Entrevista a Juan Fernando Andrade

Hoy, el diario Expreso (en su edición impresa, no web) sacó un especial denominado "Guayaquil Universitario". ¿La idea? Poner a escribir a estudiantes de Periodismo de ocho universidades diferentes

Dos semanas como reportero del Extra

Cada que cuento que trabajaré en el Extra, alguien intenta asesinarme. Y por cualquier vía. Ya sea llamándome a mi celular, enviándome un mensaje por Twitter o insultándome cara a cara, como Dios manda

¡Los peligrosos deportes inofensivos!

Es una despiadada mentira decir que los deportes mortales son los que te matan. Mi experiencia muy cercana con deportes, aparentemente, inofensivos me lleva a afirmar todo lo contrario

If you are going [...]

Gerry

Cuando terminé de ver esta peli, no sabía si ponerme de pie y aplaudir efusivamente o regalarme (urgente) un fin de semana en un spa

Terminemos el Cuento (2008)

Ya son casi 3 años desde que obtuve el segundo lugar en Terminemos el Cuento: uno de los concursos literarios más importantes del país

lunes, 25 de julio de 2011

Entrevista a Juan Fernando Andrade

Hoy, el diario Expreso (en su edición impresa, no web) sacó un especial denominado "Guayaquil Universitario". ¿La idea? Poner a escribir a estudiantes de Periodismo de ocho universidades diferentes. Parece poco, nada. Pero es mucho, demasiado. Hay ganas, muchas ganas veinteañeras de escribir pero no siempre el espacio para hacerlo.
Se tratan de 20 páginas escritas, fotografiadas y diagramadas netamente por futuros periodistas.

Salud por el Expreso y esta iniciativa pro-juventud en plenas fiestas julianas. Aquí mi aporte, una entrevista a Juan Fernando Andrade, escritor-periodista-pana-músico-cinéfilo y, sobretodo, parte de esta nueva generación de plumas que está dando mucho de qué hablar:


Juan Fernando Andrade: el abanderado de la nueva ola de escritores criollos




Sólo que él no se considera el abanderado. Y eso que, hace poco, reunió en un libro de cuentos, denominado “Todos los juguetes” (Dinediciones, 2011), a los diez autores sub-35, quizás, más talentosos del país. Y eso que su novela “Hablas demasiado” (Alfaguara, 2009 y Punto de Lectura, 2010) ha sido catalogada por la crítica como el punto de partida de la nueva narrativa ecuatoriana. Es una generación muy auspiciada. Siempre se anuncia su llegada. ¿Ya llegó?, le pregunto para iniciar esta entrevista.



JFA: Siempre la estamos esperando. Los escritores ecuatorianos vivimos con esa paranoia ridícula -pero real- de pensar que capaz uno puede ser ese escritor que la gente tanto espera.

Algunos dicen que ya llegaron y que están en “Todos los juguetes” (Andrade fue el editor). Ese libro reúne a escritores jóvenes con voz propia. Son escritores de oficio. Escritores que han ganado concursos, que publican en revistas. Gente joven que se la toma en serio.

No me importa cómo nos llamen, cómo nos bauticen, cómo nos cataloguen mientras exista gente que conecte con lo que escribimos. Cada uno escribe por su lado. Sin embargo, hay cosas que tenemos en común, cosas que nos afectan a todos porque han pasado mientras estamos aquí, en el mundo.

AC: El periodista Francisco Santana dijo que esta es “una generación que escribe de adentro hacia afuera, sin lenguaje rebuscado, sin pensar en las buenas costumbres o en lo políticamente correcto”. ¿Buscan hacer ruido?
No nos pusimos de acuerdo para escandalizar al Ecuador.
No escribimos para caerle mal a nadie, pero no vamos a hacer nada, absolutamente nada, para caerles bien. Si esas son las opciones, esta generación prefiere caer mal, en la medida en que eso signifique abrir cancha a nuevas voces, propuestas y realidades.

Es una generación que no quiere ocultar nada. Una generación cuyos héroes no son los que triunfan sino los que fracasan y siguen.

AC: ¿Aquello da para que los dinosaurios literarios piensen que son “inmorales”?
JFA: Si alguien cree que somos inmorales, irrespetuosos o desubicados, aquello viene de los valores que tengan ellos, no nosotros. Escribimos lo que vemos, lo que nos atraviesa, lo que nos golpea, lo que nos divierte, lo que nos parece verdad. Chocamos, es cierto. Hay gente que no nos quiere, es cierto. Para muchos simplemente somos niños alienados que quisieran ser gringos, europeos o cuando menos argentinos, es cierto. Pero estamos, existimos, somos. De a poco juntamos voces y nos convertimos en un coro. Quien no quiera escucharnos puede bien dar la media vuelta y seguir con lo suyo. Pero nadie nos puede remover, es demasiado tarde para eso. Ojalá alguien nos llamara punks.

AC: ¿La generación actual necesita “calle” para escribir? O sea, ¿chupar con los panas, meterse, de vez en cuando, una que otra sustancia ilegal y levantarse una chica en un bar para plasmar todo eso en la literatura?
JFA: Sí, pero eso también lo hacía Allan Poe hace 100 años; Henry Miller hace 80 años; y Bukowski hace 40 años. No es realmente nada nuevo. Si lees a Medardo Ángel Silva también vas a encontrar eso. Y si lees los cuentos de José de la Cuadra no vas a encontrar cocaína -porque no había en esa época- pero sí una gran cantidad de alcohol y excesos. En Los Sangurimas ves todo eso, por ejemplo.

Hay gente que lee mi novela (“Hablas demasiado”) y me pregunta: “¿En serio la juventud es así?”. Y sí, pues. Uno se encuentra con las drogas en las calles, en cualquier fiesta, en cualquier bar. Están ahí.

A mí me interesa escribir sobre las cosas que siento cercanas. Las drogas son parte de nuestro entorno diario. Y uno hace cosas a veces bajo la influencia de ellas. Las drogas te brindan experiencias sensoriales, sociales o incluso sentimentales y románticas que te pueden servir para crear un libro.

Pero no sólo inyectamos nuestra literatura de “calle”. También nos influenciamos de música y de cine. Yo me inspiro mucho con las películas de Woody Allen o con las letras de Nirvana.

AC: ¿Cómo nació “Hablas Demasiado” tu primera y única novela, que, según algunos críticos, inaugura la nueva narrativa ecuatoriana?
JFA: Yo escribí mi novela para vengarme. Yo hubiese querido leer un libro como el mío a los 15 años. Quería vengarme de mis profesores de literatura. Vengarme de este concepto de la literatura como algo “elevado”, “distante”. Yo odio esa pose intelectual que hace pensar que uno, porque escribe, es superior a los demás. Para mí ser escritor es un oficio, como cualquier otro.

Hay una frase de Woody Allen en “Annie Hall” que dice: “Los intelectuales son la prueba de que uno puede ser un genio y no tener idea de lo que pasa alrededor”. Puedes conocer a un tipo que se ha leído todos los volúmenes de Tolstoi, pero resulta imposible que se levante a una chica en una discoteca.

En el colegio, a mí me hacían leer cosas que no tenían nada que ver conmigo, con lo que me pasaba. Leía esos libros y me decía: “¡Estos manes ni siquiera hablan como yo!”.

AC: ¿Te rebelas contra el mundo de los adultos?
JFA: Sí, pero con el mundo de los adultos que dice que a los 30 años debemos tener dos hijos, dos carros, casa con piscina porque o si no, no eres nadie. Creo que ese es un estándar de éxito válido, pero no el único.

AC: ¿Cuál es el estándar de éxito válido para tu vida?
JFA: Yo tengo 30 años y no tengo ni perro ni casa ni carro pero tengo una banda de rock. Para mí eso es mucho más valioso que cualquier otra cosa. El estándar de éxito es acercarse a lo que uno soñó para su vida, a lo que uno siempre quiso ser. Cuando yo tenía 15 años, tomé la decisión inconsciente de ser escritor y yo a ese pelado le estoy cumpliendo día a día.




*Entrevista publicada en el diario Expreso, 25/07/11, Año 38.

By Arturo Cervantes with 4 comments

domingo, 17 de julio de 2011

Dos semanas como reportero del Extra

1Cada que cuento que trabajaré en el Extra, alguien intenta asesinarme. Y por cualquier vía. Ya sea llamándome a mi celular, enviándome un mensaje por Twitter o insultándome cara a cara, como Dios manda. He tomado la polémica decisión de laborar, por dos semanas, en el diario más sanguinario del Ecuador y, la verdad, no sé si podré permanecer de pie frente a un cuerpo mutilado, si tendré el valor para entrevistar a familiares que guardan duelo o si lograré mantener los ojos abiertos por madrugadas enteras, en espera de que ocurra una noticia.

Primer día, 08h30. El sol cae en las cabezas como un piano. Me presento en la sala de redacción del diario en Guayaquil. Realizo un inventario rápido del lugar: 28 computadoras, 3 oficinas, un montón de diarios del día, 2 ceniceros de metal, un dispensador de agua, varios posters con las chicas de los “Lunes Sexy” (sus pezones tapados con estrellitas), dos televisores que siempre sintonizan noticieros.


-Para que nada de lo que vas a ver te afecte, debes entender que este es un negocio. El muerto es tu mercadería. La desgracia de otros es nuestra noticia- me dice, a manera de bienvenida, Bryan Hidalgo, joven reportero del Extra.


En teoría, existen tres horarios de trabajo: de 07h00 a 15h00; de 15h00 a 23h00; y de 23h00 a 07h00. En la práctica, los reporteros tenemos una hora de entrada, pero no de salida. Todo depende de qué tan movido se muestre el día. Le pregunto a Henry Holguín, editor general del diario Extra, por el horario con más acción, el menos flojo, y él fabrica una respuesta tan obvia que me siento pendejo: “Los muertos no tienen hora. Se mueren cuando les da la gana”.


Está decido: durante mi no tan breve estadía por este medio impreso tan señalado, tan acusado, pero, aún así, tan vendido, me pasearé por todos los horarios. Inclusive por aquellas horas que la mayoría destina para descansar y otros, algunos bastardos quita-vidas, nuestros “socios”, para bañar de sangre la ciudad. ¿Alguien dijo miedo?


El resto del día permanezco en el diario. No salgo a las calles guayacas, donde las papas siempre queman. Converso con Holguín, colombiano radicado desde hace 48 años en el país y la cabeza principal de este rotativo que salió a la luz en 1974. Aquí todos lo llamamos “Jefe”. Él, en cambio, y en un intento de disimular lo difícil que le resulta memorizar mi nombre, me llamará “SoHo” de aquí en adelante.


De repente ingresa, a la oficina de Holguín (que tiene colgada en su puerta un letrero amenazante que reza: “NO USAR LA COMPUTADORA DEL EDITOR SIN PREVIA AUTORIZACIÓN”) Wilfrido, el diagramador del Extra, un tipo que siempre recibe golpes cariñosos para que acelere su trabajo y no se distraiga en Facebook.


