la discusión, si debo colocarme en la fila express por el crimen de cargar tan sólo cuatro energizantes. Su respuesta fue contundente: “¡No, usted sí puede estar aquí!”. Picado, como estaba, le comunico al anciano la respuesta oficial ya que, de seguro, sus muy empleados oídos no alcanzaron a escuchar esa contestación de la cajera que me daba la razón.



-Nunca discuta con una persona mayor a usted, así demuestra su caballerosidad- sentencia el señor de edad avanzada.


Y esa última frase se quedó impregnada en mi oído todo el día. ¿No se debe discutir con una persona mayor? ¿Por qué? El diálogo es la herramienta más inteligente que se ha creado. No creo que las cosas marcharían bien si todos nuestros problemas los arregláramos repartiendo puñetes. ¿Por qué, entonces, no se puede emplear una respetuosa discusión con una persona mayor? Y digo respetuosa porque de esa manera estaba llevando el asunto. Si hay algo que respeto son las canas (no es poca cosa andar por el mundo con ochenta y tantos o noventa y tantos años).


Cuando pienso en palabras, pienso en un medio para expresar inconformidad. Es inconcebible cortarlas y, con ello, aniquilar todo intento de debate, so pretexto de defender las diferencias generacionales. Cuando escucho pensamientos arcaicos de ese tipo, los desecho por la misma puerta por la que entraron. Durante toda la historia de la humanidad (excepto la temporada del Mayo del 68) los viejos se han colocado una corona que no sé qué imbécil les entregó. Cambio y fuera.


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lunes, 24 de mayo de 2010

Francisco Olivares: un ser que acaricia la muerte

Texto: Arturo Cervantes
Fotos: Javier Borja

El que muere, muere. Y, claro está, necesita un ataúd. Pero yo no había muerto. Tampoco tenía intenciones de comprar un féretro y, así, anticiciparme al día en que jale las patas Mi objetivo era netamente periodístico: encontrar al magnate de los ataúdes en Guayaquil. Una especie de Isabel Noboa pero en terreno mortuorio. Cada que entraba a una funeraria guayaquileña recibía la misma respuesta. Aunque con diferentes denominaciones:“Vaya donde Pancho Olivares”, “pase donde el señor Olivares”, “visite a don Francisco Olivares, él es el duro de las cajas para muertos”.


Al igual que casi una veintena de funerarias, la de Francisco Olivares Jama queda a orillas del Hospital Luis Vernaza. Cerca, muy cerca, a la espera de los muertos que, diariamente, entrega el que es considerado uno de los hospitales más antiguos de América del Sur. La Funeraria Olivares tiene 44 años de existencia. Su fundador aún no ha probado los productos que ofrece. Sigue vivo. No ha sido enterrado en cajas de laurel ni de metal ni de plywood. Y eso es raro: la mayoría de los fundadores de los negocios mortuorios aledaños al hospital, ya han muerto y han dejado a sus hijos a cargo de sus lúgubres empresas. En manos de sus herederos, muchas funerarias han quebrado o, según pude constatar, están a punto de quebrar.


Para llegar a la oficina del “Manos frías” Olivares, como algunos lo llaman, primero hay que pasar por el cerro de ataúdes que se ofrecen, que están a la venta. En repisas, una arriba de la otra. Existen dos ambientes bien distinguidos: el espacio donde se exhibe la mercadería -que se encuentra en la parte frontal del local- y la oficina del señor Olivares, ubicada en la parte trasera. Este último, cerrado con paneles de vidrio y con marcos de madera. Al ingresar, la nariz del visitante sufrirá un atentado: la dieta de Francisco incluye diez cigarrillos diarios, de manera que su oficina siempre estará perfumada con nicotina. Cada vez que lo visité inhalé ese perfume que, dicen, es dañino. Siempre: ya sea cuando lo entrevisté de mañana, en la tarde o en la noche. Su negocio, cabe recalcar, está abierto las 24 horas. La razón es simple: los mortales no anotamos en nuestra agenda la fecha y hora en la que moriremos.


