Entrevista a Juan Fernando Andrade

Hoy, el diario Expreso (en su edición impresa, no web) sacó un especial denominado "Guayaquil Universitario". ¿La idea? Poner a escribir a estudiantes de Periodismo de ocho universidades diferentes

Dos semanas como reportero del Extra

Cada que cuento que trabajaré en el Extra, alguien intenta asesinarme. Y por cualquier vía. Ya sea llamándome a mi celular, enviándome un mensaje por Twitter o insultándome cara a cara, como Dios manda

¡Los peligrosos deportes inofensivos!

Es una despiadada mentira decir que los deportes mortales son los que te matan. Mi experiencia muy cercana con deportes, aparentemente, inofensivos me lleva a afirmar todo lo contrario

If you are going [...]

Gerry

Cuando terminé de ver esta peli, no sabía si ponerme de pie y aplaudir efusivamente o regalarme (urgente) un fin de semana en un spa

Terminemos el Cuento (2008)

Ya son casi 3 años desde que obtuve el segundo lugar en Terminemos el Cuento: uno de los concursos literarios más importantes del país

sábado, 16 de enero de 2010

Hablas demasiado





Miguel Morales, portovejense de veintidós años. No le hace honor a su apellido. Vive en Quito. Es soltero. Le gusta el rock y el cine. Más por capricho de sus padres que por gusto personal, estudió Finanzas en la Universidad San Francisco de Quito. Terminó sus estudios muy a lo ecuatoriano: con las justas, arrastrando materias, repitiéndolas, adorando a un dios llamado Mediocridad. El día de la graduación se acerca; sus padres, provenientes de Portoviejo, se acercan también, pero a Quito, a vivir su día soñado, el día en que entregarán -en papel de regalo- un nuevo profesional a un país necesitado de ellos.

Miguel no sabe qué hacer con su vida. Lo tiene todo. O, al menos, todo lo que un chico clase media-alta y mantenido podría necesitar: carro, departamento, título universitario, trabajo en una exitosa empresa familiar. Pero Miguel no sabe qué hacer con su vida. Mientras lo descubre, mientras intenta encontrarle un sentido a su existencia, vive sus días a punta de Club Verdes, vaciando botellas de vodka, ingiriendo alguna cosa que lo haga sentir mejor y tirando a placer. ( "A ver. Tengo que respirar. Inhalo. Exhalo. Inhalo. Exhalo. Estoy happy, bien happy. Una botella entre dos, y a capela, no es cualquier cosa").
Nada del otro mundo. Nada que una buena dosis de Finalín no pueda solucionar. Detesta su carrera, ser el “orgullo” de su familia, tener que “ser alguien”. (“En esta vida todos tenemos que hacer algo, que ser alguien, está en el contrato, escrito con las letras chiquititas que nunca leemos y que están ahí para estafarnos”). Pronto todo cambiará, pronto tomará una decisión radical.



En rigor, Clara es su cómplice. La persona con la que hace planes futuros y la que lo ayudará a concretar lo que tiene en mente; la que hará real el bosquejo que Miguel hizo en su cabeza. Juntos intentarán hacer posible lo imposible.


Quien ha leído las crónicas de Juan Fernando Andrade en SoHo o en Diners, o sus dos libros de cuentos, o sus artículos de opinión, o sus críticas de cine, sabe a qué atenerse cuando se topa, frente a frente, con algo que lleva su firma. Sabe que, lo más probable, es que se deleitará con su prosa desenfadada, que se encontrará con decenas de referencias cinéfilas y rockeras, que se tropezará con un ser que grita y, en efecto, y en hora buena para sus lectores, que “habla demasiado”. Se trata de un narrador, crítico de cine y periodista que escribe con garra y desde adentro. Desde Quito, desde la mitad del mundo y, como lo dice el escritor chileno Alberto Fuguet, “desde su territorio”. Hablas Demasiado, su primera novela, es una obra escrita con una pluma que recibe órdenes; órdenes de un escritor que sabe lo que hace y que aprovecha su oficio para vengarse de todo.



"Domingo por la noche, madrugada del lunes. Ninguna promesa. No soy ese man que todos los domingos se promete hacer abdominales, conseguir pelada, dejar de chupar o chupar menos, despertarse temprano y hacerse menos pajas por semana. Compré seis cervezas en el camino entre la casa de Juliana y mi departamento. Pongo la K de Kula Shaker y me pongo a saltar en plan air guitar y a mecer la frondosa melena que no tengo y a cantar a toda madre para un público que no existe, y me adora".



By Arturo Cervantes with 4 comments

miércoles, 6 de enero de 2010

La fábrica de matrimonios



Existen acontecimientos que, en el instante en que suceden, no se los asimila. Al menos no del todo. Se espera que lleguen, son metas que uno se traza y para las cuales se trabaja duro, muy duro, hasta alcanzarlas. Pero, paradójicamente, uno nunca está preparado para que sucedan. Pero suceden. Y cuando eso pasa, a uno no le queda más remedio que esbozar una sonrisa de satisfacción, de deber cumplido.

Son instantes en los que te dices que todo vale la pena. Y te alegras de haber dejado los libros gordos de contabilidad por los obesos de la literatura y del periodismo. Y llegas a una conclusión que presientes es acertada: que ser escritor no es tan estúpido como parece, que hay gente que te puede leer y que, lo mejor de todo, te pueden pagar por aquello que escribes.

