Entrevista a Juan Fernando Andrade

Hoy, el diario Expreso (en su edición impresa, no web) sacó un especial denominado "Guayaquil Universitario". ¿La idea? Poner a escribir a estudiantes de Periodismo de ocho universidades diferentes

Dos semanas como reportero del Extra

Cada que cuento que trabajaré en el Extra, alguien intenta asesinarme. Y por cualquier vía. Ya sea llamándome a mi celular, enviándome un mensaje por Twitter o insultándome cara a cara, como Dios manda

¡Los peligrosos deportes inofensivos!

Es una despiadada mentira decir que los deportes mortales son los que te matan. Mi experiencia muy cercana con deportes, aparentemente, inofensivos me lleva a afirmar todo lo contrario

If you are going [...]

Gerry

Cuando terminé de ver esta peli, no sabía si ponerme de pie y aplaudir efusivamente o regalarme (urgente) un fin de semana en un spa

Terminemos el Cuento (2008)

Ya son casi 3 años desde que obtuve el segundo lugar en Terminemos el Cuento: uno de los concursos literarios más importantes del país

viernes, 25 de diciembre de 2009

Érase una vez el amor pero tuve que matarlo



Te levantas de la cama, luego de hacer caso omiso a los tres primeros llamados de tu alarma. Te alistas para ir a la universidad. Te das cuenta que tu reloj tiene deseos de llevarte la contra. Te apresuras. Es lunes, muy pocas cosas buenas ocurren un día como ese, por lo que consideras un logro el solo hecho de haber llegado a tiempo a tu clase de Literatura Contemporánea. Tu profesora entra al aula, anda con buen ánimo. Casi de improvisto, la escuchas hablar de una novela a la que califica como “desgarradora” y “pequeña joya”. Consume toda la hora introduciendo datos del autor, algo del contexto histórico y pequeños abrebocas sobre la trama. De repente, tu maestra cambia su rostro efusivo y amenaza con un control de lectura para la siguiente clase. La dosis suministrada surge el efecto deseado: luego de terminada la hora, corres -en el sentido literal de la palabra- a una librería a comprar Érase una vez el amor pero tuve que matarlo, del escritor colombiano Efraim Medina Reyes. Lees las primeras páginas, el estilo experimental de la novela te atrae. Sigues leyendo: mientras caminas, mientras comes papas fritas y das sorbos a una Coca Cola en lata, mientras vas al baño, mientras alimentas a tu perro, mientras agarras de la mano a tu pelada. Cuando te detienes, cuando dejas de leer, te das cuenta que ya es demasiado tarde: has desgastado, en menos de un día y casi de un tirón, toda la novela.


Rep ama a cierta chica. Ella, a su vez, no lo ama y por eso terminó casándose con un tipo de contextura similar a un flan: juntos tuvieron flancitos. Rep juega fútbol playero y anota goles. Muchos goles. Excepto cuando cierta chica lo ve. Tiene sexo con muchas mujeres, pero eso no lo hace olvidar a cierta chica. Rep bebe hasta perder el conocimiento; fuma marihuana hasta desprenderse totalmente del mundo en el que vive: lo hace pensando en cierta chica.


Érase una vez el amor pero tuve que matarlo se nutre de rabia. Esta novela está compuesta por historias que bien podrían ser leídas por separado. La razón es simple: están escritas a manera de diario y son sucesos que suceden en fechas que distan, en ocasiones, por más de diez años. Sin embargo, Medina Reyes ha sabido cómo conjugarlo todo para tratar temas propios de toda urbanidad. Y de toda juventud: sexo, alcohol, amor y drogas. De ahí que esta, su última novela urbana, tenga mucho de esos temas ineludibles.



Efraim Medina Reyes, escritor nacido en Cartagena de Indias en 1967



Pero también tiene mucho de rock. De hecho, resulta imposible entender Érase una vez el amor pero tuve que matarlo sin echar un vistazo a la contracultura de los roqueros (en el libro se cuentan historias paralelas de dos ex músicos: Kurt Cobain, ex-vocalista de Nirvana; y Sid Vicious, ex-bajista de Sex Pistols. De personalidades controversiales, por supuesto, como todo en el libro).


Esta obra de Medina Reyes está escrito de una manera experimental, con un lenguaje poco trabajado pero directo y de una manera que siempre despertará polémica. De su literatura, inclusive, se ha dicho que es una “urbanidad de carroña”. Cierto o no, lo único seguro de Érase una vez el amor pero tuve que matarlo es que no está hecho para ser un clásico de la literatura; ni su autor para ser un candidato al Premio Nobel. A Medina Reyes parece no importarle cuánto lo carcoma la crítica por sus imperfecciones narrativas que él tanto defiende. Imperfecciones que, sin embargo, muestran de una manera terriblemente cierta la realidad circundante. La realidad que todos conocemos pero que otros quieren obviar porque no es "digna" de la literatura. Medina Reyes es de los pocos escritores que todavía piensan en la literatura como acto catártico. Y yo de los pocos lectores que aún piensan en los libros como acto hedonista.


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viernes, 11 de diciembre de 2009

Record buitre

Poseo un record digno de sacar pecho: la mayor cantidad de multas vehiculares en el menor tiempo posible. Lo que pasa es que no he tenido tiempo para registrarlo en los Record Guinness. Pero a ver qué alcance puede tener ahora que lo expongo en este blog.

Martes 3 de noviembre del año que ya mismo expira. Guayaquil, Ecuador. Mi carro rodaba a una velocidad permitida, a 60 km/h, en la Av. del Bombero, cerca del Centro Comercial Riocentro Los Ceibos, al norte de la ciudad. La radio había sido encendida antes de que el auto ruede, como corresponde; Andrés Calamaro sonaba a un volumen prudente. El retrovisor estaba a una altura que no podía ser más precisa para mi 1:70 de estatura. Las dos manos en el volante, en posición “2:50 am/pm”, tal como me enseñaron en la escuela de conducción Aneta. El asiento, a veinte centímetros de los pedales, como rezan los manuales de conducción. Ningún acompañante con quien conversar, con quien distraerme. Los vidrios cerrados, para que no entren los pitos de una ciudad que, seguramente, encabeza la lista mundial de más pitos/minuto. Aire a full para hacerle caso a los estudios científicos (“el calor produce serios despistes al manejar, aumento del tiempo de reacción, cansancio prematuro y hasta agresividad”). Mirada al frente. Cuerpo recto. Todo bien. Muy bien. Hasta que sonó el celular, el cual es, en parte, el culpable de esta historia.

Era mi hermana, mi querida hermana. Quería que la recoja en Riocentro. “Yo estoy al frente de Riocentro”, le dije, feliz de la coincidencia. “Ya voy, en un minuto estoy ahí, cuenta hasta sesenta, uno, dos, oh, no, espera... ¡Diablos!”. Un vigilante que, ¡lo juro!, tenía cara de buitre, me detuvo.