-¿Le tapo las chichis a la man de la portada?- le pregunta Wilfrido a Holguín. Se refiere a una esmeraldeña que aparece con una camiseta mojada (por debajo: sus pezones visiblemente descubiertos) en un frenético carnaval en Quinindé, Esmeraldas.


-No le tape nada. No sea curuchupa- le replica Holguín.


Holguín es, por mucho, el tipo que más sabe de crónica roja en el Ecuador. En Colombia dirigió dos diarios sensacionalistas y está a cargo del Extra desde 1988. El mismo día que asumió el cargo de editor general del diario, el Extra dio un giro de 180 grados. Con él, los muertos saltaron a la primera página; con él, los cuerpos femeninos se destaparon y con él, también, las ventas subieron en un 600%: en sólo dos años, el Extra pasó de vender 17 300 ejemplares diarios a 112 602. Este era un negocio rentable, estaba confirmado.



Por estas fechas, en las que juego a ser cronista rojo, el diario imprime 350 mil periódicos todos los días. Y, lo más importante, los vende como si se tratasen de panes recién salidos del horno. Eso a pesar de que, en los últimos cuatro años, se ha introducido una política editorial más cautelosa, que ya no exhibe cadáveres en un estado muy crudo. El Extra se ha convertido, para la clase baja y media ecuatoriana, en una suerte de desayuno indispensable. “Puede faltar la librita de arroz, pero el Extra nunca”, me comentó el taxista de venida.


2Decir que el Extra es un gran negocio puede ser tan obvio como asegurar que después del día viene la noche. El asunto va mucho más allá: se trata del único diario ecuatoriano que, en plena crisis del papel, no ha disminuido sus ventas. Algunos diarios “serios” del país se han visto obligados a sacar una línea adicional sensacionalista. Actualmente, todos los canales de TV publican noticias de crónica roja y han decidido darle micrófono al pueblo, en los tan señalados noticieros comunitarios. Este es un fenómeno tan masivo como menospreciado.

Todos los medios han adoptado una fórmula segura, en cuanto a resultados económicos: colocar en pantalla a individuos a los que, en vida, nunca se les prestó importancia. Se ha conformado, además, una suerte de tribuna de lamentos en la que los televidentes y lectores ecuatorianos pueden quejarse tanto por la basura que se acumula en su barrio como por el no-pago de pensión del marido irresponsable. Los medios como intermediarios entre el pueblo, los municipios y el Estado.


Llevo cinco días aquí y no he visto ningún muerto. Eso es grave, créanme. Y no solo eso, también es extraño. Sobretodo en Guayaquil, una ciudad que registra un promedio de casi 2 muertes violentas por día.


-Así pasa a veces. Hay temporadas de sequía, brother -me dice un colega rojo-. La cosa, aquí, es por temporadas. Hay temporadas de violaciones, de robos masivos, de crímenes pasionales...
Hasta ahora, me he turnado en el horario de la mañana y en el de la tarde-noche. El recorrido, a bordo de una Toyota Land Cruiser vieja, del 83, con chofer y camarógrafo incluidos, siempre es el mismo: primero nos detenemos en la morgue del norte de Guayaquil y, luego, en la instalaciones de la Policía Judicial (PJ). Ese, cuando no pasa nada interesante en las calles, es una especie de tour-diario-preestablecido-invariable.





En la morgue y en la PJ, la misma pregunta de todos los días a los oficiales que vigilan la entrada: ¿Qué hay de nuevo? Y nunca hay nada de nuevo. O casi nada. Sólo pequeños robos, peleas intrafamiliares, secuestros express, estafas menores. Ningún hecho grave que merezca estar en la portada del diario. Ningún suceso digno de asignarle algo más que un pequeño recuadro en el interior del periódico. Ningún muerto: la materia prima más importante de esta industria sensacionalista.

3Al séptimo día, decido probar suerte en el horario de la madrugada. El más peligroso, de paso. El de mayor adrenalina, por lo tanto. Cronista rojo que se respete, ha pasado noches en vela, pegado a una radio maltrecha que detecta frecuencias de la Policía Nacional, esperando escuchar alguno de los códigos que estos periodistas ya han memorizado, como si se fuesen líneas del Padre Nuestro. Si uno escucha un 512, por ejemplo, eso significa que hay un incendio. Un i69, ocurrió un accidente de tránsito. Un 1245, asalto o robo. Y un 804... la gloria, el cielo, el número capaz de salvar la noche e, inclusive, de resguardar el puesto de trabajo. Cuando uno escucha ese código, significa que alguien acaba de morir.

Son las 02h37. Me acompaña José Morales, el único reportero que labora en este horario en el que uno puede ser testigo del amanecer. Carga unos lentes de miope y un peinado inamovible, a prueba de lluvia. Con su voz de locutor deportivo, le pide al chofer que nos lleve a la PJ. Y esperamos. Eso es lo que uno hace cuando no sucede nada: esperar.


Y encontrarnos con más reporteros de crónica roja de otros medios. Al llegar a la PJ, observo seis camionetas de diferentes canales y periódicos estacionadas. Todos los reporteros y choferes están reunidos en el balde de una Chevrolet Corsa plateada. Se respira un ambiente de camaradería. José me presenta al grupo. Les explica en qué consiste mi fugaz pasantía. Siempre andan juntos y han formado una suerte de escudo: se protegen de cualquier peligro, se apoyan brindándose información. Nadie busca la exclusiva. El que intenta conseguirla, es llamado “Come-solito” y marginado para siempre del grupo.

El resto de horas ociosas estos reporteros colorados las matan contándome historias de muertos: que sí, que recién vieron un cadáver que tenía los ojos abiertos y los brazos estirados, apuntando al cielo; que sí, que los ahogados apestan como ningún otro y que, cuando se descomponen, flotan; que sí, que una vez vieron a un vagabundo que lo decapitaron y luego lo echaron en la Perimetral.


-¿Aún les afecta cuando les toca ver un muerto?- les pregunto a todos, en manada.


-Para mí ver un muerto es como ir a una fiesta y encontrarse con caras conocidas. Un muerto más, un muerto menos- me responde un camarógrafo de RTS de barriga abultada. Luego le da un primer mordisco a la hamburguesa bañada en colesterol que acaba de comprar en una carretilla cercana.


-Ya uno se acostumbra. Incluso acostumbra su nariz al olor a muerto. ¿Has olfateado alguna vez el tufo que expiran los muertos? Es fuerte. Es capaz de impregnarse en tu ropa todo el día- me cuenta un reportero de tez canela de El Universo.


No, aún no he visto muertos. Un suceso extraño y hasta histórico, tomando en cuenta que ya llevo siete días en un diario que vive de ellos. Justo cuando estoy a punto de perder las esperanzas de ver uno siquiera, un reportero recibe una llamada. Dos vehículos chocaron en el Km 19 de la Vía a Daule. ¿Hay muertos?, pregunto desesperado. Eso todavía no se sabe. Hay que ir, volar, al lugar de los hechos, para averiguarlo.

En el camino, no sé por qué, recuerdo una de las tantas frases de Holguín, esa de que un buen reportero debe estar preparado hasta para cubrir el funeral de su madre.

Son las 03h46. Al llegar, examino, rápidamente, la gravedad del accidente: un Hyundai Terracan a un costado de la vía, sin parabrisas, sin pasajeros. Huyeron. Un poco más allá, una Luv D-max que seguramente era nueva, pero que ahora luce como un acordeón. En su interior, un anciano apachurrado por los fierros, aún vivo.

La gente está amontonada, presenciando el drama. Media hora más tarde, después de la prensa, llegan los bomberos. El maratónico rescate del señor regado en sangre demora treinta minutos más, con gritos y aplausos incluidos. Todos los moradores del sector se desesperan por salir en las cámaras, por colocar su voz en mi grabadora. Todos quieren hablar, incluso aquellos que llegaron tarde y no vieron el choque. Todos desesperan por su minuto de fama. Un señor alto y con una cicatriz en su rostro saprovecha la oportunidad para quejarse de que en su barrio no hay una carpa policial. ¿Todo lo que dije sale mañana en el Extra?, me pregunta una señora de cabello maltrecho y en pijama. Viendo el interés popular, uno entiende por qué este diario es tan requerido.

Regreso a la redacción. Escribo la noticia que nunca sale publicada. No hubo ningún muerto, y eso ya es mucho. El criterio editorial muchas veces lo exige. Es como si a un pesquero subcontratado se le asigna la misión de pescar en una lancha y, luego de varias horas fracasadas, regresa donde su jefe con la red vacía, sin pescados. Así mismo, uno no puede acercarse donde el editor y decirle: “Sabe qué, no encontré nada. Resulta que hoy nadie murió”. La mañana inmediata, que yo destino para dormir, me invade un pensamiento vampírico: quiero sangre. Quiero ver un muerto.

4Al treceavo día, en el interior del diario, ya es oficial: debo ser uno de los reporteros del Extra con más larga racha sin ver un muerto. Un Record Guinness me quedaría corto. Un cronista rojo que no ve sangre se siente tan ridículo como un gorila rasurado. Y experimenta, también, la misma frustración de un bateador que no ha conectado ni un solo tiro.


En tan sólo dos días mi pasantía expirará. Si no fuese porque el periódico cuenta con 30 corresponsales repartidos en todo el Ecuador y en algunas ciudades de España, EEUU e Italia, y porque otros colegas, aquí en Guayaquil, en otros horarios, sí han cubierto asesinatos y homicidios en estos últimos 13 días, el Extra hace rato ya hubiese quebrado. Si dependiese de mi “buen” ojo para ver cadáveres, hubiese llevado al diario a la banca rota.

Me percato que el día de hoy, todos en redacción fueron inyectados con una pequeña dosis de euforia: ya tienen lista la portada de la edición que circulará en pocas horas, a las 7 pm. Se trata de una foto extraída del Facebook de quien, en vida, fue una diseñadora gráfica. Por segundo día consecutivo, esta noticia ocupará primera plana. Fue degollada, junto con su hija de seis años, por su esposo esquizofrénico. El asesino de manos frías utilizó un alambre y un cuchillo. “¡PARECÍAN UNA FAMILIA FELIZ!”: así decide titular Holguín esta nota periodística, en la primera página. Y, para acompañar el título, dos fotos extraídas de la red social: la pareja con su hija disfrutando de un paseo en un buque; a un lado, la misma familia cenando tranquilamente en un restaurant. “Dame un Facebook y te armaré un periódico”, grita emocionado Juan Manuel Yépez, coordinador general del Extra. Todos lo escuchamos.