Ese instante fueron, en realidad, varios instantes. Primero la llamada de la directora de SoHo Ecuador, advirtiéndome de la posibilidad de que la crónica “La fábrica de matrimonios”, que hace pocos meses envié a la revista, había gustado al directorio y que podía ser publicada. Y luego el hecho: palpar que en la última edición (la No. 85, la de diciembre/enero, en la cual posa casi desnuda Angie Cepeda) mi nombre limita con otros que pertenecen a escritores que admiro como Martín Caparrós, Iván Thays o Fernando Artieda.

Pero bueno, pasó, sucedió, ahí estoy aunque sé que esto es sólo el comienzo, que sigo siendo mal escritor y que me falta mucho, muchísimo por mejorar. El lead de la crónica “Fábrica de matrimonios” –o el “abrebocas”- fue escrito por los editores, y es el siguiente:

Hay un negocio con el que no se juega: casarse. Por lucrativo que pueda resultar, y por mucho que le ayude a un cubano en busca de visa, tiene sus grandes peligros. Encontramos la historia de una mujer que hoy en día es prisionera de una unión por conveniencia.

El resto es mío. La crónica comienza así:

Que en Guayaquil, la ciudad más comercial del Ecuador, “se venden hasta piedras”, lo sabe todo guayaquileño. En ese lugar existe, sin embargo, una joven que vende algo más insólito que eso: su estado civil a cuanto cubano -prófugo de la dictadura de Castro- se cruce por su camino. Al poco tiempo se divorcia para, después, volverse a casar con un isleño diferente. ¿Puede una persona vivir, todo el tiempo, cambiando su estado civil?

Laura Castillo me tiró el teléfono (exagero, sólo presionó el botón rojo de su móvil que da por concluida una conversación) seis veces antes de aceptar ser entrevistada. Previamente me advirtió –aun desde su celular- que no saldría del anonimato. Al día siguiente, cuando cruzamos por primera vez miradas, me lo volvió a recalcar. Después de dos semanas de diálogo, Laurita –como la llaman sus amigos- aceptó que las cinco letras de su nombre sean escritas sobre papel. Y que sean publicadas.

“Me casaba y, después de algunas semanas, me divorciaba”, cuenta Laura –ecuatoriana, de 22 años- con la misma naturalidad con la que le da un primer sorbo al jugo de naranja que acaba de preparar en la cocina de su pequeño departamento. Laurita sabe que si no fuera por su habilidad para cambiar la mayor cantidad de veces –en el menor tiempo posible- su estado civil (eso, en lenguaje empresarial, es ser eficiente), su novio aun estaría con ella.

Y bueno, eso es lo que puedo mostrar. Si quieren leer la crónica "Fábrica de matrimonios" den click aquí.

By Arturo Cervantes with 6 comments

¿Perro que ladra no muerde?



Es posible que mi odio hacia los animales se remonte al día en que presencié el rompimiento del célebre dicho que reza en el título de este post. Dicho estúpido, sin fundamento científico y, lo peor de todo, falso. Muy falso. Una cicatriz de infancia, que hasta la fecha sigue intacta, puede atestiguarlo todo.

Tenía once años pero jugaba fútbol con individuos cuyas edades promediaban los trece. Si en un mundial de fútbol, la única razón para que se detenga un partido es la imprevista presencia de un nudista en mitad de la cancha o de un fanático que lo único que quiere es un abrazo de Kaká o de Messi o de un depredador de árbitros o de técnicos o de futbolistas o una metamorfosis de todo eso junto, en la cancha que quedaba a pocas cuadras de mi casa, la terrorífica presencia de un pastor alemán era capaz de paralizar cualquier jugada, de impedir cualquier intento de gol. A su dueño, un tipo gordo que tenía el rostro adornado de espinillas y que disfrutaba soltando a su gigantesca mascota de su cadena, no le era permitido jugar fútbol con nosotros. Él se vengaba y jugaba un deporte que poco tenía de divertido, presenciando y siendo el culpable de una escena casi cotidiana: niños que corrían por salvar sus vidas, trepándose a los árboles, a los arcos de fútbol o a los muros de una solitaria glorieta.

Aquella mañana, yo, que por mi estatura no podía trepar árboles ni arcos de fútbol ni los muros de ninguna solitaria glorieta, pensé que, en cambio, sí podría correr y de esa forma escapar de unos sucios dientes que me buscaban. Pensé mal.

Corrí. No como negro, pero sí a una velocidad considerable para mis once años. Sin embargo, el perro lo hacía aún más rápido que yo. De repente, en mi cabeza se dibujó una imagen muy pero muy racional: estaba a punto de convertirme en hueso canino. Consciente de que pronto sería superado en velocidad, decidí correr hacia uno de los arcos de fútbol, donde estaban trepados tres amigos míos. Ellos me extendieron una mano (lo cual es un decir pues fueron seis manos las que, simultáneamente, intentaron elevarme). Medio cuerpo arriba, la pierna derecha totalmente alzada, totalmente a salvo. Sólo faltaba mi pierna izquierda. Intenté alzarla, intenté salvarla, pero el movimiento fue torpe, excesivamente lento o -al menos- lo suficiente para que la bestia salvaje pegue un brinco estilo “canguro”. Y muerda un buen pedazo de muslo humano. Quizás le dio asco el mal sabor que seguramente tenía a causa del sudor, pues lo soltó al instante, para mi suerte.

Lo demás es asunto que compete a la medicina, ciencia que se dedica a curarlo todo: inclusive piernas víctimas de un perro que ladró. Y que mordió.

By Arturo Cervantes with 1 comment