Pero no estoy hablando en sentido figurado. Tampoco estoy haciendo eco a una denominación que los guayaquileños le han dado a todos los vigilantes de la Comisión de Tránsito del Guayas. Estoy siendo literal: el tipo tenía un cuello larguísimo, una papada que se le caía y unos hombros que estaban más elevados de lo humanamente normal. El buitre (DRAE: Persona que se ceba en la desgracia de otro), me comunicó el motivo por el cual me había detenido, por si acaso se me ocurría pensar que era para darme los buenos días: “Usted acaba de cometer una infracción: no se puede hablar por teléfono mientras se conduce”. Por la misma razón por la que nunca regateo, decidí que tampoco depositaría billetes debajo de la libreta con la que, diariamente, hace negocios: soy malísimo para hacerlo. ¿El resultado? Contravención leve de segundo grado, cuarenta dólares americanos y tres puntos menos de los pocos que le quedan a mi licencia. Le di las gracias, me despedí cortésmente, como si fuese un conocido de años, y puse en marcha el carro. Eché una mirada al retrovisor para, por última vez, observarlo: juraría que lo vi elevarse del pavimento.

Ahora es preciso sacar el cronómetro. Avancé un poco y detuve el carro donde mi hermana estaba parada, en los exteriores del centro comercial, en un lugar prohibido. Al hacerlo, corché el ritmo de un carro que, para hacer más dramático el asunto, se quedó detrás del mío (a pesar de que podía rebasarme). El orejudo que lo manejaba me pitó varias veces, con talento guayaquileño. Aunque era conciente de que era él quien tenía la razón –y no yo-, le saqué un dedo que me estorbaba. Todo por la violenta forma en que utilizó su pito y su boca. Finalmente, le grité la profesión de su madre (creo que acerté), y me fui.

Todo el espectáculo había sido presenciado por otro señor buitre, que se encontraba a menos de media cuadra de la escena, y que yo ignoraba. El vigilante estiró todos los dedos de su mano, y eso, en lenguaje-buitre, significa “detén el carro que tengo hambre”. No había pasado más de un minuto y medio desde la anterior infracción. Ahora sí, con la experiencia adquirida, intenté sobornarlo: mi última salida, la única opción que tenía para evitar una nueva multa, nuevos cuarenta dólares (u ochenta yankees en menos de dos minutos). Pero mi intento de soborno fue torpe. Los expertos en el arte del soborno recomiendan dibujar un cuatro con la mano derecha, y sostener el dinero con el pulgar, de manera que apunte al piso. También, dicen, se debe dar la cantidad, no preguntarla. Yo lancé una pregunta ingenua: “¿Cuánto quiere?”

-No quiero nada. Además, ya llené la cita.

En ese momento alcé los brazos al cielo y pedí compasión.

PD: Agradezco a mi queridísima hermana, a los dos buitres hambrientos que se cruzaron por mi camino, a mi celular Nokia a prueba de agua, a mi carácter traicionero y a mi eficiencia para atender celulares mientras manejo: sin todos esos recursos/talentos, jamás lo hubiese logrado.

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lunes, 7 de diciembre de 2009

¿Navidad?



Escribo esto minutos después de recibir la llamada de un amigo que, con tono melancólico, me contó la seguidilla de peleas que en estos días ha protagonizado junto con su novia, amigo que concluyó su discurso depresivo con una frase que no es lapidaria, pero casi: “Talvez es la navidad la que me pone así”. Escribo esto segundos después de aparecerme –sin aparecerme- por el Messenger (estaba offline) y, en ese estado, curiosear el nick de una amiga que sintetiza de forma perfecta su sentimiento hacia estas fechas: “Deseo de navidad: ¡No llegues!”.

¿Qué mierda es la navidad?

No puedo dar una respuesta precisa, tan sólo elucubraciones. ¿Son, acaso, los regalos? ¿O la celebración de la llegada de un niño a este mundo (por cierto, cada día nacen millones y, de esos, 17000 mueren cada 24 horas por hambre. Y nadie dice nada)? ¿O el viejo, casi ciego, gordo y barbón de traje rojo (¡fíjense qué atributos tan dignos de alabar!)? ¿O los muñecos de nieve? O todo eso junto. O nada de lo mencionado.

En casi dos mil años no se ha logrado unificar tantos sentimientos divergentes hacia la navidad. Sentimientos, dicho sea de paso, que fueron fabricados en el mismo planeta. Por distintas personas, sí, pero en el mismo planeta. Y así y todo, los científicos sólo se preocupan por hallar la cura para el Sida o para el Calentamiento Global.

De pequeño la navidad eran los regalos, punto. La creencia en el viejo barrigón se disolvió el día en que observé un disfraz perfectamente diseñado en el cuarto de mis viejos.

En mi actual estado, cerca de lograr una hazaña que no consta en el libro gordo de los Records Guinness: casi dos décadas y sigo respirando, la navidad es sólo un instante ameno de reunión con mi familia, pavo y más pavo, y un árbol artificial cómplice de ese espectáculo.

Y la excusa perfecta para actualizar un blog que lo tenía descuidado.

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lunes, 23 de noviembre de 2009

De objetividad y crónica periodística


Asco. Asco y repugnancia. Asco, repugnancia y fastidio es lo que siento cada vez que escucho la tan violada palabra “objetividad”. Y siempre, sin excepción, es escupida por algún catedrático. ¿Hasta cuándo los académicos seguirán con su afán utópico de querer transmitir, a la fuerza, ese “principio periodístico”? ¿Principio o capricho? He ahí el dilema, diría -aunque en otro contexto- un señor que se llamó Shakespeare.

Todo normal, la clase marcha con un ritmo convencional: estudiantes atentos que tratan de digerir las palabras que acaba de pronunciar el profesor. Sobre cualquier tema, eso no importa. De repente sucede. El catedrático, desde su postura subjetiva, habla de objetividad. Y se embala con palabras proliferantes: Que sí que es importante guardar distancia con el hecho que se narra, que la voz del periodista no debe de aparecer, que todo tiene que estar narrado en tercera persona, que cuidado con sacar a relucir cualquier tipo de sentimientos…. En fin, pretenden que el periodismo lo ejerzan inválidos. No se puede pensar, no se puede sentir, no se puede oler. ¡Vaya oficio! Viéndolo así, cabe preguntarse si resulta necesario estudiar Comunicación Social para contar lo que todo el mundo ve, lo que ya se sabe, lo que ya se conoce.

El periodismo que los catedráticos predican no es el oficio al que García Márquez calificó como “el más bello del mundo”. No, ese no. Tampoco fue el quehacer diario de Truman Capote ni de Ryszard Kapuściński. (Ojala que alguno de ellos se levante de sus tumbas para jalarles las patas y darles un susto del carajo, capaz de quitarles ese vicio de hablar subjetivamente de la objetividad). Capote y Kapuściński, por citar un par de ejemplos, veían. Y a partir esa acción, construían historias-reales fantásticas (la non-fiction novel, como la llamó Capote). El solo hecho de ver ya implica una postura diferente y, por lo tanto, una manera de pensar diferente. Eso lo sabe hasta un niño de diez años. Qué raro que los profesores universitarios, con tantas maestrías y doctorados sobre sus hombros, aún no se hayan enterado de eso.