Esa no es la única artimaña que utiliza el diario para cumplir, fielmente, con el slogan que satura algunas radios, vallas de camiones repartidores y canales de TV. Ese que asegura que el “Extra: Informa primero y mejor” y que “El Extra es el Extra”. En ocasiones, los periodistas le piden a la señora que saca copias, frente a la morgue que, cada que un familiar de una víctima se acerque para realizar una reproducción de la cédula de un fallecido, reserve un duplicado para un periodista del diario. A veces, hasta toca llorar frente a una persona que acaba de perder su hijo. Darle el pésame, consolarlo y, luego, poco a poco, lograr que dé declaraciones. Que hable. A veces, se acosa a los policías y jueces, con decenas de cámaras y grabadoras, para que digan algo. Todo vale. Sobretodo si se quiere permanecer en la cima como el periódico más vendido del país. Se puede recurrir a cualquier sapiencia criolla, aquella que no enseñan las escuelas de periodismo. Esas que, cuando piensan en el Extra, piensan en la peor de las malas palabras.


Yo, por mi parte, recibo la noticia más esperada de mi fugaz carrera sanguinaria: una pareja fue encontrada muerta en un departamento en el centro de la ciudad. Me toca cubrir la noticia. El mensaje del suceso me llega a la hora del almuerzo.


-Estos muertos no respetan ni la comida de uno- se queja, de manera burlesca, un fotógrafo de nariz chata. Enseguida nos montamos en la camioneta que, por contener el logo rojo de la empresa, todos regresan a ver en las calles como si se tratase de un demonio con llantas. Con recelo, con miedo.

5Estamos en camino. Karina Medina, la reportera de la tarde que me acompaña, pellizca mi brazo izquierdo cada que observa un auto escarabajo. Se trata de un clásico-juego-infantil que, dada la circunstancia, no logro entender con qué ánimo alguien podría recurrir a él. Karina luce despreocupada mientras escucha “Just the way you are” en su BlackBerry. Es una niña de 22 años que se convierte en adulta cada que le toca ver cadáveres: frente a un cuerpo demacrado, actúa con soltura y muestra nervios de acero. Pero, por ahora, juega. Me acaba de quitar mi libreta que registra toda esta historia y amenaza con leerla. Luego de unos cuantos forcejeos, me la devuelve. Mi brazo luce morado. Llegamos.

Toda la prensa está agolpada en las afueras del edificio en el que ocurrió el crimen. Decenas de curiosos hacen lo mismo. Sólo viendo a toda esta gente amontonada uno comprende por qué el Extra vende tanto. No importa cuánto querían a las víctimas o cuánto las odiaban o si no las conocían. La muerte es un espectáculo. Y un negocio. La puerta de ingreso a la recepción está cerrada. Los agentes de Criminalística dieron la orden de cerrarla. Nadie puede ingresar al piso 12, en el que se halla la pareja asesinada (él, de 54 años; ella, de 58).

Unos dicen que fue un “lío de faldas”. Otros, que se trató de un “ajuste de cuentas”, por deudas no canceladas a unos chulqueros colombianos. Los familiares se niegan a hablar y, misteriosamente, ninguno de ellos ha derramado una sola lágrima siquiera. Misteriosamente, ningún policía, ningún fiscal, acepta dar declaraciones. Misteriosamente, el levantamiento de los cuerpos ha demorado alrededor de 4 horas. Demasiado. Misteriosamente, una de las víctimas, dicen, pasó de la noche a la mañana de ser un comerciante de calzoncillos y medias en la Bahía a ser un empresario con un capital majestuoso. Finalmente, los cadáveres son trasladados a la morgue, donde pasarán la noche. Mañana se les realizará la autopsia de rigor.

Regresamos a la sala de redacción y escribo, junto con Karina, la notica con todas las versiones obtenidas: la manera más inteligente de no meter en problemas al diario cuando se presentan crímenes como estos, oscuros. Uno escribe y, la verdad, no es tan consciente de que el día de mañana lo leerá un número equivalente a la cifra que registra el Monumental de Barcelona cuando se llena. Multiplicado por cinco. Uno escribe, y lo hace siguiendo las instrucciones de estilo dadas por los editores: utilizar un lenguaje coloquial, intercalar declaraciones hechas por terceros con la narración, en sí, del periodista, comprobar diez mil veces si la información que se maneja es verídica, colocar un título, un subtítulo y hasta un antetítulo, darle importancia a lo que haya dicho el “pueblo”.

La noticia sale publicada, en portada, bajo el festivo titular: “¡MUERE OTRA PAREJA DE ESPOSOS!”, en letras prodigiosamente grandes y amarillas, como para que resalten con el fondo azul. El Extra, en su página de portada, es una suerte de libro de kínder: muchos colores, muchas imágenes, poco texto, titulares inmensos e ingeniosos rodeados de signos de admiración.


-Cuando saco los signos de admiración, las ventas bajan. La gente se ha acostumbrado a que le grite- me confesó Holguín, el encargado de provocar llantos, sudores y hasta carcajadas a través de sus titulares.


El “¡EN EXCLUSIVA!”, “¡INSÓLITO!”, “¡DE ÚLTIMA HORA!”, también son otros recursos empleados.

Esa noche, duermo más tranquilo. Oficialmente, aún no he visto ni un muerto, pero estoy cerca. Muy cerca. Ya tengo una noticia sangrienta. Y, mañana, tendré que darle seguimiento. En la morgue.

6Día catorce, el último. Son las 07h05 y me encuentro en las afueras de la morgue. Me acompaña Germania Salazar, reportera bautizada por todo el gremio rojo como “La Loca”. ¿Por qué? Por sobra de méritos, me chismosearon. Por gritar en plena sala de redacción, cada que se estresa; por sentir un cariño especial por los casos paranormales y por las cárceles; por ser muy atrevida a la hora de entrevistar a familiares de víctimas y, luego, escribir con la nerviosa felicidad de quien sobrevive de milagro. Más de un insulto y golpe se ha ganado.

-Es una loca pero es mi loca- suele decir Holguín de su periodista mimada. Ese oficio es peligroso. Por eso, él siempre carga una Calibre 38 (“La única mujer que no miente ni engaña). Continuamente, desconocidos lo llaman a amenazarlo de muerte. Algunas veces han probado suerte.

Germania me incentiva a tomar una decisión arriesgada que, a la larga, hará más dramática esta historia. Me invita a disfrazarme de estudiante de Medina. ¿La meta? Presenciar la autopsia de la pareja asesinada la tarde de ayer. Todo vale.

Me presenta con el director de Medicina Legal bajo la etiqueta de universitario. Él acepta. Me permite observar la autopsia. Y ahí estoy yo, cubierto con una bata blanca y una mascarilla, disfrazado de aquello que no soy, a punto de presenciar lo que le fue negado a toda la prensa esta mañana. Seré el único periodista que podrá ver a la pareja amortajada, pienso. Un golpe periodístico, una exclusiva, dirían algunos.

Nauseas. Serias ganas de vomitar. El cráneo del señor de palidez fantasmal ha sido abierto, frente a mis narices. Despojan su cabellera como si se tratase de una peluca. Luego trazan, con la ayuda de un cuchillo, una línea larga que abre su cuerpo. Y extraen sus riñones, su hígado, sus pulmones, su corazón. Todo. Lo mismo hacen con su esposa cuatro años mayor que él.

En ese preciso instante abominable, recuerdo lo que me dijo uno de los editores del Extra. Eso de que el periodista que trabaja en crónica roja ya se ha graduado, que ha llegado a la cumbre. Que después de ver un cuerpo desparramado, todo, absolutamente todo, es tolerable. Que aquí se ve si uno es periodista de verdad. Pienso en todo eso y, en realidad, no sé si lo pienso o ya desmayé. El formol (sustancia que le echan a los cuerpos para que no se descompongan tan pronto) es tan fuerte que me hace lagrimear. Cada tanto, abandono el lugar para tomar aire puro. El olor, por ratos, se vuelve intolerable.

Una vez superado el impacto inicial, recuerdo a lo que vine. Con el pasar de los días, uno hasta comprende por qué se les da un trato preferencial, tanta importancia a los fallecidos. Uno entiende la importancia de tomar riesgos como estos. Son ellos los que nos alimentan. Soy parte de un diario que, paradójicamente, vive de los muertos.
Decido apuntar con la cámara de mi celular. Un buen retoque en Photoshop y esta será la portada de mañana. Las fotos están prohibidas en el interior de la morgue, así que procuro esquivar toda mirada. Mi mano temblorosa provoca que la imagen salga movida. Vuelvo a intentar. Lo mismo. Un tercer intento. Bingo. Lo logré. Eso fue todo. Mi ambición desenfrenada me lleva a tomar más fotos. Me descubren. Uno de los doctores toma mi celular y borra todas las fotos. Luego me lo devuelve, pero con la memoria vacía, como si nada hubiese pasado. Mierda.


Al final, soy objeto de un sinnúmero de interrogatorios: ¿Por qué tomó esas fotos? ¿Quién es usted? ¿Cómo ingresó? Déjeme ver su carnet de estudiante de Medicina. Abandono el lugar, casi obligado. En los exteriores de la morgue, los familiares de la mujer que acabo de ver, lloran. Ayer no lo hacían. Hoy amanecieron con lágrimas en los ojos.

Entonces vienen las preguntas. La piedad no puede ser virtud de un cronista rojo. Uno congela sus sentimientos y lanza lo mejor de su artillería. Y ahí estoy yo, como periodista, cumpliendo los objetivos empresariales del diario. Y ahí están ellos, como víctimas, aprovechando su drama para ser escuchados, quizás por única vez en sus vidas, públicamente. ¿Los fallecidos tenían problemas familiares? ¿Deudas? ¿Amenazas de muerte? Y, luego, una que otra consulta estúpida, sin sentido: ¿Cómo se siente?

El fotógrafo del Extra, de bigote abultado, sentado en un rincón solitario, como si no hiciese nada, logra capturar con su Canon 7D los rostros lagrimosos de todas esas personas. Y lo hace a muchos metros de distancia. Las fotos, que serán parte del titular de mañana, salen nítidas. Los familiares, ignoran que acaban de ser eternizados en el diario que todo lo eterniza.
Llego a la redacción. El cierre de edición se acerca. Los teclados suenan con más fuerza. El diario se convierte en un griterío propio de una plaza. El ilustrador del diario, amante del death y black metal y ex miembro de un grupo de música con tintes satánicos, le da los últimos retoques a una ilustración que recrea un crimen pasional. Es un hecho industrial: el diario tiene que cerrar y cierra con lo que tiene.

-¡Cerrando, cerrando, cerrando, cerrando!- grita Holguín-. ¿Quién tiene la 5? ¡Falta la página 5!La noticia que me compete sale publicada, con los resultados oficiales de la autopsia
Esa noche, no logro dormir. Mi cerebro no puede olvidar el cuadro que parece extraído de una película de Takashi Mike: el hombre, completamente desnudo, con un cuchillo incrustado en su corazón; su mujer, con un sinnúmero de morados en todo su cuerpo, con el rostro terroríficamente inflado, como si recién le hubiesen extraído las muelas del juicio, también acuchillada. Estaba confirmado: el marido, agitado por ese instinto de perversidad que hace que los asesinos acribillen a sus víctimas a puñaladas, golpeó desmesuradamente a su esposa hasta matarla. Luego se clavó el cuchillo en el pecho y chao, eso fue todo, señores y señoras. Se acabó. Adiós mundo cruel.

