Entrevista a Juan Fernando Andrade

Hoy, el diario Expreso (en su edición impresa, no web) sacó un especial denominado "Guayaquil Universitario". ¿La idea? Poner a escribir a estudiantes de Periodismo de ocho universidades diferentes

Dos semanas como reportero del Extra

Cada que cuento que trabajaré en el Extra, alguien intenta asesinarme. Y por cualquier vía. Ya sea llamándome a mi celular, enviándome un mensaje por Twitter o insultándome cara a cara, como Dios manda

¡Los peligrosos deportes inofensivos!

Es una despiadada mentira decir que los deportes mortales son los que te matan. Mi experiencia muy cercana con deportes, aparentemente, inofensivos me lleva a afirmar todo lo contrario

If you are going [...]

Gerry

Cuando terminé de ver esta peli, no sabía si ponerme de pie y aplaudir efusivamente o regalarme (urgente) un fin de semana en un spa

Terminemos el Cuento (2008)

Ya son casi 3 años desde que obtuve el segundo lugar en Terminemos el Cuento: uno de los concursos literarios más importantes del país

jueves, 18 de febrero de 2010

Paredes: "La realidad puede superar a la ficción"

Ruth Handler –creadora de la universalmente conocida Barbie- ignora que en Ecuador existe una versión humanizada de su célebre invento. Y que su nombre es María Alejandra Paredes Orejuela. Y que sus ojos son color ambarino con pigmentos grises. Y que tiene un cutis casi perfecto, labios rosados y cabello castaño claro y lacio. Y que de niña quiso ser actriz; y que ahora, a sus 26 años, esa etiqueta se antepone a su nombre.

La casa de María Alejandra –donde la entrevisté- es amplia y tiene una piscina con medidas semiolímplicas. Tiene como vecinos a un jardín de infantes, que decora sus instalaciones con todos los colores que le regala el círculo cromático, y a muchas casas disímiles. A pocas cuadras se encuentran una cevichería y una gasolinera. Una puerta exterior -grande, de metal y de color verde militar- funciona como vía de acceso obligado al hogar.

Busco, sin éxito, el timbre de la casa. Decido hacerlo artesanalmente: golpeando con mis nudillos la puerta metálica. Nadie responde. Llamo al celular de María Alejandra. Ella envía inmediatamente a su empleada doméstica, quien me recibe y me hace pasar a un banco de madera situado a orillas de la piscina. La encargada de los trabajos domésticos se retira; Alejandra viene, me saluda muy cortésmente y al instante se va. La empleada de la casa retorna con una bandeja que contiene dos sánduches calientes y un par de limonadas. La empleada se vuelve a ir. Alejandra regresa. La entrevista comienza.


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Alejandra –o “Alejita”, como la llama su mamá- sabe que es gracias a su tía Gesta Paredes que hoy en día gran parte de su tiempo lo pasa sobre las tablas. Cuando tenía 6 años la llevó a un taller de teatro del Banco Central. A las pocas semanas Alejita ya protagonizaba la obra final, ante la mirada atónita de sus padres, quienes, hasta entonces, ignoraban que habían procreado un talento artístico. “Era (sobre) una niña que andaba con unas flores. Una historia infantil. Me pusieron ahí (en el escenario) y yo me acuerdo que hablaba y hablaba todo el tiempo. No me acuerdo mo se llamaba (la obra); pero lo que sí sé es que desde ahí me encanta el teatro”.