Por otro lado, me parece una manera caduca de enseñar un oficio que, por cierto, no se merece un trato tan injusto. No se puede reducir el trabajo periodístico al simple hecho de informar de la manera como lo hacen la mayoría de los diarios ecuatorianos: notas aburridas, llenas de cifras que en menos de un día serán olvidas o de celebridades o de sacerdotes “pecadores” o de políticos corruptos o de deportistas con sus amantes o de cantantes sin amantes o de periodistas entrevistados, a su vez, por otros periodistas. Prensa que, dicho sea de paso, margina a las noticias culturales y exalta las de farándula. Periódicos en donde el ciudadano “común” -los personajes “anónimos”, dirían algunos- sólo tienen posibilidades de aparecer en el caso de que sean aplastados por un trailer o de dar a luz a sextillizos. Delincuencia, pobreza y emigrantes. Sangre y más sangre. Y viceversa. Los mismos temas de siempre y, lo peor de todos, siempre enfocados desde la misma esquina. Periodistas que juegan con el rol de Dios (están, pero no se los ve). Comunicadores que pretenden, sin éxito, ser omnipresentes. Supongo que, en la mayoría de los casos, la culpa no es del oficio en sí, sino de los jefes de los diarios que rasguñan a la competencia con tal de obtener las benditas premisas. Dueños de medios de comunicación que se dedican a reducir el tamaño de las noticias y que condenan la subjetividad periodística. Todo eso contradice a los “principios” de la crónica, la antítesis del periodismo que leemos a diario.

No sé si la crónica periodística está pasando por su mejor momento. Muchos dicen que sí. Posiblemente existe un resurgimiento de este género periodístico, especialmente en Latinoamérica. De ahí que cada vez nos suenen más nombres como el de Juan Pablo Meneses, Alberto Salcedo, Martín Caparrós o Julio Villanueva. Ellos se alejan del periodismo convencional. Practican, se podría decir, otro tipo de periodismo: observan los elementos usados en la literatura, los extraen, y los aplican en historias reales. Dije historias reales. Historias que se convierten en anécdotas, que no se las olvida fácilmente (de la misma manera como no se olvidan los grandes libros de la literatura universal). A pesar de que tanto la nota informativa como la crónica pertenecen al mismo género, existe un enorme abismo que los separa. Como alguien alguna vez dijo “una nota informativa es un boceto al carboncillo, pero una crónica es un relato terminado con sombra y color”. La crónica es, como dijo Gabo (el único Gabo literario que se conoce), un cuento. Pero real.

Los cronistas antes mencionados -entre otros“desconocidos”- ponen sus ojos al servicio de los lectores, y nos cuentan lo que ellos ven (o, a mucha honra, ¡lo que les da la gana de ver!). Periodistas que están inmersos en una búsqueda constante de historias laterales, es decir, de personajes históricamente marginados por el periodismo convencional. Tocan temas universales a través de temas mínimos. Y mandan a dormir, con incómodas almohadas, a la objetividad.

No es lo mismo que nos digan “El Ecuador se quedó sin luz” a que nos cuenten, por ejemplo, la historia de un carnicero que, por ese incidente, perdió toda su mercadería. O, mejor aún, que se narre la otra cara de la moneda: algún comerciante de velas que se ha beneficiado por los apagones. De la misma forma como no es igual que me comuniquen que 105 personas murieron en un atentado a Pakistán, a que me cuenten la historia de uno de los afectados: qué hizo poco antes de morir, cómo estaba vestido y un montón de etcéteras de los que sólo se encargan ellos, los verdaderos periodistas, los cronistas. Noticias como “un asesino mata a diez personas”, ya no dicen nada. Sin temor a equivocarme puedo afirmar que la prensa tiene mucha responsabilidad en la falta de sensibilidad de la que están hechos los lectores. Pienso en caras, no en cifras.




En Ecuador, salvo un puñado de periodistas -como Esteban Michelena, Juan Fernando Andrade, Verónica Garcés, Luis Borja, entre otros-, nadie practica la crónica periodística. No es tanto así, pero casi. Son muy pocos. Y esa tendencia seguirá en pie si es que las universidades no cambian su manera caduca de educar.

Recientemente escuché decir que “el periodista debe describir las cosas como las ve Dios”. Seguro Dios se caga de la risa cada que escucha eso. Aunque la analogía, dicho se de paso, es perfecta para recaer en las malas costuras con las que se construye el periodismo ordinario: a Dios no se lo ve, no es tangible, y eso es lo peor que le podría pasar a un periodista. Y ojo, no hablo de que el comunicador se lleve todo el protagonismo, no, eso no debe ser así, me refiero al hecho de que su presencia debe ser palpable. Debe existir. El periodista es más que un simple intermediario entre el hecho y el lector. Es necesario –como me dijo un amigo- cargarse al hombro la historia y decir: “Soy yo quien la lleva”.

La objetividad, además de contradecir las “reglas” de la crónica, es una palabra excesivamente mimada y respetada por los catedráticos. Los futuros periodistas deben comenzar por desacralizar ese término y por poner fin a la búsqueda espacial de una objetividad que, en la práctica, no existe. Ni debe existir. El siguiente paso será quitarse de la cabeza la idea de que la subjetividad en el periodismo tiene connotaciones peyorativas. No estamos ante un misil nuclear o ante Hitler (lo cual es lo mismo, creo): es menos dañina de lo que nos quieren hacer pensar.

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jueves, 12 de noviembre de 2009

Más abrazos que cine

Para comenzar, debo advertir que esta película no es ni la sombra, en cuanto a contenido, de filmes grandiosos que Pedro Almodóvar ha creado (como las modélicas ‘Hable con ella’ o ‘Mujeres al borde de un ataque de nervios’). Tres años después de su última película -la sensacional ‘Volver’- el cineasta español regresa con una obra melodramática que narra la historia de Mateo Blanco, un director de cine que pierde sus dos activos más valiosos: primero, su vista, y, luego, a su querida novia. O viceversa. O al mismo tiempo, eso es lo de menos.

Existe un recurso muy propio de Almodóvar usado en ‘Los abrazos rotos’: el de contar una historia dentro de otra. Novedoso, no; eficaz, sí porque sirve para que Mateo (interpretado por Lluís Homar) cuente su turbulento pasado. Con esta técnica se produce un ir y venir de dos tiempos que están separados por más de una década. Dos tiempos, cabe recalcar, que quedan muy explícitos ya que, a diferencia de uno de los anteriores filmes del director español, ‘La mala educación’, en donde se juega de una manera magistralmente confusa con el pasado y el presente, en esta película no existe espacio para dudas de ese tipo.

En ese pasado aparece, en un papel poco sobresaliente, la recientemente ganadora del Oscar por su participación en ‘Vicky Cristina Barcelona’, Penélope Cruz. La actriz española interpreta a Lena, una joven de un status social bajo que, sin embargo, logra conquistar la clase alta madrileña gracias a su penosa relación con un empresario exitoso. Lo que no logra es ser feliz. Pero todo cambia cuando se ofrece para trabajar en una película que Mateo Blanco pretende rodar.
“La energía de Elena es bastante diferente a la mía”, confesó Penélope Cruz, en una rueda de presa, cuando se le preguntó sobre su posible similitud con Lena. No era necesario que lo diga: es evidente. Pese al gran interés que posiblemente genere esta película, por el retorno a la pantalla grande de la dupla española de cine más reconocida del momento (Almodóvar-Cruz), es lamentable tener que informar que tanta confianza que el director manchego ha depositado en su “musa” predilecta (dándole papeles tan poco congruentes con su personalidad), es, en esta ocasión, mal retribuida. En ‘Los abrazos rotos’, Cruz está lejos, muy lejos, de ser la Raimunda de ‘Volver’, aquella que estuvo nominada a los Oscar pero que, por razones que sólo la Academia de Hollywood comprende, no pudo ganar.