Al día siguiente, ya fuera del diario, me obsesiona la idea de observar los diferentes usos que se le da al periódico en el que trabajé. Un taxista coloca un viejo ejemplar del Extra en su ventana, para cubrirse del sol. Un mecánico colecciona las portadas de las chicas del Lunes Sexy y las cuelga en su negocio. Un albañil llena el crucigrama de la página 26. Un carnicero envuelve carne roja con el diario. Un canillita coloca varios ejemplares del día en un porta-periódicos. Y los vende. Y grita: “Extra, Extra, ¡fue un crimen pasional!”. Es mi noticia. Me acerco. Le digo que soy periodista. Que yo escribí esa noticia. Que me dé un ejemplar. Saco los mismos 0.40 centavos de toda la vida y él me corrige. Me dice que ahora cuesta 0.50. Se los doy. Y, en ese preciso instante, me regala una sonrisa cómplice, como de quien se aproxima a recordar un hecho que lo hace sentir orgulloso o a revelar el mayor logro de su vida:

-Yo una vez salí en el Extra. Aún guardo ese ejemplar.

*Crónica publicada en la revista SoHo, edición #101, julio/ 2011. Fue premiada en la vigésimo segunda edición del Concurso de Periodismo Jorge mantilla Ortega (JMO) e incuida en el libro 'Crónicas' (publicada por la editorial Dinediciones, en el año 2015). 

*Fotos: Cortesía diario Extra y José Andrés Santos

By Arturo Cervantes with 8 comments

sábado, 16 de julio de 2011

¡Los peligrosos deportes inofensivos!

Es una despiadada mentira decir que los deportes mortales son los que te matan. Mi experiencia muy cercana con deportes, aparentemente, inofensivos me lleva a afirmar todo lo contrario.

Especialmente cuando recuerdo la época en que tomé clases de ajedrez. Todos los miércoles, religiosamente, me reunía en el patio de comidas de un centro comercial con un maestro que me cobraba por humillarme en cada partida. Mi madre, contentísima, estaba dispuesta a pagar lo que sea con tal de que no malgaste mis horas de vacaciones colegiales acostado frente a la TV.

-Es un deporte de inteligentes y totalmente inofensivo- me prometió, y yo cometí el error de creerle.


Después de todo: ¡qué de peligroso podía tener una pacífica partida de ajedrez!


A lo mucho me podría acalambrar los dedos, ¡nada más!, pensé.

Pero me equivoqué. Mi poco misericordioso profesor se disponía a hacerme un jaque mate. Desesperado, moví torpemente uno de mis caballos. Éste saltó, dio unas vueltas sensacionales, de acróbata, por el aire. Intenté agarrarlo, pero, en vez de esto, un movimiento brusco hizo que el café más caliente de la historia se riegue en los muslos de mi contrincante. El tipo se negó a darme clases de por vida.

En otra ocasión, me encontraba jugando billar en un pool, con unos amigos. Dispuesto estaba a conectar el mejor tiro de la noche, pero salió desviado. Un poco, nada más. Sólo unos 5 metros al oeste, directito al ojo diestro de un señor que parecía uno de esos corpulentos y llenos de tatuajes que pelean en Titanes del Ring. Negocié con firmeza mi vida.

Pero mi tesis de que los deportes no-mortales son los que en realidad te matan se sustenta, sobretodo, por la vez que jugaba Snake en mi celular mientras caminaba por el centro. Tan concentrado estaba en superar mi record personal, que no vi que se acercaba una señora embaraza. Mi cabeza chocó con su vientre, donde guardaba alguna criatura que, seguramente, me sigue odiando con su vida. Sensible como estaba por su delicado estado, la mujer se puso a llorar como una cascada. Avergonzado, yo no sabía dónde enterrarme para evitar la vergüenza pública.


Eso sin contar la vez que me dio pulmonía mientras jugaba Play Station en mi cuarto. O el día en que enganché el anzuelo de mi caña de pescar en mi ceja izquierda.


Por eso, las ocasiones que me han animado a hacer bungee jumping en el puente de Baños, a escalar el Chimborazo (segundo refugio) o a realizar rafting (nivel 3) en el río Napo, lo he hecho sin temor alguno. Ya lo peor lo he vivido.

By Arturo Cervantes with No comments

domingo, 29 de mayo de 2011

Terminemos el Cuento (2008)

Ya son casi 3 años desde que obtuve el segundo lugar en Terminemos el Cuento: uno de los concursos literarios más importantes del país. Sólo son 3 años, pero, la verdad, siento que diez vidas han transcurrido en ese tiempo.

Fue, digamos, el empujón que necesitaba. La primera vez que me di cuenta que algo escrito por mi pluma podía tener una recompensa económica (un viaje por un crucero en Galápagos, en este caso). La primera vez que dije: “Ok, vivir de lo que se escribe es posible, vamos a intentarlo”.

Y lo intenté.

Hasta entonces, no había publicado ni en la revista de mi barrio. A lo mucho unos cuantos artículos en un periódico escolar.

Tenía 18 años, cargaba un título de bachiller en el brazo y no sabía qué mierda hacer con él. No sabía qué hacer con mi vida. No sabía qué carrera universitaria seguir. Ni hallaba una respuesta para la típica pregunta que todos, en algún momento de nuestras vidas, nos hemos formulado: ¿Qué quiero ser de grande?

Quedar en segundo lugar entre 581 trabajos presentados me hizo creer que es posible. Que escribir es mucho más que un buen hobbie. Y, lo más importante, me motivó a dejar mi anterior carrera: Ingeniería Comercial. Porque, me di cuenta, sólo la había escogido porque fue la primera que se me ocurrió. La que estudia todo el mundo cuando no sabe qué estudiar. La abandoné como quien abandona el celular que ya no sirve, y me puse a escribir.

A Terminemos el Cuento le debo todo eso.

Estas son algunas publicaciones de prensa de la época:

http://www.eluniverso.com/2008/10/12/0001/18/BF6B8166DE3F4D63B315874E961D294F.html
http://www.eluniverso.com/2008/10/12/0001/18/BF6B8166DE3F4D63B315874E961D294F.html

Y aquí va el cuento (la primera parte es de Vargas Llosa. El resto, después de la línea divisoria, es mío). Lo leo y no me gusta lo que escribí. Pero de eso mismo se trata la escritura: de ver el pasado con inconformidad para, en un futuro no muy lejano, evolucionar, mejorar, mutar.




El paso de Lucho Gatica por Lima



El paso de Lucho Gatica por Lima fue adjetivado por Pascual en nuestros boletines como "soberbio acontecimiento artístico y gran hit de la radiotelefonía nacional". A mí la broma me costó un cuento, una corbata y una camisa casi nuevas, y dejar plantada a la tía Julia por segunda vez.


Antes de la llegada del cantante de boleros chileno, había visto en los periódicos una proliferación de fotos y de artículos laudatorios ("publicidad no pagada, la que vale más", decía Genaro hijo), pero solo me di cuenta cabal de su fama cuando noté las colas de mujeres, en la calle Belén, esperando pases para la audición. Como el auditorio era pequeño –un centenar de butacas– solo unas pocas pudieron asistir a los programas. La noche del estreno la aglomeración en las puertas de Panamericana fue tal que Pascual y yo tuvimos que subir al altillo por un edificio vecino que compartía la azotea con el nuestro. Hicimos el boletín de las siete y no hubo manera de bajarlo al segundo piso:


–Hay un chuchonal de mujeres tapando la escalera, la puerta y el ascensor –me dijo Pascual–. Traté de pedir permiso pero me creyeron un zampón.


Llamé por teléfono a Genaro hijo y chisporroteaba de felicidad:


—Todavía falta una hora para la audición de Lucho y la gente ya ha parado el tráfico en Belén. Todo el Perú sintoniza en este momento radio Panamericana.

Le pregunté si en vista de lo que ocurría sacrificábamos los boletines de las siete y de las ocho, pero él tenía recursos para todo e inventó que dictáramos las noticias por teléfono a los locutores.


Así lo hicimos y, en los intervalos, Pascual escuchaba, embelesado, la voz de Lucho Gatica en la radio, y yo releía la cuarta versión de mi cuento sobre el senador eunuco, al que había acabado por poner un título de novela de horror: La cara averiada. A las nueve en punto escuchamos el fin del programa, la voz de Martínez Morosini despidiendo a Lucho Gatica y la ovación del público que, esta vez, no era de disco sino real. Diez segundos más tarde sonó el teléfono y oí la voz alarmada de Genaro hijo:


—Bajen como sea, esto se está poniendo color de hormiga.
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La conjunción del tono exasperado de Genaro y el calificativo utilizado para demostrar la seguramente complicada situación en que se encontraba, fue lo que merecieron mi total atención.


La primera vez, que recuerdo haber escuchado de Genaro la adjetivación "color de hormiga", sumado a un alterado tono de voz, fue hace unos cuantos años atrás. Él había chocado el auto de un diputado de izquierda. Eran aquellos días en los que se quería entrar, a paso lento, en épocas dictatoriales. El político, al reconocer el rostro de Genaro, lo había amenazado con cerrar la radio.


En esa ocasión lo escuché decir: "Pasé un susto color de hormiga" y lo soltó con un pesimismo agarrado en su garganta.


Esta vez, aunque no lo podía ver (el teléfono es un artefacto egoísta, que no deja observar gestos ni expresiones), mi imaginación no me impidió el honor de visualizarlo.

Así que cuando recibí su mensaje de alerta, se lo comenté de inmediato a Pascual. Juntos decidimos cumplir "su orden" a la perfección, sin saber aún cómo lo haríamos.


Sabíamos que el primer paso era llegar al lugar de los hechos. Por un momento nos sentimos protagonistas de una novela policial.


Bajamos a la puerta principal y todas esas mujeres presentes (eran aún más de lo que habíamos observado horas antes) seguían ahí.


No recuerdo cómo fue exactamente, ni cuánto tiempo me tardó lograr la titánica misión de llegar al auditorio, lo único que me acuerdo es que Pascual no estuvo dispuesto a ser mi Sancho Panza en esta tarea, y decidió esperar afuera, donde el peligro no acechaba.


Al llegar al lugar de los hechos, Genaro se sorprendió más de verme ahí que al evidenciar lo destrozado de mi piel, de mi corbata, camisa y las hojas de mi cuento del senador que aún no terminaba de corregir. Talvez estaba pagando mi falta de cortesía por haber dejado plantada a la tía Julia y más aún cuando ahora se volvería a repetir el desplante.