La primera vez que vi a Francisco Olivares estaba sentado en su imponente asiento de cuerina negro, revisando papeles, firmándolos. Piel canela, cabeza poco poblada, cabellos que el tiempo ha transformado, de a poco, en blancos y unos pómulos ligeramente caídos. Setenta y cuatro años a cuestas, “bien camuflados”, pensé.


En las paredes de su oficina se exhiben fotos en las que se puede ver a Francisco en diferentes etapas de su vida. Y en diferentes actividades: como diputado alterno en el Congreso Nacional; como agricultor en su hacienda en Juján; como padre cargando en brazos a uno de sus trece hijos.


* * *

Seamos sinceros: nadie planea comprar un ataúd. Esa es la última opción. Primero se reza al Divino Niño, se paga a un chamán, se vive atado a máquinas artificiales de respiración, se ruega al Cristo del Consuelo, y luego, cuando todo eso falla, se compra una caja mortuoria. Así mismo, nadie planea convertirse en un empresario de cajas para muerto. Nadie tiene intenciones de administrar una funeraria, con todo lo que eso implica: tener que ver, todos los días, rostros de desesperación, personas con ojeras y lágrimas en los ojos, y tener que escuchar, siempre, sin excepción, gritos de impotencia, de dolor, palabras de angustia. Ningún niño dice: “Mamá, papá, de grande quiero ser el dueño de una funeraria”. No, eso no sucede, eso nunca ha estado dentro de los planes de nadie. Ni siquiera en los de Francisco Olivares.


Francisco Olivares (segundo de izquierda a derecha) junto a Leonardo Escobar, Julio Coll y León Febres Cordero, en la época en que se desempeñó como diputado alterno, por el partido CFP, durante el gobierno de Febres Cordero.


* * *

Pero sucedió. “Manos frías” Olivares tenía 23 años. En realidad, todavía no era “Manos frías” Olivares, sólo era Francisco. Estaba en un bus, intentando llegar vivo al Hospital Luis Vernaza. Su piel parecía pintada, pintada de color morado. Abría y cerraba la boca con rapidez, como si intentase tragarse el mundo entero, su abdomen se inflaba y desinflaba de forma veloz. Se estaba asfixiando. Todos los tripulantes estaban aterrados. A los pocos minutos, se desmayó. Jaime Pino, un enfermero del hospital y que de casualidad viajaba en el mismo bus, lo cargó sobre su hombro y lo llevó a la sección de Emergencias. Le pusieron oxígeno, le inyectaron Aminofilina y Adrenalina y, después de unos minutos, recuperó el conocimiento. Le salvaron la vida. Una vez más.


En ese instante, Francisco supo que debía tomar alguna decisión radical. Un enfermo de asma en la década de los 60 debía tomar decisiones radicales. Sufría de esa enfermedad desde los 15 años de edad y no era la primera vez que acariciaba la muerte. Al poco tiempo de ese incidente en el bus, decidió que se instalaría en el Hospital. Decidió que viviría ahí, que dormiría ahí, en las bancas de las salas de espera, y, con suerte, y dependiendo de la buena voluntad de terceras personas, hasta podría comer ahí. Lo que no sabía es que, con el tiempo, podría sacar provecho de ese sitio. Atrás quedarían los días de su precaria niñez. Días en los que tenía que vender periódicos, enteros de lotería y bandejas con carnes y pescados.

Pero primero vendrían años muy difíciles. Duros, muy duros. Una vez instalado en el Luis Vernaza, específicamente en la Sala de la Consulta Externa, Francisco observó a su alrededor. Veía enfermos, algunos de ellos con leves recaídas, otros con problemas más serios. Enfermos graves que luego morían. Veía muertos. Los veía a diario: el comerciante de la habitación 14 que se murió de un ataque al corazón; el campesino de la 17, que no resistió a picadura de una culebra; la señora de la 26, que falleció de una pulmonía. Muertos y más muertos que necesitan cajas para ser enterrados.