El protagonismo, no cabe ninguna duda, lo lleva Lluís Homar, pero él, talvez por verse incapaz de compenetrarse con el personaje que interpreta, o por la tibieza del guión y del argumento, tampoco logra un papel memorable. Su drama jamás logra ser transmitido al espectador, y su resignación -ante su ceguera y ante la muerte de Lena- es poco convincente. Existe un acierto digno de resaltar: la presencia del empresario inescrupuloso (interpretado por el reconocido actor José Luis Gómez) que funciona muy bien en su papel de antihéroe para esta historia de amor tan deslucida. Hay referencias a diversos clásicos del cine, como para justificar lo dicho por Almodóvar para definir a ‘Los abrazos rotos’: “Esa película es mi declaración de amor al cine”.

Con todo, el hecho de que la película lleve la firma de Almodóvar (y de su “amante sin los placeres del sexo”) resulta suficiente para que ‘Los abrazos rotos’ no conozca el fracaso taquillero. Y, talvez, para que logre alguna nominación en los cada vez menos confiables premios de la Academia. Almodóvar le ha entregado mucho al cine, por lo que una película que pretende ser sentimentalista, pero que no logra serlo, no puede deslucir la carrera de un cineasta tan prolífico. ¿O sí?


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domingo, 25 de octubre de 2009

Fougères: “La fe no se vende en el Supermaxi” (I parte)

Pudo haber escogido Managua (Nicaragua) o Izmir (Turquía). Pero no lo hizo: eligió Guayaquil. Llegó con la idea de quedarse tan solo dos años (tenía un trabajo algo nómada, que lo “obligaba” a cambiar de lugar cada 730 días). Hoy, luego de 44 años, se encuentra más aferrado que nunca a esa ciudad porteña a la que considera como suya. “Aquí uno tiene corazonadas, no me explico por qué. Sencillamente fue Guayaquil”, explica Bernard Fougères, un francés que vino al país sin saber hablar castellano pero que a los cinco meses ya daba conferencias sin apuntes.

Hoy domina a tal grado el idioma que puede gozar del privilegio de ser columnista en uno de los diarios más importantes del Ecuador. Cuenta, además, con la experiencia de haber incursionado como conductor y realizador en diversos programas de TV y radio. Su correo electrónico tiene que soportar más de dos mil cartas al año, provenientes de personas que solicitan su orientación (candidatos al suicido, al aborto, al divorcio); sin embargo, por un instante dejó de revisar su e-mail. No para hacer preguntas, sino, para recibirlas.

Arturo Cervantes: Si tuviera la potestad para elegir un personaje (actual o del pasado) para entrevistarlo, ¿a quién sería?
Bernard Fougères: Sería Édith Piaf. Fue el fenómeno más grande de la canción en la Francia del Siglo XX, (estuvo) muy identificada con el pueblo. También a la Madre Teresa, Martin Luther King, Gandhi, J. F. Kennedy…

AC: ¿Qué le preguntaría a Gandhi?
BF: Le preguntaría si el principio de la no violencia era solamente un sueño o si él pensó alguna vez que podría convertirse en la meta de toda una humanidad. ¿La no violencia no es una utopía? Yo me lo sigo preguntando a todo nivel: la violencia doméstica, la violencia racial.

AC: ¿A quién jamás entrevistaría?
BF: Yo entrevistaría a cualquier persona, al mismo Diablo si existiera. No hay mal entrevistado. No hay entrevistado que pueda ser segregado, ni siquiera el peor violador o el peor asesino. Busco la verdad del ser, qué hay de bueno y de malo en cada persona.

AC: ¿Qué aprendió en la entrevista que le hizo al presidente Rafael Correa?
BF: Aprendí muchas cosas: que había sido muy atrevido; que no se puede agarrar por la barbilla a un presidente, por más “Bernard” que se fuera; y que fui un pendejo al hacerlo (al cogerle la barbilla). Fue una entrevista frontal, valiosa, valiente. Rafael respetó mi libertad absoluta de opinión. Pude, después de la entrevista, compartir unas copas de vino con él. A pesar de no estar de acuerdo con ciertas medidas que él ha tomado, he conservado hacia él un gran afecto.

AC: Usted ha dicho (en un artículo publicado en un diario local) que “todos tenemos una misión por cumplir”. ¿Cuál es la suya?
BF: Convertirme en un ser humano para poder entenderlos a todos, para poder meterme en la piel de todos: de los animales, de los árboles, de las plantas. Hago lo que puedo, y es una gota de agua en el mar, un grano de arena en el desierto. Comprenderme a mí mismo, buscar a Dios, leer todo lo que pueda acerca de Él (Dios). …

AC: ¿Quién es Dios para Bernard Fougères?
BF: (Es) la suma de todas las posibilidades. El “dios posible” –como lo llamo yo- es justicia, amor y bondad absoluta… (Dios) es lo absoluto.

AC: ¿Creador?
BF: Probablemente porque no hay otra explicación sino (tan solo) elucubraciones. ¿Cómo nació el mundo? (se pregunta) O nuestra mente es demasiado pequeña para poder entenderlo u optamos (sólo) por la idea de un Dios Creador que lo soluciona todo. Entonces, el círculo está muy cerrado. Los que tienen y viven una fe religiosa, tienen una suerte bárbara.

AC: ¿Quisiera ser creyente?
BF: Por supuesto que sí, pero la fe no se vende en el Supermaxi.

AC: ¿A qué le tiene miedo?
BF: Miedo a no ser aquel que soy, a vivir, a ser cobarde, a llevarme por el qué dirán. Tengo miedo a caminar por la 9 de Octubre con un reconocido homosexual por el temor de que digan que yo también los soy; de hablar con una prostituta callejera porque van a pensar que yo me voy a ir con ella. Eso es cobardía pura.

AC: ¿Qué tan complejo es amar?
BF: Es una cuestión de cada minuto Yo estuve casado cuarenta años, con buenos y malos vientos, con errores, con aciertos; pero fue un tiempo maravilloso. Yo creo en el amor eterno, pero esa eternidad se topa con el hecho de que no somos eternos. Entonces (sólo) un segmente de eternidad es nuestro. Cuando estás en el clímax del amor sientes la sensación de que (el amor) es eterno. El hombre capaz de ser fiel a una mujer toda una vida, es mucho más hombre que cualquier hombre. Es muy fácil ser infiel, es una tentación de todos los días, no es sencillo resistir una tentación.

AC: ¿Usted ha sido fiel?
BF: (Piensa por unos segundos y luego responde): No. Pero tampoco he sido infiel bestialmente (ríe). He tenido sólo una infidelidad muy grave. Curiosamente no fue sexual, lo cuál es más grave aún.

AC: ¿Por qué es más grave aún?
BF: Porque te involucras con todo tu ser afectivamente; mientras la afectividad sexual puede ser un instante de placer, un par de espasmos y no pasa de ahí.

AC: ¿Se arrepiente?
BF: Sí, porque hice sufrir y siempre el peor pecado es lastimar. Yo cedí a un impulso y mi voluntad no logró controlar (el impulso); consecuentemente lastimé, y es quizás la cosa de la que más me arrepiento

*Fotos: Amaury Martínez

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lunes, 19 de octubre de 2009

¡Por qué a mí!