-No permiten que Lucho se retire- me dijo, al mismo tiempo que señalaba la bodega que el muy solicitado cantante había escogido como refugio improvisado.


Era la multitud compuesta, en su mayoría, de mujeres, quienes querían –inclusive- quitarle la ropa a Gatica. Había sido el concierto, de esos en los que el artista tiene que pagar su "perfección". A Lucho Gatica, el excesivo romanticismo en sus letras le podía costar acaso la vida.

Sus canciones habían llegado hasta lo más profundo en las mujeres presentes, quienes se encontraban muy excitadas.
Fue menester el uso del ingenio de un señor de rasgos muy definidos, algo de maquillaje, un poco de gel, un terno, una camisa y una corbata, para completar una misión que -para mi desgracia- se cumplió a la perfección.


Cuando salió el apuesto señor, las mujeres reaccionaron de la manera en que, ¡por Dios, todo el mundo sabía!, iban a reaccionar.


No olvidaré jamás el día en que fui desnudado y rasguñado por parte de esa multitud de mujeres desenfrenadas. A mí, el hacer de superhéroe solidario, me costó un mes en la clínica, mientras
Lucho Gatica –con su disfraz de hombre común- salió algunas horas después por la puerta principal, sin ser molestado por nadie.

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viernes, 6 de mayo de 2011

Creciendo en Gracia: Dios gobierna la tierra

“¡Ya regresó! ¡El Señor está aquí! Murió, resucitó, se volvió a ir y ahora está aquí, de regreso”.
Voz en off que precede a las prédicas de José Luis de Jesús Miranda



Jesucristo es puertorriqueño. Tiene diez fornidos guardaespaldas bajo su poder. Es propietario de Telegracia, un canal de televisión. Vive en una mansión en el sector “Sugar Land”, en Houston, Texas. Cuando viaja en avión, toma asiento en primera clase y pide un whisky escocés. Se pasea por restaurantes, hoteles y casinos lujosos de todo el mundo.

Es, por así decirlo, la versión capitalista y postmodernista del Jesús carpintero de veinte siglos atrás, el que montaba asnos, calzaba sandalias y buscaba cimas altas para predicar. Éste, el nuevo, el que dice que ha regresado y se hace llamar José Luis de Jesús Miranda, viste saco y corbata, carga un Rolex en su muñeca izquierda y transmite su mensaje , vía satélite, todos los domingos en cientos de iglesias de 30 naciones diferentes. Sobretodo de países de habla hispana que simpatizan con su acento de boricua radicado en EEUU. Por cierto, dentro de la lista se encuentra Ecuador. En 1992 se fundó una iglesia en Guayaquil, como todas, denominada “Creciendo en Gracia: el Gobierno de Dios en la tierra”. Actualmente cuenta con más de 500 seguidores en esta ciudad porteña.



***



En rigor, los que han sido marcados con el “666” ya son salvos. Por eso Dean García, de 9 años, previo al consentimiento de sus padres, se dejó marcar debajo de su hombro izquierdo. Esta mañana dominguera exhibe su sello con orgullo peregrino. Estoy en la iglesia ubicada en Clemente Ballén, entre Av. Del Ejército y García Moreno, en el centro de la ciudad.

El sector es conocido por ser un auténtico festín delictivo: muchos de los carros que se estacionan por ahí pagan cara su ingenuidad y son desmembrados. Más adelante, a pocas cuadras, se ofrecen todo tipo de repuestos automotrices en una calle famosa por ofrecer todo tipo de repuestos automotrices. Y a un precio negociable. Si no tienen el repuesto que está buscando, se lo consiguen.

Las puertas exteriores de la iglesia son de vidrio y poseen unas películas oscuras que impiden ver su interior. Se puede apreciar, eso sí, el logo circular de Creciendo en Gracia, con un águila en el medio y los tres “6” que simbolizan a este grupo religioso. El auditorio es largo como una salchicha. Posee dos pisos. En el de abajo, el principal, los adultos se congregan. En el de arriba, los niños, ajenos a todo el escándalo de abajo, a los gritos, a la música chichera, a los bailes, a los videos proyectados, realizan manualidades infantiles con conteZnido religioso.

Algunos de ellos ya están marcados.

Como Dean (9), por ejemplo.

-¿Por qué decidiste sellar tu brazo?

-Mi mami me dijo que eso estaba bien.

-¿Lloraste?

Dean lanza una sonrisa tímida, encoje sus hombros, hace muecas muy propias de quien se aproxima a rebelar un pecado que lo avergüenza, y luego responde con tono pueril: “Sí, lloré. Me dolió mucho”.





Hoy han venido veintiún niños. Han sido separados en dos grupos. En el primero están los comprendidos entre los 2 y los 7 años. En el segundo, infantes de 8 años en adelante.

El tema del día es “El conteo regresivo”. Adepto a Creciendo en Gracia que se respete, ha colgado en su nevera el calendario que cuenta los días para el final (junio de 2012), cuando todo esto que hoy conocemos como tierra se acabará y el cuerpo de José Luis de Jesús Miranda y el de todos sus seguidores marcados se transformarán: se volverán inmortales e incorruptibles. “El Gobierno de Dios en la tierra”, justamente, es eso: Jesús Miranda al poder y todos los demás, los que no hemos sido marcados, seremos sus súbditos. Los que sí lo han hecho, gobernarán con él aquí en la tierra. Una tierra que, según sus promesas, será perfecta: los animales deambularan libremente, no habrá corrupción ni maldad ni enfermedades.
. Así que, ese contenido denso, cargado de simbolismos, capaz de provocar muchos dolores de cabeza para entenderlo del todo, a los niños se les inculca con ingenuos ejercicios de kínder.

Sentada en una silla celeste, Diana, de tres años, colorea o, más bien, garabatea un reloj que simboliza el conteo y que incluye los tres “666”.

-Pinte, mi amor, pinte el “666”- le dice su instructora anciana, de cabello desteñido y orejas alargadas.

Diana obedece y luego, al final, le enseña orgullosa su obra de arte de niña de jardín.




***



Se anuncia la llegada de José Luis de Jesús Miranda en la pantalla. Todos los peregrinos adultos, en un acto automático, se colocan de pié, como si fuesen alumnos de secundaria que se preparan para recibir al único profesor que respetan.

-¡Ya regresó! ¡El señor está aquí! Murió, resucito, se volvió a ir y ahora está
aquí, de regreso-
anuncia una voz en off que, como todas las voces en off, ninguno de nosotros vemos, pero sí sentimos omnipresente tono.

Y de repente aparece el Apóstol. El Padre. El Jesucristo Hombre (JH). El Dios. José Luis de Jesús Miranda. Un primer plano sobre su rostro deja ver sus rasgos más sobresalientes: cejas delgadas poco masculinas y cachetes inflados. Está pasado de peso, al parecer, por llevar una dieta muy a la americana. Observa fijamente a la cámara y, acto seguido, lanza un saludo similar al dado por los militares: dos de sus dedos chocan en su frente.





Sólo basta verlo en la pantalla para que sus seguidores se retuercen, den vueltas, griten “Haba Padre” (Aleluya Padre), “¡Ya llegó!”, “¡Aquí está!”. Y eso, así, a ese ritmo, con la misma intensidad, todos los domingos, a las 10h00, en este mismo lugar.
. José Luis de Jesús Miranda al ataque, sentado en un sillón acolchonado.“Digan: ‘Hoy es un buen día’

-Hoy es un buen día-
repite todo su rebaño guayaquileño sentado en sillas plásticas incómodas.

Hasta hace dos años, José Luis de Jesús Miranda se daba el trabajo de visitar a todos sus seguidores y ganar adeptos. A Ecuador vino en seis ocasiones. En esos viajes conquistó, según Diógenes Barros, líder principal de esta iglesia en Guayaquil y evangélico retirado, alrededor de 6000 cabezas ecuatorianas. Actualmente existen iglesias en Quito, Otavalo, Machala, Esmeraldas, Durán, Portoviejo, Manta, Ambato, Quevedo y en otras quince localidades ecuatorianas.

Hoy en día, Jesucristo Hombre se ha refugiado en esta globalización que lo puede todo y predica desde la comodidad de su sede en Houston. 287 radios en todo el mundo transmiten sus prédicas y el canal del cual es propietario, Telegracia, se encarga de repartir sus palabras domingueras pre-grabadas. Sólo él y nadie más que él está autorizado para predicar.

No existe una estadística certera de cuántos fieles tiene en el mundo. Pero recientemente, en un viaje por Honduras, él mismo se atrevió a lanzar un número: 100 000. Y si lo dice dios, por algo ha de ser. Lo dijo en una rueda de prensa en la que sacó de su bolsillo el mismo discurso que lleva a todos lados: que el Vaticano es una farsa, que no existe el pecado ni el infierno ni Satanás ni los milagros ni los santos. “Advertí en la Biblia que vendría como ladrón en la noche y llegué como ladrón en la noche”, suele repetir a menudo.




***



Oficialmente, el encargado de realizar los tatuajes en Guayaquil es Richard Quimí. Ante él se han recostado más de 80 cuerpos, ofreciendo sus espaldas, brazos, manos, frentes, pechos y hasta sus nalgas para ser marcadas con los tres “6” (“El sello de la prosperidad y la seguridad”) o con el “SSS” (Salvo Siempre Salvo) o, simplemente, con el rostro humano de su dios. Tiene 25 años y estudió en el colegio Bellas Artes, donde aprendió a dibujar.

Todo eso me lo cuenta en pleno culto, mientras Jesucristo Hombre predica. Richard está sentado a mi lado izquierdo. Frente a nosotros, una chica con trenzas exhibe su espalda descubierta y tan sólo adornada con dos tatuajes: un pequeño “666” irregular y el célebre símbolo Play Boy que habla de su pasado, seguramente, no religioso.






Llegó la hora del baile. Esto es reggaetón. Y del sucio. Pasos fuertes, rápidos, izquierda y derecha, hasta abajo, con todo. La iglesia entera se mueve a un solo ritmo, como si todo esto fuese un guión cinematográfico preparado con mucha anticipación.

“Jesucristo Hombre en la tierra está/ Diablo, muerte y pecado no existen más/Con bandera de gracia el mundo gobernará”, se escucha con un “flow” potente y rimado.
. Tanto movimiento provoca que el sombrero de campo de un hombre relleno, caiga. En él lleva impresa las siglas JH y los tres “666” color rosado. Su vestimenta es blanca de pies a cabezas. Camisa blanca, pantalón blanco, sombrero blanco. Se trata de Ramón Conformes (51), oriundo de Paján, Manabí, tierra agrícola por excelencia.