No fue el primero al que se le ocurrió la idea de ser agente funerario: el oficio ideal para quien no dispone del capital suficiente para abrir una funeraria. En el Luis Vernaza habían ocho jóvenes que se dedicaban a esa actividad. Pero ellos no vivían allí, por lo cual Francisco gozaba de cierta ventaja al ofrecer servicios fúnebres a los familiares de los recién fallecidos. Se trataba de un clan que hacía las de intermediarios entre los dueños de las funerarias y sus posibles clientes. La idea, justamente, era esa: conseguir clientes para las funerarias. Decir “las funerarias”, en la década de los 60, en Guayaquil, suena a muchas. Y eran pocas, muy pocas. De hecho, en esos años, cerca del Luis Vernaza sólo existía un negocio fúnebre: la Funeraria Reyes. Sin embargo, Julio Reyes (+), el dueño, no trabajaba con agentes. Por considerarlos una raza oportunista, el señor Reyes prefería que los clientes tocaran la puerta de su negocio por voluntad propia, sin ayuda de terceros. Pero había otra funeraria. Aunque un poco alejada del hospital, también estaba la Funeraria Alache, ubicada en Chimborazo 920 y Avenida Olmedo. Era manejada por Gustavo Alache. Él sí aceptaba la ayuda de los agentes funerarios, quienes también eran llamados “Los coge muertos”. Él sí necesitaba de Francisco Olivares. Y viceversa.


* * *

Era de madrugada. Llovía salvajemente. Una lluvia de invierno. Todos dormían, menos Francisco. Todos, menos él, se recuperaban de un viaje largo, duro, de seis horas: cinco en un carro station, maltrecho, que parecía que se desbarataba, desde Guayaquil hasta Vinces; y una hora a pie, luchando contra un camino enlodado hasta llegar a un pequeño recinto de la provincia de Manabí. El ataúd, con muerto incluido, había sido cargado por Francisco. Cuando llegaron, como ya era de noche, un familiar del hombre que descansaba en la caja mortuoria les ofreció camas y hamacas para que Francisco y sus acompañantes pasen la noche. Aceptaron la propuesta. Habían pasado algunas horas. Era de madrugada, llovía y todos dormían. Todos, menos Francisco, quien nuevamente estaba morado, asfixiándose, muriéndose en casa ajena. Esta vez no traía consigo las jeringas para inyectarse las medicinas que siempre lo acompañaban. Un residente lo observó, tomó prestado el caballo de un vecino y cabalgó hasta la farmacia más cercana, en un pueblo en el que nada es cercano. Finalmente, trajo las inyecciones y Francisco pudo inyectarse las dos medicinas que cargaba en sus manos. Pasó mal toda la noche. Pero al menos tenía la certeza de que había cumplido a la perfección con la responsabilidad que se le encomendó: el muerto ya estaba en su pueblo natal. Estaba “a salvo”.


Francisco Olivares en una hacienda ubicada en el cantón Simón Bolívar (provincia del Guayas), en uno de sus tantos viajes como “Coge muertos


Al amanecer, el desayuno ya estaba listo. Desayuno para todos. En pleno boom bananero, en la costa, siempre había desayuno para todos. ¿El menú? Un cerro de arroz con pescado frito y patacones; un bolón, grandes rodajas de queso criollo y café. Los dueños de la casa, finalmente, pagaron por el servicio que prestaron los “coge muertos”: ochocientos sucres -en efectivo- y un chancho. “Olivares montó un caballo y se largó con el chancho, que se supone era para todos. ¡Quién sabe dónde estará ese chancho ahorita!”, comenta, entre risas, Miguel Espinoza, uno de los agentes y quien acompañó en esa ocasión a Francisco.


El trato era así: la mitad para los agentes y la otra para el dueño de la funeraria. Por lo general, los agentes viajaban juntos y en esa ocasión, además de Espinoza, Francisco viajó con Santiago Vargas y Juana Minda.

- Siempre se dividían entre todos el dinero, por eso tenían que ir juntos: para ver las ganancias y que no se estafen entre ellos- explica Gustavo Alache, jefe de Francisco en esa época.