A mis cortos 19 años, las probabilidades de una muerte prematura han aumentado, en los últimos días, drásticamente. Pues bien, me detectaron una gastritis que está próxima a llamarse úlcera crónica. ¿Que cuáles son los síntomas? Me arde el estómago casi todo el día (y eso incluye las noches también, porsiaca). Yo, que antaño no me despertaba ni porque en el país se acababa de registrar el temblor más fuerte de la historia (al día siguiente me lo contaban, nunca lo podía comprobar), ahora me despierto todas las madrugadas víctima de un ardor abdominal (más fuerte que el dolor que, seguramente, siente Correa cada vez que su hermano lo acusa de algo nuevo). El doctor me ha dicho que, cuando eso me ocurra, o bien coma, o, en su lugar, tome un vaso de leche tibia. OK, he tomado al pie de la letra su recomendación: ayer me tomé nueve vasos de ese líquido blanco que –sin café- tanto detesto. Aparte, cada hora como algo nuevo (galletas, papas fritas, sánduches…) Probablemente se me reviente la úlcera (pues no pretendo acatar la sugerencia que atenta contra la vena mexicana que, no sé por qué, poseo: la de dejar a mi fiel y belicoso amigo el ají) Aunque, pensándolo bien, la úcera es lo de menos. Lo más probable es que me muera por indigestión: últimamente, con mi nuevo régimen alimenticio, le he dado mucho trabajo a mi retrete. ¡Diablos! Los médicos nunca piensan en los efectos secundarios.

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domingo, 18 de octubre de 2009

El delito



Hasta antes de aquel viernes, yo no había matado a nadie. Si algo de honra me quedó después del homicidio, la usé para aceptar el delito con la hombría que me proporcionaba la década de existencia que entonces tenía. Aunque tampoco tenía otra opción: mis amigos lo habían visto todo.

No recuerdo con exactitud por qué un viernes por la tarde no me encontraba en la cancha de fútbol -que quedaba a unos cuantos pasos de mi casa- junto con mis amigos, pero supongo que debió haberme suscitado un caso excepcional que justifique mi ausencia. El hecho es que cuando llegué a la cancha, el único vestigio que quedaba de un partido de fútbol -que ya pertenecía al pasado- era la imagen de tres amigos postrados sobre el césped, cansados, sudados, pero con una sonrisa enigmática que prendió la mecha de mi estado dubitativo.

- ¿Qué se traman?- les dije luego de saludarlos con el saludo exclusivo que nos identificaba como grupo.

- Encontramos el huevo de un ave- me comentó uno de ellos antes de recalcar que, además, estaba vivo.

No desconfié de sus palabras, sino de aquello que me presentó como supuesto “huevo de ave”. Su tamaño, ¡tan diminuto!, se asemejaba más al grosor de un chicle “Agogo” blanco que al hogar temporal de un ser vivo.

-Ah, ¿qué, no crees?- insinuó el mayor de todos- . Pues apriétalo si estás tan seguro, me dijo con un tono desafiante que yo juzgué como una falsedad premeditada.

Contemplar sus rostros impávidos ante lo que me disponía a hacer, y volver a observar aquello que mis manos cargaban, sólo aumento mi convicción de que eso, definitivamente, no era el huevo de un ave.

Revelar lo que aconteció después sería detallar un crimen que prefiero no recordar. Me limitaré a decir que cuando apreté con todas mis fuerzas aquello que cargaba en mis manos, lo hice con la seguridad de que me encontraría con cualquier cosa menos con un pichón que aún no tenía edad ni estatura para nacer. Sentí su latido y la sangre chorreando sobre mis manos, y escuché los pequeños gemidos que lanzaba mientras agonizaba.

Una caja de fósforos, que hizo de ataúd improvisado, y unas cuantas flores sirvieron para el entierro de un animal que murió en menos tiempo del que vivió. Cavamos un profundo agujero en la tierra y enterramos a ese diminuto pichón, no sin antes rendirle los honores respectivos. Sobre un pedazo de cartón escribimos un nombre que en ese momento arbitrariamente le asignamos, y que sirvió para que pueda ser identificado no en vida, sino en muerte. Por último, clavamos una cruz (hecha con fósforos y forrado con periódico y cinta) y nos retiramos con la conciencia intranquila (que se vio reflejada en los resultados de nuestros próximos partidos de fútbol) pues todos nos consideramos, según me lo revelaron días después, cómplices del delito.

Aún solemos visitar la tumba de aquel animal. Especialmente todos los días 7 del primer mes de cada año, fecha en la que se consumió ese atroz crimen. Algunos de mis amigos, incapaces de superar la culpa, se han adherido a AnimaNaturalis. Yo, por mi parte, después de aquel viernes, no he vuelto a matar.

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viernes, 16 de octubre de 2009

La mariposa que salió de su escafandra

Título: La Escafandra y la Mariposa
Dirección: Julian Schnabel
País: Francia, EEUU
Duración: 112 minutos
Género: Drama
Año: 2007
Reparto: Emmanuelle Seigner, Max von Sydow, Niels Arestrup, Patrick Chesnais, Anne Consigny, Emma De caunes, Mathieu Amalric, Marina Hands, Marie-josee Croze, Olatz Lopez garmendia, Jean pierre Cassel, Isaach De bankolé

Sinopsis

El redactor y jefe de la revista francesa Elle, Jean-Dominique Bauby, sufre una embolia masiva que lo deja en estado vegetativo. Su ojo izquierdo -único órgano que puede manipular- le sirve para comunicarse con los demás mediante un sistema que se basa en pestañeos. Encerrado en su cuerpo, Bauby creará un nuevo mundo con algo que aún no ha perdido: su imaginación.

Crítica

De entrada, los primerísimos planos hacen notar que algo anda mal: Jean-Dominique Bauby despierta, luego de haber estado dos semanas en coma, y se da cuenta que, despierto, el asunto es más grave aún. Con total lucidez, observa todo su cuerpo inerte. O casi todo, pues su ojo izquierdo lo halla a salvo. Se aferra a su ojo y se salva él también

Un tema tan manoseado en el cine, como lo es el estado vegetativo (“Mar Adentro”, “Johnny cogió su fusil”, etc.), necesita nuevas perspectivas para ser contado. Julian Schnabel lo sabe, y por esa razón, en La Escafandra y la Mariposa, nos cuenta el mismo asunto pero desde una esquina diferente. Schnabel no se limita a aproximarnos al universo de Jean- Dominique Bauby, sino que nos introduce en él. Y ese es, precisamente, el valor agregado de esta película. Ciento doce minutos donde los espectadores vemos el mundo através del ojo izquierdo de Jean-Dominique. En primera instancia, somos únicos testigos de sus pensamientos (una acertada voz en off), los cuales, este periodista francés, está imposibilitado de darlos a conocer por medio del habla, otra facultad de la que se ve impedido. Después, con la ayuda de una muy atractiva terapeuta del lenguaje, Jean-Dominique logra comunicar sus ideas por medio de un sistema en el que se le dictan letras. Él, a su vez, haciendo gala de su total lucidez, pestañea cada vez que se mencione la letra que desea usar. Con mucha práctica, logra formar palabras. Y después oraciones. Y párrafos.
Algo que llama la atención es cómo en esta película no se menciona, ni siquiera por mera casualidad, el término eutanasia. “La muerte sin sufrimiento” –eufemismo usado por la medicina- simplemente no tiene cabida en este film. Él mensaje, que no peca de explícito, va por otro lado: sin caer en el sentimentalismo extremo, La Escafandra y la Mariposa cuenta la historia de un tipo que se aferra a la única facultad que aún dispone para, de esa manera, vivir (si es que así se le puede llamar al hecho de depender, todo el tiempo, de una máquina para respirar).