Luego viene la despedida del dios hecho hombre, el Cristo que, por tener algunos juicios en su contra y dedos que lo señalan como Anticristo, últimamente permanece escondido y tan sólo se deja ver en la pantalla. Con sus anteojos puestos que acreditan sus próximamente 64 años de vida -el 22 de abril de este año, fecha en la que sus seguidores celebrarán lo que para ellos es una suerte de navidad- lee los últimos versículos de esta mañana y luego sentencia: “Los declaro santos, reinando en vida. ¡Hasta una próxima reunión!”. La cámara lo sorprende llevándose un pañuelo blanco a la nariz. Dios amaneció con gripe.

*Crónica publicada en la revista Diners, edición #348, mayo/2011. Fotos: Amaury Martínez.

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sábado, 16 de abril de 2011

Por un mes... ¡sólo se alimentó con Mc Donald´s!

Joe D'Amico, atletista gringo, acaba de cumplir su meta más ambiciosa: subsistió 30 días comiendo comida chatarra de Mc Donald´s. En ese tiempo, consumió nada más y nada menos que 91 hotcakes, 24 órdenes de avena, 23 hamburguesas, 24 enrollados de pollo y un sinnúmero de galletas crocantes.

Luego de su entrenamiento grasoso, compitió en la maratón de Los Ángeles y superó su record personal. El desafío del ahora apodado McRunner, que fue contado paso a paso en su blog personal, fue auspiciado por Mc Donald´s todo el tiempo.

Definitivamente la estupidez americana no tiene límites, por eso casi nunca son considerados por los Records Guinness. Personalmente, todas las noches, antes de dormir, le pido a Dios que reduzca la tasa de natalidad gringa. Uno no puede vivir tranquilo sabiendo que, en el mismo planeta en el que se habita, existe uno que otro estadounidense. Y, de paso, enterándose que de mayorcitos tienen la costumbre de vestirse de turistas para visitar el país de uno.

¿Qué pretenden demostrar los de Mc Donald´s con todo este escándalo mediático? ¿Quién vendrá después? ¿Budweiser, asegurando que su cerveza es una “bebida de campeones”? Eso sería más creíble, la verdad. ¿Luego, Lacoste, dando por sentado que el uso de sus camisetas te van a prevenir de un ataques cardiaco? ¿Y, más tarde, Colgate, gritando por cielo y tierra que cepillarse diariamente con ese pasta dental aumentará tu coeficiente intelectual?

Creo que es hora de lanzar una campaña mundial contra Mc Donald´s. Pero no con los mismos argumentos aburridos de siempre: que sí, que es comida bañada en colesterol; que sí, que utiliza el ganado sagrado de la India; que sí, que es una empresa esotérica, que hizo pacto con el Diablo, porque prepara hamburguesas en menos de dos minutos… No. Propongo una mejor evidencia, capaz de hacer saltar a todos los homofóbicos del mundo: tienen como mascota a un payaso que alienta el homosexualismo: Ronald Mc Donald´s. Así como lo oye. O, si no, ¿cómo se entiende ese incentivo dirigido a los niños para que se sienten en sus piernas, mientras él descansa eternamente en un banquillo, con su sonrisa maquiavélica? Y, lo peor de todo, ¡los padres desesperan por fotografiar ese instante!


Ahora entiendo por qué a Bob Esponja le gustaban tanto las Cangreburgers, la versión marina de las Big Mac.



En fin, ya nada sorprende de Mc Donald´s (y de las empresas gringas en general). No me llamaría la atención que, en un futuro cercano, debajo de la M chueca que todos conocemos, rece la promoción: “Difiera su colesterol a 12 meses sin intereses”. ¡Se imaginan cuántos americanos harían fila!

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jueves, 31 de marzo de 2011

Loja II

Me estafaron, una vez más. Y digo una vez más porque hace poco pagué por montar una lancha maltrecha, que llevaba un jardín de infantes completo, con la promesa de que observaría ballenas jorobadas apareándose (sólo a eso vienen al Ecuador: a aparearse. Estas aguas deben ser, para ellas, algo así como un paraíso afrodisiaco), y tuve que conformarme con verlas saltar pero desde mi dormitorio, gracias al Discovery Chanel.

La primera gran mentira es decir que Loja tiene el mejor clima del país. A mí, al menos, me recibió con una lluvia apocalíptica y un frío glaciar. Debe tener el peor alcantarillado del país: bastaron unos pocos minutos para que toda la ciudad se convirtiera en un río.

Y en un río sucio, lo que es peor. Eso desmiente otro de los mitos, la segunda gran mentira: que esta es la ciudad más limpia del mundo. Botellas vacías que seguían el veloz ritmo de la corriente, cáscaras de frutas, fundas de cachitos picantes y hasta restos de lo que un día fue un cuy. Señores de Vachagnon, pilas, podrían hacer negocio en estas tierras, lo prometo.

Llegué al hotel, pronuncié mis datos en la recepción, con esa velocidad Ferrari digna de nosotros los costeños, pero fue en vano. Ni yo pude entender a la recepcionista nativa ni ella a mí. Lo que sigue, es un intento de diálogo:

-Su nombrEEEEE, por favor.

-Arturocervante(s)

-¿AlbertOOOO CedeñOOOO?

-A-R-T-U-R-O - C-E-R-V-A-N-T-E-S

-Su númerOOO de cédulAAA.

-0920….

-¿Escribirlo, podría, mejor, por favor?

-Sí, me quiero inscribir. Gracias.

-No, ESCRIBIR, quise decir, si podría, su número de cédula.

-…

Lojanos: seres que anteponen los verbos antes de los sujetos. Es como si lo obligaran a uno a ejecutar las acciones con los ojos vendados, sin saber, primero, de qué se trata la cosa. No arrastran las “rr”: las barren, las trapean y luego las dejan brillantes, relucientes. Todos, sin excepción, tienen acento de tenores de una vieja ópera parisina. No hablan, cantan. Venir a Loja, equivale a presenciar un musical de Tim Burtom. ¿Los lojanos tienen la mejor pronunciación del mundo? Next.

By Arturo Cervantes with 5 comments

sábado, 5 de marzo de 2011

Loja I

Todos los que hablan de Loja hablan bien de Loja. Todos: ya sea que quien lo diga sea un lojano o un turista nacional con acento adefeciosamente catalán o un extranjero de esos que siempre cargan mochilas largas en sus espaldas. Dicen, por ejemplo, que posee el mejor clima del país. Dicen que tuvo el mejor alcalde del país. Dicen que sus habitantes tienen la mejor pronunciación del país. Dicen que tienen el agua y el aire más puro del país. Dicen que es la ciudad más segura del país. Dicen que también es la más limpia. Dicen que su gente posee el promedio de esperanza de vida más alto del país. Así que, si decido viajar 9 horas desde Guayaquil, si decido levantarme a las 5 am, hacer la maleta de rigor, meter lo necesario para sobrevivir cuatro días fuera de la ciudad, ni más ni menos, sólo lo necesario, y movilizarme hasta el punto más bajo del país, a ese punto que llama tanto la atención porque uno sólo lo ha visto en el mapa, si decido hacer todo eso, no es por gusto. En el fondo, lo único que uno aspira es comprobar si todo eso que se dice de Loja es cierto. Así de simple. Asegurarse de que todo lo que a uno le enseñaron en la escuela es verdad y no lo estafaron.

By Arturo Cervantes with 2 comments

sábado, 26 de febrero de 2011

El entrenamiento de un perro de Antinarcóticos

Teo jamás ha probado una hembra. Está condenado a una eterna virginidad. Y eso, sin haber hecho el voto de castidad de rigor.

Todo eso lo sé antes de conocerlo, inclusive. La noticia, por un segundo, hasta me inspira lástima ajena. Estoy en el Centro de Adiestramiento Canino, colocado, por razones logísticas, en la misma vecindad donde se halla el Aeropuerto de Guayaquil y, en menos de lo que tarda un pestañeo, voy a conocer a ese canino que está sumergido en el más penoso de los celibatos. Aquí se entrenan a los únicos 35 canes que, cuando trabajan, no son precisamente los mejores amigos del hombre. O, al menos, no de las de los cientos de mulas que, diariamente, dan pasos nerviosos por los aeropuertos y carreteras de este país. País que, por cierto, es algo así como un túnel obligado por el que tiene que pasar la droga proveniente de naciones productoras como Colombia o Perú.

-Tráelo al Teo- ordena el teniente Jorge Chérrez a alguien que, a juzgar por el tono de voz empleado, es de un rango policial inferior a él. Chérrez (ambateño) es el oficial operativo de la Unidad Canina Antinarcóticos del Aeropuerto José Joaquín de Olmedo.

De repente aparece un macho que, en realidad, es mucho más que eso: una mole de casi un metro de altura y 60 kilos. Teo es, en rigor, un Golden Retriever y los Golden Retriever, de por sí, tienen un olfato extremadamente sensible. Los humanos, en un esfuerzo sobrehumano, somos capaces de oler hasta 700 partículas. Ellos, casi sin despeinarse, pueden percibir más de 9 millones de sustancias.

Teo posa su barbilla sobre su pecho y me mira de reojo, con una mirada de venado, tímida. Su estatura de caballo no le quita su apariencia tierna. Es, por así decirlo, el Brad Pitt de este centro de adiestramiento de perros antinarcóticos. En la sala de pre embarque internacional del aeropuerto que ostenta un nombre de poeta, las chicas se acercan donde él, le dicen: “¡Qué lindo!”, con ese tono tan femenino, tan cursi, y se desdoblan mientras lo dicen. Piden, mueren por acariciar su pelaje dorado, pero eso está prohibido. El Cabo Segura Lino, su guía personalizado de toda la vida y un tipo con una paciencia infinita, no lo permite. Él sabe que Teo es una suerte de Caballo de Troya: detrás de ese disfraz de ternura se esconde una auténtica máquina captadora de droga. Un imán de cocaína, heroína, éxtasis y marihuana camuflada, siempre, con un ingenio que García Márquez envidiaría.

Sólo en el 2010, aprehendió 268 kilos con 855 gramos de droga. Sólo en ese año, realizó 11 hallazgos y metió tras las rejas a 12 ecuatorianos. Sólo en su último triunfo, el 9 de noviembre del año pasado, impidió una comercialización redonda de 3´000.000 de dólares o, lo que es lo mismo, que 20 kilos de cocaína ingresan a Miami en tiempos como el actual, en que el kilo de esa droga, en el mercado yanqui, está valorado en $150 000. Nada más, nada menos.

Pero Teo se convirtió en una celebridad mucho antes que eso. El 20 de abril de 2010, su aclamada nariz descubrió lo que la prensa, con esa rapidez que la caracteriza, denominó el “Caso Poleas”: una burla por cuatro meses a los controles antinarcóticos, haciendo uso de un complejo sistema de poleas instalado en el cielo raso del aeropuerto José Joaquín de Olmedo de Guayaquil.