En otra ocasión, Francisco Olivares viajaba a Juaneche (provincia de Los Ríos). La tripulación la completaban los agentes “El Brujo” Espinoza y “El Gabo” Ferrusola; Gustavo Alache, un familiar del fallecido y el fallecido. Todos montados en una camioneta Chevrolet, verde oliva, del año 50. El carro se negó a continuar por un camino totalmente enlodado de la vía, y se quedó ahí, parado. No quiso avanzar más. O, más bien, no pudo. Se detuvo bajo una lluvia torrencial. Una lluvia de noche. Nuevamente a caballo. Dos horas de cabalgata hasta llegar al destino final. Incluso los caballos tambaleaban a causa del suelo enlodado, que amenazaba con tragarse todo aquello que se atreviera a pisarlo. Francisco y sus acompañantes pasaron la noche ahí, dándole guerra a miles de mosquitos que habitaban en el sector. En la mañana siguiente les esperaba un pollo entero y mil cien sucres. La mitad para Gustavo Alache y la otra para los “coge muertos”. Esa vez Francisco no escapó con el pollo.


En su época de agente funerario, desde los veinticuatro hasta los veintinueve años, Francisco conoció más sitios que lo que hubiese podido conocer un futbolista pueblerino en toda su carrera deportiva. Olivares dejó muertos en Samborondón, Paján, Quevedo, Balzar, Salinas, Pedro Carbo, Machala, Huaquillas, Esmeraldas, Nobol, Daule, Santa Lucía, y más. La mayoría de viajes, por el mal estado en el que se encontrabanas carreteras nacionales, superaban las cinco horas de recorrido. A ciertos pueblos, como a Samborondón, sólo era posible llegar a través de gabarras. Zarpaba desde el Muelle Cuatro, que quedaba en el actual Auditorio Simón Bolívar (en el Malecón 2000), para cumplir un capricho muy criollo: el del muerto ecuatoriano, que siempre quiere que lo entierren en su tierra natal. Y en una época en la que sólo habían funerarias en las ciudades principales del Ecuador.


Alejandro Romero (sin camisa) es un artesano que fabrica, desde hace 44 años, ataúdes para la Funeraria Olivares.



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En 1966, con 29 años a cuestas, Francisco abrió su primer local, la primera Funeraria Olivares. Y desde ahí no paró hasta llenar toda la ciudad con su apellido. Ese primer local estaba ubicado en las calles Escobedo y Loja. Al poco tiempo lo cerró: “El local era alquilado y el dueño me lo pidió. Entonces me tuve que ir”, cuenta. Comenzó con pocos ataúdes, no más de cinco, y pocos adornos que forman parte de las denominadas “Capillas ardientes”, utilizadas en las velaciones.


Tenía varios agentes, que justamente eran sus amigos cercanos, pero después los hizo marchar.


-Se sentaban en la silla, ponían los pies encima del escritorio. Ferrusola, Espinoza todo ellos, cuando venía un cliente, hacían como si fuesen ellos los dueños de la funeraria. Se cogían la

plata y después no pagaban. Pero siempre cuando Francisco no estaba en el negocio. Olivares les había dado mucha autoridad, mucha

confianza. Él se peleó y los botó. A pesar de que eran sus consentidos, sus amigos- cuenta Gustavo Alache.


Los ingresos que recibió en su flamante funeraria le sirvieron para que, en 1972, viaje a EEUU y se cure totalmente del asma. Actualmente, “El manos frías” Olivares ya no utiliza agentes. Y satisface cualquier exigencia de sus clientes: desde poner salsa, en las carrozas que van camino a los cementerios, para los muertos que en vida disfrutaron de ese ritmo, hasta vender ataúdes exclusivos para las mascotas de Elsa Bucaram.


Tiene mucha destreza para tratar a los familiares de los fallecidos. Con una voz un tanto carrasposa, siempre pronuncia palabras que tranquilizan. “En toda familia siempre hay una persona que está más tranquila. Mi papá siempre habla con esa persona. Él sabe cómo tranquilizarlos, cómo tratarlos. Sabe qué decirles”, dice Viviana Olivares, su hija, quien administra una de las sucursales, ubicada en Durán.


“Mi papá les da a los clientes un trato tan especial, que siempre regresan”, agrega Viviana. Y es cierto, la primera vez que abandoné su funeraria me embargó un pensamiento muy convincente: tarde o temprano, vivo o muerto, tendría que regresar. En efecto, a los pocos días regresé.



*Crónica publicada en la edición 336 de la revista Diners (Ecuador), mayo/2010.

By Arturo Cervantes with 3 comments