Jean- Dominique, en primera instancia, se lamenta por su desgracia. Sin embargo, después termina aceptándola. Esta aceptación, empero, no evitará que de vez en cuando “regrese” a su pasado donde le era posible manipular su cuerpo (acertados flashbacks que le dan movimiento a la película). Así mismo, le resultará imposible evitar recordar el momento trágico de su accidente.

El director trabaja un personaje que, con una mente lúcida, una imaginación que García Márquez posiblemente envidie y un ojo izquierdo muy sano, logra más de lo que un humano, que disponga de todas sus facultades, podría. Jean-Dominique consigue salir de su escalafandra (como acertadamente llama a su estado vegetativo) y, cual oruga cansada por el solo hecho de serlo, se convierte en mariposa. Y vuela, vuela, vuela…

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jueves, 15 de octubre de 2009

Descartes y, de yapa, lección de cine con Mieles



Hoy -jueves 15 de octubre- a las 19h30 se proyectará el documental Descartes, de Fernando Mieles, en el MAAC Cine de Guayaquil (ustedes, si quieren, pueden llamarlo de la manera proselitista: Auditorio Simón Bolívar. Yo no). La función es como le gusta al pueblo: gratis.


Descartes ya se lo ha exhibido en Guayaquil. Y varias veces. La novedad es que, en esta ocación, luego de la película, Mieles dictará una lección de cine que, creo yo, vale la pena, tomando en cuenta que quien la dictará es, hoy por hoy, uno de los cineastas más prometedores de un país que, en cine (y en muchos otros ámbitos), promete muy poco. O nada.

Para los que no alcancen a ir hoy, el documental de Mieles se lo exhibirá en el OCHOYMEDIO de Quito, del 9 al 22 de octubre; en el MAAC CINE de Guayaquil, del 9 al 24 de octubre; y, en el Auditorio Museo del BCE de Manta, del 22 al 25 del mismo mes.

Sinopsis:

DESCARTES
Doc./80 min./ DV CAMSi el cine es memoria, ¿Qué queda cuando una película se pierde? Si el filme existe solo en la memoria de quienes lo pudieron ver, ¿Existe el cineasta que lo creó? Gustavo Valle circula por las calles de Guayaquil, un fotógrafo de matinés ignorado por la historia del cine ecuatoriano, olvidado por quienes alguna vez premiaron sus cortometrajes. Sus películas, perdidas en el laberinto burocrático de la ciudad, son reconstruidas por la memoria de los que las vieron.El cine es inmortal, pero de autor anónimo.




Para más detalles, visitar el blog: http://descarteseldocumental.blogspot.com/

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viernes, 2 de octubre de 2009

La carrera


Yo creo que habría que inventar un juego en el que nadie ganara.
Jorge Luis Borges





Por supuesto que, ahora, podría contar todo lo acontecido desde una perspectiva diferente. Pero con ello estaría dando cabida a un sinnúmero de mal interpretaciones. Se podría pensar, por ejemplo, que soy yo quien tiene el dominio del tiempo (lo cual no es así: esa potestad la tiene El Coprófago). O, en su caso, se podría calificar como irrefutablemente verídico todo lo narrado (cuando no son más que humildes contingencias). No voy, por lo tanto, a poner las cosas en su punto de vista adecuado.

Desde el instante en que morí, mi voluntad se suspendió para dar paso a una mudanza física que fue llevada a cabo por El Coprófago. Fui cenizas esparcidas sobre el río Nilo –mi último y más exigente deseo- antes de convertirme en un ser móvil, piriforme y de un tamaño que no superaba las diez micras. Buceaba. Lo hacía libremente en un líquido espeso y grisáceo que -a millones de semejantes y a mí- nos fue dado como hogar.

No recuerdo cómo me enteré de la carrera. Fue algo que se había divulgado hace mucho, por lo que no existía ningún ser dentro del Copros -como era comúnmente conocido nuestro hábitat- que no estuviera enterada de ella; ni dispuesto a participar. Decidí competir. Y, para ello, entrenar. Razoné, sin embargo, que no podía iniciar mis entrenamientos sin anteponerle un poco de teoría a la práctica. De ahí que comencé por estudiar el principio de Arquímedes (un cuerpo sumergido en un fluido estático es empujado con una fuerza ascendente que equivale a su peso). Entendí que, para disminuir la pujanza que me hacía flotar, y, por lo tanto, perder rapidez al momento de desplazarme, debía someterme a una rigurosa dieta que me ayude a bajar de peso. Así aconteció.

En cuanto inicié mis prácticas, supe que debía desaprender antes de aprender. En especial, una maña a la que estaba habituado al bucear: el desplazamiento de mi cuerpo (una cabeza y una cola -delgada- cinco veces más larga) era recto y no ondulado, como correspondía. Un error técnico que me impedía ser veloz. Al principio, en mi afán de adaptarme a ese nuevo estilo, comencé con tramas cortas y a una velocidad excesivamente lenta para, después, paulatinamente, aumentar las distancias y la celeridad. También lo logré. Yo mismo me maravillé al observar el movimiento sincrónico que lograba mi cuerpo y las ondas perfectas que dejaban a su paso. Luego aprendí. Aprendí a esquivar las curvas sin disminuir la marcha, a rebasar con destreza, a bosquejar rostros temerarios, a preservar energía, a ser rápido y consistente a la vez. Estaba listo para competir.

Junto con una infinidad de competidores (lo cual es un decir ya que, en realidad, eran cuatrocientos millones) acudí a la competencia en un día cálido, como de costumbre. El fluido estaba menos espeso pero, aun así, esa poca espesura representaba un difícil obstáculo a sortear. No fue sino hasta después que El Coprófago dio la orden para iniciar la marcha cuando recaí en el hecho de que no sabía qué sucedería en caso de que resultare ganador.

Los primeros segundos fueron, más que nada, un ejercicio de resistencia. La excesiva cantidad de concursantes copó totalmente el espacio de la carrera, por lo que resultó vano el pretender rebasar. De ahí que mantenerse estable, sin tropezar, ya era un logro. Seguí. Tanto roce de cuerpos me desgastó físicamente. En esa instancia, me lamenté por no haber considerado la fricción como tema a tratar en mis entrenamientos (los continuos roces se oponen al movimiento. Y eso, claro está, produce un desgaste y reduce la aceleración). Pero seguí. Y eso fue una ventaja: mientras yo continuaba, muchos, a esa instancia, ya habían cedido al rigor de la competencia.

El segundo tramo de la competencia –de un total de cuatro- fue el más complicado de todos. Sobre todo por el terreno. El fluido se tornó de un color blanco y mucho más espeso de lo que estaba en la primera parte. Además, las paredes presentaban unas capas -similares al musgo- capaces de atraparte si te les acercabas. Sin embargo, dado que ya no eran millones sino miles los competidores que seguían vivos (en el sentido literal de la palabra), existía más espacio para maniobrar. Con más terreno a disposición, pude acelerar sin temor a tropezar con nadie. Rebasé a unos cientos; sin embargo, aun tenía a más de doscientos delante de mí. Al llegar al primer túnel –que era muy largo (unos doce centímetros) pero no muy ancho (cuatro milímetros)- aumenté mi velocidad. Al salir noté que había aventajado a muchos. Pero no a todos: cincuenta me superaban. Algunos habían caído ante la gran cantidad de objetos que, cual meteoritos aunque ligeros, iban directo sobre nuestros cuerpos. Yo los esquivé con mucha maestría, excepto a uno de ellos que logró rozarme. Sentí una punzada que me presionaba y que amenazaba con reventarme hasta reducirme a la nada. Pero no caí. Entré al segundo túnel. Muy pocos salieron de él. Yo sí logré salir. Me sorprendí al ver a mi alrededor: sólo quedábamos doce.