El Caso Poleas

Teo no trabaja, juega. El aeropuerto guayaquileño es, para él, un gigantesco parque de diversiones. Su guía simula lanzar una pelotita de tenis y él la busca. La busca con energía pueril. Cuando encuentra droga, se sienta. Así de sencillo. Luego, su entrenador vuelve a fingir sacar la pelotita, pero, esta vez, de la maleta o del objeto donde Teo haya encontrado la droga. Teo agarra con su hocico la pelota, y se larga. Él no busca droga, él busca su mugriento juguete esférico. Eso desmiente lo que todos, por lo menos una vez en nuestras vidas, hemos pensado: que los perros antinarcóticos son más grifos que Bob Marley. La misma metodología que, más bien, parece una pobre tomadura de pelo a un inocente perro, fue utilizada en el “Caso Poleas”, que generó ganancias, como la mayoría de comercializaciones narcotraficantes, no determinadas, aunque, se sabe, fueron cifras que no pertenecen a este mundo.



Era de noche, y Teo se paseaba con su guía en la sala de pre embarque internacional del Aeropuerto de Guayaquil. Muchos policías, disfrazados de civiles, estaban atentos a cualquiera de sus alertas. De repente dio una: giró con violencia su cabeza, en dirección a un trabajador del aeropuerto con una delgadez digna de una escoba. Se trataba de Cristóbal Cruz, auxiliar de limpieza del aeropuerto, quien cargaba un tacho de basura. A medida que Teo se acercaba, Cruz mostraba una palidez cada vez más fantasmal. Nervioso, vio cómo la nariz canina protagonista de esta historia olfateaba el tacho. Teo se sentó, y eso ya sabemos qué significa. Los policías abrieron el tacho y se tropezaron con 14 paquetes de clorhidrato que iban a ser entregados a un pasajero con destino a España. Cruz jamás olvidará el rostro angelical del canino que le obsequió hospedaje gratuito en la Penitenciaría de Guayaquil por 12 años.

El caso sirvió para que el Unidad de Antinarcóticos abriera bien los ojos, y descubra un mecanismo que se venía practicando desde hace cuatro meses atrás. La droga llegaba a los parqueaderos del aeropuerto y era colocada en tachos de basura. Personal de limpieza la recogía y caminaba con ella hasta un cuarto de mantenimiento de acceso restringido. Desde ahí iniciaba el sistema de poleas que se había instalado sobre el tumbado, y que llegaba hasta los baños de la sala de pre embarque, evitando, de esta forma, los controles migratorios y las máquinas de rayos X. La droga, nuevamente, era recogida de los baños por trabajadores del aeropuerto en tachos de basura para, finalmente, ser entregadas a pasajeros dispuestos a cargar con esa cruz en sus travesías a Europa o EEUU.


Cinco empleados de Tagsa, la empresa que administra el terminal aeroportuario de Guayaquil, fueron detenidos por tener participación directa en este caso. Es probable que, en algún lugar del mundo, alguien que seguramente vive prófugo por ser un capo duro de la droga y haber manejado a la distancia esta red de narcotráfico en Ecuador, está manifestando, en este preciso instante, un odio muy sincero hacia Teo.

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Teo es gringo. Nació un 20 de mayo de 2005 en un centro de adiestramiento canino de Virginia. O sea, está próximo a celebrar seis años de vida-canina (42 años-humanos). Cuando cumpla diez será, oficialmente, un perro jubilado. Y lo más probablemente es que pase los últimos años de su agitada vida en la casa de su entrenador, pero descansando, como una mascota más. Antes, los perros antinarcóticos que cumplían sus años útiles de trabajo tenían un destino que parece extraído de algún relato de Edgar Allan Poe: eran enterrados bajo tierra. Se los inyectaba para que reciban una muerte sin sufrimiento. Con esto se evitaba que lleguen a manos de poderosos narcotraficantes, y que los estudien con detenimiento para descubrir sus debilidades.

Teo llegó a Quito a los ocho meses de edad. Recibió un entrenamiento en la Capital de seis meses y, de inmediato, fue enviado a Guayaquil para que, en plena adolescencia, cual miembro de familia necesitada, empiece a camellar. Lo recibieron en el Centro de Adiestramiento Canino que, también, tiene mucho de gringo. Gran parte de su capital proviene del gobierno norteamericano (el restante, del Estado ecuatoriano). EEUU, por poseer un buen porcentaje de población grifa, es el país que más invierte en equipamientos antinarcóticos y los reparte en puntos estratégicos. Ecuador, en teoría, es un punto estratégico.


A este Golden Retriever lo tratan como a rey. Tiene un peluquero, un veterinario, un entrenador-psicólogo, un guardia de seguridad, un limpiador. Su casa es de cemento y pequeña. Dos por cuatro, a lo mucho. La parte frontal de su hogar está enrejada y, a estas horas que lo visito, en que el sol amenaza con largarse, apenas ingresa una luz tibia que deja ver un plato metálico totalmente vacío.

Su rutina de baño es muy a lo Chavo del 8: una vez por semana, los domingos. Come, a las 4 pm, el equivalente a ocho tazas de balanceado PRO-CAN. Teo devora esos 840 gramos a la velocidad de una máquina trituradora. Su pelaje de oso recién levantado es cepillado dos veces al día y con diferentes objetivos: primero para desenredarlo y, luego, para eliminar cualquier bicho extraño que atente con postrarse en el cuerpo de Su Majestad. Por eso, también se le colocó un collar anti-garrapatas. Por eso, sus dedos que, más bien, parecen salchichas tamaño coctel, y todo su cuerpo son limpiados, diariamente y en seco, con una dedicación solemne. Cada tres semanas aparece el peluquero para darle un look policial nuevo. Cada dos meses y medio se asoma el veterinario para, de ser necesario, desparasitarlo y hacerle una limpieza de oídos a este animal de orejas largas como un burro.

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Una funda de heroína en mis narices. El teniente Chérrez me la acaba de enseñar antes de introducirla en una maleta negra, gastada. El Centro de Adiestramiento Canino tiene más maletas negras y gastadas de lo que cualquier mente viajera pudiera imaginar. Sirven, por supuesto, para los entrenamientos. Sobre el suelo se colocan varios equipajes para lo que será una simulación de una aprehensión de droga. Teo está listo. Le enseñan la pelotita. Teo quiere jugar.

Y juega. El guía amaga con lanzar la pelotita de tenis. Y Teo corre, corre como sólo corre un canino de la su linaje. Si esto fuera un partido de fútbol nacional, los comentaristas dirían que va camino al título. Olfatea todas las maletas. Pasa la primera. Pasa la segunda. Pasa la tercera. Pasa la cuarta y se regresa, algo sospechoso hay en ella. Se detiene un instante. La olfatea con más rigor. Sus ojos se tornan rojos, se agita, empieza a mover su cabeza de manera desesperada, como un energúmeno. Y se sienta. Finalmente se siente.

Luego, lo de siempre: Teo recibe su pelotita y, cual niño, se desconecta del mundo.

En la práctica, el asunto parecería más difícil: las mulas camuflan la droga en tallos de flores, suelas de zapatos, dobles fondos de maletas, desodorantes, cangrejos y hasta en cuyes. Mezclan, en un acto de ignorancia único, la droga con pimienta, ají, mostaza, ajo, y (en una ocasión) hasta con orina de león. Y se introducen a los aviones pensando que, con toda esa mezcolanza repugnante, pueden confundir a perros del tipo de Teo. Piensan mal: uno de los entrenamientos consiste en encerrar a estos caninos en un cuarto repleto de sustancias para que aprendan a diferenciar olores.

Me despido del teniente Chérrez. Le digo que voy a regresar para averiguar más. Él me dice que no puedo regresar. Que eso es todo. Que ya vi suficiente, que ya sé suficiente. Que después los narcos se ponen moscas, y que se enteran de cosas que no deberían enterarse. ¿Los narcos leen revistas?, pienso de manera estúpida. Me voy, pero, antes, echo un vistazo a la agenda de Teo y me doy cuenta que para eso es necesario un largavistas: tiene trabajo fijo por los próximos treinta días.

*Publicado en la revista SoHo (Ecuador), edición #97, febrero/marzo 2011; e incluida en el libro 'Crónicas', que publicó la editorial Dinediciones en el 2015 Fotos: Amaury Martínez.

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martes, 15 de febrero de 2011

Gotas biográficas II (mi intento de tenista)

Todos me regresaron a ver, sintiendo una sincera lástima ajena. Un vendedor de helados, que cargaba un gorro de aspecto jocoso y que pasaba por ahí haciendo bulla con su carrito chillón, dejó de hacerlo cuando me vio. Un niño, que iba agarrado de la mano de su madre, me señaló como se señala a los trapecistas deformes o a los gigantes de dos metros y medio en los circos. Y sólo una anciana de fealdad sobresaliente (¡qué sería de este país sin las ancianas de fealdad sobresaliente!), con cabello maltrecho y con un rostro lleno de grietas, tuvo las agallas de preguntarme qué diablos me pasaba.

Caminaba por la congestionada Av. 9 de Octubre, cuando sucedió: mi brazo, rebelde ante cualquiera de mis órdenes, se movió por voluntad propia, cobró vida, y simuló el mejor de los derechazos tenísticos. Luego lanzó un revés al aire sólo digno de Roger Federer. Y, así, se fue de largo, continuó con un drop shot, luego se estiró para realizar un remate demoledor y casi rasguña el suelo para elaborar un slice de ataque más corto punzante que un estilete.

Me sucede a menudo.
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Y en cualquier sitio.
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Y a cualquier hora.
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Yo lo llamo el síndrome post-tenístico. La Ciencia ya perdió todas las esperanzas conmigo y sólo se limita a decirme lo que ya sé: que fueron muchos años los que intenté ser tenista, que esos reflejos me acompañarán hasta mis últimos días, que no hay cura para ese mal.

Recuerdo que en mi primer año de tenista no gané ni los sorteos. Recuerdo que, en la primera ronda de un torneo en Quito, me ganaron 6-0, 6-0 y que mi rival se desperezaba antes de conectar cada servicio. Recuerdo que más demoró mi vuelo a la capital que aquel partido. Recuerdo que la primera vez que gané un encuentro fue por W. O (no presentación del rival). Y recuerdo también que la única vez que jugué una final fue en un sueño. Algo es algo, pensé cuando me levanté.

Hubiese seguido así, de largo, necio como un ateo, de no ser porque un amigo, que administraba una página web de deportes y que se enteró que constantemente viajaba por el Ecuador para jugar torneos juveniles, me cogió de pato. O sea, de reportero deportivo. La idea me atrajo: me descalificaban de todos los torneos en menos de lo que tarda un parpadeo y, luego, me dedicaba a escribir todo lo que veía. Con mi pluma despedazaba los talentos tenísticos ajenos. Con mi pluma criticaba los estados de las canchas y a los organizadores. Con mi pluma, hasta tuve aires de meteorólogo de CNN y me animaba a anticipar el clima que se avecinaba antes de los partidos.