Nos acercábamos a algo, y ese algo era el fin. O el comienzo, según como se lo quiera ver. En ese, el tercer tramo de la carrera, me daba lo mismo ganar o morir, estaba cerca de lograr cualquiera de las dos cosas. De la primera porque la podía ver: una esfera inmensa e inmóvil que, supuse, era el final; estaba cerca, y sólo quedábamos cinco. Pero también estaba cerca de la muerte puesto que la carrera me había desgastado. Podía desmayarme en cualquier momento y, luego de eso, sucumbir. Aceleré con todas mis fuerzas pero no para ganar sino para, de una vez por todas, morir: la agonía me atormentaba más de lo que podía soportar. Ese último impulso, sin embargo, hizo que me sumerja, cual inyección, en esa gran circunferencia. De inmediato se activó un sistema defensivo que impidió la entrada de los demás seres. Las puertas se cerraron herméticamente. Gané.

Luego sucedieron cosas sobrenaturales que estuvieron fuera de mi voluntad. La mano del Coprófago intervino, me hizo partícipe de aquello que fusionó, pero me impidió verlo. Hasta que me introdujeron en una especie de saco y recobré mis sentidos. Algunos meses después me sacaron de ahí. Mi primera reacción ante esa decisión fue llorar.

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jueves, 1 de octubre de 2009

La Metamorfosis


Poco antes de su muerte, Franz Kafka le encargó a su mejor amigo -Max Brod- destruir todas sus novelas y cuentos (incluida La Metamorfosis). Brod no le hizo caso, y, más bien, se empeñó en publicar todo lo que Kafka pensaba no era digno de ello. Hoy en día más de un lector agradece la desobediencia a uno de los escritores más grandes del Siglo XX.

A Kafka le apasionaba el acto de escribir, no de publicar. Poco le importaba la fama literaria, lo suyo era una práctica sin destinatario final. Cuando terminaba un texto, se sentía inseguro, le entraban dudas y hasta ganas de romper lo que había producido. Sin embargo, eso, al menos en primera instancia, no ocurrió cuando finalizó La Metamorfosis, su novela más celebrada.

Franz Kafka amó, odió y, finalmente, se reconcilió con su novela La Metamorfosis. Y la volvió a amar. Todo con la misma intensidad. Primero se enamoró de ella y, por eso, no tardó en ir a la casa de su amigo Max para, con un entusiasmo desenfrenado, leerla ante la presencia de algunos invitados. Sin embargo, no tardó en ser víctima de un sinnúmero de dudas que le hicieron sentir una total aversión hacia su obra. Algunos meses después, la volvió a querer; hasta se encargó de buscarle una editorial que estuviese a la altura de su novela.

La Metamorfosis cuenta la espantosa transformación de Gregorio Samsa en insecto gigante. A pesar de que el tema central de la novela pertenece a la ficción, Kafka logra hacer verosímil todo aquello que narra. La razón es simple: se identifica con el personaje.

Franz Kafka fue un desarraigado social y cultural. De pequeño, vivió la pobreza en carne propia pues su padre era un humilde vendedor ambulante. De grande, fue el mismo progenitor el que, con mucho esfuerzo, conquistó la clase alta de Praga (ciudad donde vivió Kafka). Su hijo, sin embargo, jamás se integró a su nuevo status ya que eso implicaba, además, ser parte de la muy cerrada cultura germana. Kafka era judío, pero tampoco se identificó con esa raza ni mostró actitudes sionistas. Toda esa hibridación –tanto cultural como social- hizo que Kafka formara una personalidad independiente, solitaria y que se sintiera extraño ante el mundo, tanto como se podría sentir un insecto inmerso en un universo, mayoritariamente, habitado por humanos.

La identificación con un bicho fue la manera más eficaz que encontró Kafka para transmitir lo raro que se sentía frente al mundo que le tocó vivir. En otras obras, el escritor checo intentó, con seres excéntricos –monos, perros, ratones- aproximarse a una personalidad que se le asemeje. Pero con ninguna logró transmitir de forma tan convincente la transformación de un hecho que, escrito con otra pluma, jamás hubiese podido provocar tantas sensaciones. Nadie como Kafka para describir el despertar de Gregorio Samsa y observar que lo que, hasta hace poco, era un cuerpo humano dejó de serlo para convertirse en un ser con patas y antenas lastimosamente delgadas. Esa situación planteada –la metamorfosis- tendrá un desarrollo asfixiante (la desesperación de Gregorio Samsa ante esa realidad) y un final que no podría ser más cerrado y preciso.

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La Banda nos Visita

Ocho árabe-parlantes llegan a Israel y, aunque resulte extraño, no vienen con el deseo de volarle los tuétanos al primer civil que se cruce por su camino. Todo lo contrario: su visita es parte de un acuerdo protocolario que, al parecer, busca hacer menos sangrienta la convivencia entre la cultura árabe e israelí. Vienen a brindar un concierto de música clásica.

Al llegar al aeropuerto notan que, contrario a lo acordado, nadie los recibe. Deciden coger un bus que los dirija a la ciudad del concierto. Pero se equivocan y, en su lugar, se dirigen a un desierto en donde a duras penas habitan personas que puedan hacerles recaer en su error. No hay hotel, no hay buses, no hay cultura musical pero sí una atractiva chica que les brinda ayuda, más de lo que esta banda podría necesitar.

Hasta aquí nada diferente a cualquier enredo hollywoodense. Pero esta no es una película de Hollywood, tampoco de gran presupuesto ni destinado a un gran público. De hecho, por algunas semanas pasó por nuestros cines sin hacer el menor ruido. El argumento es sencillo. No fue eso lo que permitió que La Banda nos Visita pueda pasearse por el festival de Cannes o Munich (por solo citar algunos de los tantos festivales por los que deambuló). La grandeza de este film radica en la capacidad del debutante director, Eran Kolirin, para lograr tantas emociones en 97 minutos (tiempo preciso para una trama que no tiene nada más que ofrecer); y eso lo logra con un tratamiento delicado para cada escena: planos fijos en donde se prioriza la gestualidad de los protagonistas, largos ratos de silencios (incómodos para cualquiera, menos para el espectador) y una caracterización que de tan seria resulta jocosa, sin caer, como corresponde, en el chiste burdo o fácil.

En La Banda nos Visita, el milenario conflicto bélico entre israelíes y árabes, aunque no se lo menciona, es un referente histórico inevitable. Existe un choque de culturas. Sin embargo, Kolirin muestra personajes que, a pesar de las diferencias, logran una relación no sólo manejable sino amena. Es como si nos quisiese decir que la paz, aunque los titulares de todos los días nos digan lo contrario, es posible, incluso entre dos culturas que pelean con armas su derecho a tener la Tierra Santa.

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Gerard Raad: una máquina hecha para ver cine




Gerard Raad es cine. Es, probablemente, el ecuatoriano que más imágenes cinematográficas guarda en su cerebro. Su gusto por el séptimo arte –dice- se lo debe a sus padres, quienes desde muy pequeño (en el año 1940, cuando Gerard tenía 6 años) lo llevaban al desaparecido Cine Edén, ubicado a unas pocas cuadras de la casa en la que, de niño, vivía. También iba al cine Olmedo y al Apolo.

Mientras recuerda esa época -en la que disfrutaba viendo a las grandes estrellas de la época como Lana Turner, Ava Gardner y Katharine Hepburn- esboza una sonrisa que luego, al toparse con el presente, desaparece:

"El cine en esa época era como un milagro: se apagaban las luces, se prendía la pantalla… Todo era mágico. Ahora cualquier idiota alquila veinte películas y ya está. El cine ha perdido, yo diría, esa magia. En esos tiempos, ir a ver una película era algo muy especial"

Sin ser famoso, en ocaciones, existen desconocidos que se acercan a saludarlo. Gerard sabe que es por los cine-foro que, por veinte años, dirigió en la Casa de la Cultura. “Iba mucha gente y conversábamos bastante. Había libertad para exponerlo todo”, dice con esa voz que a ratos parece agitada –quizás- por tantas sesiones en las que él se encargaba de orientar a los asiduos al cine. Las personas que asistían a esas funciones, recibían una ficha técnica de la película que se disponían a observar. Ese “programa impreso”, como lo llamaba Raad, contenía el contexto histórico y social del film, así como un análisis crítico que salía de la cabeza de Gerard. Aún conserva 2000 fichas.

"En esa época, en la que dirigí los cine-foro en la Casa de la Cultura (desde 1981 hasta el 2001), Guayaquil era el centro cinematográfico más grande del Ecuador. Mucho más que Quito. Ahora es que los serranos se hacen los inteligentes”-comenta con un poco de orgullo generacional-.

Del cine ecuatoriano contemporáneo, a Raad le agradan dos películas: “Cuba, el valor de una utopía”, de Yanara Guayasamín; y “Descartes” (documental de Fernando Mieles en el que Gerard aparece para dar su opinión respecto al cine hecho por directores nacidos en Ecuador). “Él vino acá (a mi casa) a filmar, (pero) yo no tenía conocimiento de lo que iba a hacer. Yo a Fernando (Mieles) lo conozco desde que él tenía 15 años, porque iba a los cine-foro”, dice mientras su dedo señala el sitio en donde se realizó la filmación.

En ese documental de Mieles es posible evidenciar otras de las bondades cinematográficas de Gerard: el empujón anímico que le dio a decenas de personas mediante la organización de concursos de cine. “De esos certámenes salió Los hieleros del Chimborazo (película de Gustavo Guayasamín). También, algunos documentales de Freddy Ehlers; ficciones de Gustavo Valle (protagonista del documental de Mieles); entre otros”.

Raad considera al cine como “una escuela viviente”. Y añade que en él “uno aprende de todo: geografía, historia, psicología y mil cosas más”. Para él, una buena película es aquella que tiene un guión estructurado y buenas actuaciones. Sin embargo, advierte, no hay reglas fijas. Le agradan los fims en los que es posible observar la personalidad del director; y esa catarsis directora es la que rescata en directores como Federico Fellini, Michelangelo Antonioni e Igmar Bergman (en su extensa biblioteca se pueden encontrar guiones de sus películas más representativas). Considera que el acto de leer un guión no es más que la comprobación de una película previamente vista; la lectura –dice- nunca será superior al placer que significa el sentarse en una butaca de cine a observar una buena película (“con o sin canguil”).

Este guayaquileño, aunque de padres libaneses, tiene una estricta agenda cinematográfica en la que anota todas las películas que ha visto. Y las que tiene que ver. Con el pretexto de que "no hay película mala antes de verla", sale todos los días de su casa para consumir todo lo que la cartelera de cine ofrece. De repente, su rostro se torna angustiado, como quien se preparase para anunciar el delito más grande de la semana: “Estoy atrasado. No he visto seis películas de las que pasan en el cine comercial porque he estado asistiendo al Eurocine”.

Gerard es otro Gerard cuando platica sobre temas que poco –o nada- tienen que ver con el cine. No sólo que se torna reservado y extremadamente cauto con lo que dice (como si pensase que cualquier palabra de más podría ser capaz de ocasionar una tercera guerra mundial) sino que se convierte en un ser agresivo, listo para el ataque y la defensa. En efecto, tiene armas de combate: cada vez que se siente aludido utiliza una risa que, de tan exagera, resulta irónica. Y se justifica: “Para mí el que no se ríe es un estúpido”.

Raad, valora a una persona cuando ésta es inteligente, recta y cuando practica el único deporte que Gerard, a su edad, todavía puede ejercer: el sentido del humor. Detesta, a su vez, la estupidez y la hipocresía humana. No le tiene miedo a la muerte. O al menos eso es lo que, en vida, afirma. “Epicuro, dijo que cuando se exista, la muerte no va a existir; y que cuando la muerte exista, ya no se existe. ¿Por qué temerle a la muerte, entonces?”, se pregunta.

A sus 75 años, Gerard Raad –quien por considerarse anarquista y autodidacta se negó a hacer estudios universitarios en su juventud- disfruta modestamente del dinero que recibe por estar jubilado. Si se enterase que el día de mañana sería el de su muerte, se sentaría fuera de su casa para ver pasar los buses. Y esperaría el momento. No quiere que lo recuerden, prefiere que lo olviden. Mientras tanto, hace méritos para evitar que eso suceda: prepara nuevos cine-foro. Ahora en la ESPOL (universidad guayaquileña).
(Entrevista hecha el 24 de junio del 2009)

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De última hora: Correa y Homero llegan a un acuerdo

El eterno presidente de la República del Ecuador y la cabeza principal de la familia Simpson acaban, hace tan sólo unas horas, de firmar un acuerdo. El mismo permitiría a Los Simpson continuar en Teleamazonas en horario familiar (apto para todo público, no en la noche donde los papás joden a los más chiquitos).

Según una fuente muy pero muy confiable, que, eso sí, prefirió mantenerse en el anonimato, Rafael Correa y Homero Simpson se reunieron en el antiguo supermercado de Santa Isabel de Guayaquil (el cual fue, de una vez por todas, comprada por el Gobierno. Muy cara le salió la alquilada de la vez pasada para los votos clandestinos). En ese lugar, Correa, luego de una intensa conversación, aceptó la petición de Homero no sin antes exigirle que cumpla ciertos requisitos:


1. Que se someta a un tratamiento para “azularse”. El amarillo, según palabras de Correa, hace pensar en una tendencia barshelonista del líder de los Simpson. “Al público le dirás que te atacaron las propiedades cromáticas y que, por lo tanto, sufres de un problema de pigmentación (al puro estilo Jackson)”, le recomendó el mandatario.


2. Reducir su dieta alcohólica. Caso contrario, no sólo que lo sacaría definitivamente de la TV ecuatoriana, sino que, también crearía un IPAH (Impuesto Para el Alcohólico de Homero). Esto porque, según Correa, ni por más que el ICE suba y suba, no logra disuadir a Homero para que deje de llenar su boca de tanto líquido color ambarino. “La cerveza, por tu culpa, ya no es de todos”, le reclamó.


3. No prestarse para esas pruebas de Facebook, que atentan contra el Socialismo del Siglo XXI, en las que se indaga a los usuarios sobre quién sería mejor presidente: ¿Chávez, Correa u Homero?


Existen más requisitos provenientes de fuentes que no son muy confiables. Dado que este medio no se basa en supuestos, la redacción prefirió no hacerlos públicos.


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