Hasta que, un día, un día de esos en que el cielo te regala un rayo de verdad, me di cuenta que era más fácil hacerlo fuera de la cancha que dentro de ella. Lo mismo que, creo, le debe haber sucedido al barrigón de Carlos Victor Morales (¿se lo imaginan corriendo?) o a Vito Muñoz (¿se puede cabecear con su cabeza cuadrada?). Y, si todo esto es verdad, si en verdad existimos y la vida no es una farsa, aquí estoy, con los dedos morados de tanto darle al teclado. Una vez más.
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*Publicado en la Revista La U, febrero/2011, edición #346

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jueves, 3 de febrero de 2011

Juan Pablo Meneses, el periodista portátil


Estuvo en el mítico campo de guerra vietnamita, disparando un fusil AK 47 y escribiendo su experiencia. Lo mismo hizo cuando participó en una película porno de Ron Jeremy, en New York. También navegó una semana en un barco Greenpeace, con un grupo de enfermos ecologistas que arriesgan su vida con tal de salvar ballenas, y hasta se animó a correr en la mortal carrera con toros de San Fermín.

El periodismo, para él, es una excusa para recorrer el mundo e incomodar su ritmo cardiaco.

El día en que la Policía Nacional se apropió del país, el chileno Meneses estaba en Guayaquil. Dictaba un taller de crónicas periodísticas en la Universidad Católica, cuando, de repente, una orden institucional lo obligó a él y a quienes lo acompañaban a refugiarse en una sala de profesores. Delincuentes armados habían ingresado a la universidad para asaltarla.

Afuera, la ciudad lucía como el dormitorio de un adolescente desordenado. Algo me dijo que ese era el ambiente ideal para conversar con alguien como él, que, a sus 41 años, todavía vive su vida con intensidad, como si se tratase de la mejor de las ficciones.


Han sido 14 años ininterrumpidos de viajes. En los últimos tres meses estuviste en Argentina, Chile, Brasil, Colombia, Perú, Uruguay y ahora estás acá, en Ecuador. ¿Hasta cuándo, Juan Pablo, hasta cuándo?
La verdad, no sé. Es una vida que ya la decidí y que no voy a poder cambiarla ni con un trabajo a tiempo completo, en una oficina. Hoy por hoy todo requiere de viajes, de dormir en hoteles y estar en contacto con personas de distintas nacionalidades. En ese sentido, lo que yo hago y denomino “Periodismo Portátil” es sólo una reacción a una demanda actual.

Periodismo Portátil es eso: viajar por el mundo para contar historias reales. Un periodista portátil utiliza cualquier cyber del planeta como oficina. Luego ofrece lo escrito a distintos editores de revistas internacionales para que publiquen sus historias.

¿Y no te cansas de viajar?
Sí, me canso. Pero cuando trabajaba en una oficina, con horario fijo, con saco y corbata, con el mismo jefe y los mismos compañeros todos los días, me cansaba muchísimo más.

A los 27 años maté mi anterior vida de oficinista. Hice una apuesta al todo o nada: compré una Compaq E 500 y una cámara digital y me fui de Santiago sin destino fijo. Mi objetivo parecía extraído de un cuento de aventuras: viajar y contar historias por el mundo. Mi familia me decía que la iba a pasar muy mal. Fue el riesgo más grande que he tomado en mi vida. Y pudo no haber funcionado.

Y ahora, que publicas en prestigiosas revistas internacionales, que tienes cuatro libros escritos, que das conferencias por el mundo, ¿eres el orgullo de la familia?
No, yo siempre fui a la oveja negra. Imagínate que tengo un hermano economista que se graduó en Harvard, él, en verdad, es la estrella de la familia. De todas formas, sí provoqué un cambio considerablemente en una familia muy tradicional, de trabajo fijo, con una tradición de oficina. Y ahora mis sobrinos que me leen en revistas, y que ven que viajo, cuando les pregunto qué quieren ser de grandes, me dicen que quieren ser escritores, guitarristas de una banda de rock, pintores u otros oficios más independientes.


¿Hace cuánto que no regresas a Chile, tu país natal?
Regreso esporádicamente, pero nunca me quedo más de dos semanas. Eso desde hace 14 años. Siempre me he sentido extranjero, inclusive, en mi propio país.


Entonces, ¿cuál es la nacionalidad de un periodista portátil?

Yo no creo en las nacionalidades, no poseo ninguna. Soy un ciudadano portátil. O, como dijo Dante en La Divina Comedia, “mi patria es el mundo en general”. Siempre me he sentido extranjero. Y cuando digo “extranjero” quiero decir que todo lo veo desde afuera. Me parece que eso, para los que nos dedicamos a escribir, es saludable. En el fondo, uno tiene ese ADN.

¿Cómo ves la vida en los hoteles?

Los hoteles son sitios de oportunidades. Yo de pequeño los veía con admiración: ahí sólo entraban personas importantes, que sabían hablar muchos idiomas. Ahora, que noto que se han convertido en mis hogares, me doy cuenta de que nunca voy a poder salir de ellos. La vida de hotel es como la de un drogadicto o la de un inmigrante: quieres, pero no puedes.

¿Has perdido la noción de dónde te encuentras: te levantas en la mañana y no sabes dónde rayos estás?

Sí, y es algo terrible. El otro día me sucedió eso en Cândido Godói (Brasil), un pueblo que es considerado la capital mundial de los gemelos. Fui a escribir esa historia para la revista SoHo y me desubiqué, me perdí, no sabía dónde estaba. Sólo un día antes había estado en Lima, presentando mi último libro.

En otra ocasión, estaba dando una conferencia de periodismo en un auditorio de La Paz y me despedí con un: “Gracias, colombianos, por haberme recibido”. Venía de Colombia y aún no había asimilado el cambio de territorio. Yo pensaba que eso sólo le ocurría a Julio Iglesias.

Pero eso se lo aprovecha. Cuando todo está en caos, como ahora con este intento de Golpe de Estado en Ecuador, yo sé que me va a ir muy bien porque el periodismo portátil es de sobrevivencia y a esas cosas se les saca partida. Cuando todo está en orden, tranquilo, yo sé que me va a ir pésimo porque no tengo nada que contar.


¿Prefieres, entonces, vivir en peligro?

Sí, porque la máxima del periodismo portátil es sobrevivir escribiendo historias por el mundo. Y las situaciones caóticas me inducen a narrar. Cuando eso ocurre, el papel y la pluma me coquetean.

La palabra “sobrevivir” es muy importante. Yo creo que el periodismo portátil en Latinoamérica podría funcionar muy bien, y yo podría dejar de ser el único que me dedico a esto. Vivimos en un continente de urgencia y aprendemos desde chicos a sobrevivir: aprendemos que los policías se pueden tomar las calles, incendiar llantas y lanzar gases lacrimógenos, pero que, de todas formas, nosotros debemos llegar a casa intactos; conocemos qué esquinas son peligrosas y cuáles no; sabemos que no se puede confiar en los extraños. Son barreras por superar, son reglas de supervivencia. Cuando vivía en Barcelona y me dedicaba a este tipo de periodismo freelance, sabía que lo mejor para mi bolsillo sería aprovechar una promoción de dos hamburguesas al precio de una que lanzó Burguer King. Eso no me lo enseñó nadie. Se trata de tener ingenio para, literalmente, sobrevivir y no morir de hambre.


¿En qué otras ocasiones has mostrado tu instinto de supervivencia?

Las veces que, ejerciendo este oficio, me han asaltado y apuntado con un arma. O cuando recibí amenazas de un grupo de ultravegetarianos argentinos, luego de escribir el libro “La vida de una vaca”, para el cual me compré uno de esos animales y lo maté. Todo para poder explicar la pasión que tienen los argentinos por la carne. O cuando una barra brava de fútbol descubrió que me infiltré en su grupo para escribir sobre ellos. O cuando fui a la Antártida y sentía que mis huesos iban a explotar. Pero, en realidad, mi mayor peligro ha sido el tipo de vida que llevo: pasar de hotel en hotel, de avión en avión y así, todo el tiempo.


Se compró una ternera, la crió por dos años y luego la tiró a la parrilla. Todo para contar la pasión argentina por la carne ("La vida de una vaca", Seix Barral 2007).

¿Sin poder conformar una familia: esposa, hijos?
Es difícil que alguien que viaje tanto logre conformar una familia. Yo no la tengo, soy divorciado y no tengo hijos. Las tres relaciones largas que he tenido han sido con mujeres que han viajado mucho más que yo. Pero ni así nos entendimos (ríe).

¿Te consideras un bicho raro?
Yo no, pero sí me han considerado. Estoy haciendo algo diferente a lo convencional y eso hace que no me aburra. Yo creo que el periodismo está lleno de aburridos, sobretodo los que trabajan con horario fijo en redacción.

¿Sentiste, alguna vez, que tu vida es lo más cercano a una ficción?
Sí. Estar en constante movimiento, de país en país, me lleva a que me pasen muchas cosas. Y yo siento que las vidas de la mayoría de mis seguidores son aburridas. Lo sospecho por el Twitter: me piden que les cuente todo lo que hago. Sus vidas no son lo suficientemente divertidas y por eso me preguntan qué me está pasando. Pero, por otro lado, también me parecen extraordinarios aquellos que tienen una vida en un mismo lugar, con una misma mujer, con un solo trabajo, y que tratan de mantener eso todos los días, con el mismo entusiasmo. Esa es una aventura para la cual todavía no estoy preparado, pero que me encantaría experimentar.
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¿Cómo te ves a los 70 años?
No tengo idea de qué va a pasar. Quizás en 30 años las historias se cuenten de una manera que ni siquiera imaginamos. Por eso, la esencia del periodismo portátil es contar historias. La forma en que se cuenten puede ser la crónica extensa o, el día de mañana, quién sabe, talvez se lo haga en pequeños caracteres a través del Twiter. O, más adelante, quizás en código morse.
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De lo que sí estoy seguro es que los diarios, en 30 años, ya habrán entendido lo que yo vengo predicando desde hace mucho tiempo: que tienen que dejar de dar noticias. Los diarios ya no están para dar noticias -para eso está la inmediatez del internet o de la televisión-. Los diarios están para contar historias particulares.
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Dentro de 30 años, quizás luzca más joven (ríe). En serio: cada año que pasa, si uno sigue haciendo lo que le gusta, no envejece. No quisiera ser un viejo que sólo cuente sus experiencias, lo que alguna vez hizo. Me gustaría seguir con proyectos a los 70 años. Me preocupa, eso sí, que a esa edad ya no pueda viajar.
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Meneses abandona la universidad. Su próximo desafío es llegar a salvo al hotel donde está hospedado, en el centro de la ciudad. La mayoría de las calles están cerradas. No hay transporte público. Muchos ciudadanos se han estrenado como ladrones. A esta hora, Guayaquil continúa siendo un rompecabezas inacabado.

*Publicado en la revista Diners, febrero/2011, edición #345

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