Su infancia y su adolescencia transcurrieron con relativa tranquilidad y felicidad. Dado que para Alejandra, estos dos últimos estados del alma sólo son posibles de lograrlos con el teatro, ella siguió inmersa en ese arte escénico. Por esa época, asistió al taller teatral de Roxana Varas, donde protagonizó la obra “Alicia en el País de las Maravillas”. También trabajó con el dramaturgo Antonio Santos en las obras “Se nos muere el amor” (de la autoría de Santos) y en “Goteras” (de José Martínez Queirolo). Todas sus actividades teatrales las alternó con sus cursos de natación y de ballet. Pero al teatro, al menos en su adolescencia, nunca traicionó. Después ingresó a los talleres de Actuación en Arteamérica, dirigido por el director Alejandro Pinto. Y siguió haciendo teatro. Y siguió feliz hasta que se graduó -en un colegio guayaquileño y religioso (La Asunción)- y se vio obligada a decidir entre el teatro y algo, económicamente, menos mezquino. Decidió asegurar su futuro económico: dejó el teatro.


María Alejandra ingresó a la ESPOL a estudiar Diseño y lo intentó. Intentó que le agrede esa carrera y dominar sus manos. Pero no lo logró. “Me mandaban a dibujar –de un día para el otro- como cien posturas diferentes de manos; me mandaban a que haga planos, figuras geométricas. Hice el preuniversitario, lo pasé, pero nunca me gustó el diseño”.


Siguió. Entró a la UEES a estudiar Comunicación Social; luego, ingresó a la misma carrera pero en el ITV. Por ese tiempo, esta guayaquileña trabajó, aunque en condición de practicante, en la Revista Hogar. “Yo hice prácticas en (la revista) Hogar, con Gaby (Gálvez). Ella me veía que yo estaba inquieta, o sea, que yo hacía mis cosas, escribía, ayudaba pero que no me gustaba. Un día me dijo: `Sabes qué, Alejandra, ya no tienes por qué venir. No vengas. ¿Por qué no te dedicas de verdad a la actuación, a lo que te gusta? A ti te gusta, yo sé que eso te gustaría´ Yo le dije que sí. No le dije nada (más), le agradecí, me despedí de todo el mundo y me fui. Y, mira, después de un tiempo, ya la Gaby me ha ido a ver a algunas obras, hice una obra en su casa –El Amante-, ¿cómo es la vida, no?”


Desde ese momento, María Alejandra decidió dedicarse a la actuación. Inclusive el destino jugó de su lado: en el ITV, donde hasta entonces estudiaba Comunicación Social, se abrió la carrera Actuación y Dirección Escénica. “Voy a intentarlo”, se dijo. Y lo intentó: homologó algunas materias de Comunicación y entró a la carrera que siempre supo debía estudiar. ¡Bingo! Alejandra terminó su profesión. Mientras tanto, su carrera actoral iba en ascenso.


En esa época universitaria, Alejandra actuó en muchas actividades en las que se requería su capacidad histriónica: series televisivas, comerciales de TV, cine. Inclusive, incursionó en el modelaje. Pero al teatro, acaso su primer amor, lo había olvidado. Hasta que Gestus –grupo de teatro guayaquileño- rescató a María Alejandra, y con ello, un talento nacional. “Yo lo conocí a Virgilio (Valero, director de Gestus) hace mucho tiempo. Virgilio trabajaba en Ecuavisa y a mí me invitaron a hacer unos comerciales. Ahí nos conocimos, él me dirigió, y nos fue excelente. Después nos volvimos a ver en El hombre de la casa. En esa serie, yo me hice amiga también de Azucena (Mora). Los tres (Azucena, Virgilio y ella) andábamos de arriba para abajo, conversábamos, salíamos a comer. Era una cosa que no nos podíamos separar. Después Virgilio me invitó al grupo. Yo le había dicho a Virgilio: `Virgilio, cuando tú quieras hacer teatro, y creas que yo puedo estar, avísame´. Yo a Virgilio le debo eso, porque él creyó en mí y pude retomar a las tablas gracias a él y su grupo. Un día él me dijo: “Vamos a hacer `Contigo Pan y Cebolla´. Tú eres “Lalita”; Azucena es “Lala”, la mamá; y yo soy Anselmo, el papá” Desde ahí nos fuimos de largo.


Alejandra Paredes junto al grupo Gestus en la obra "Pervertimento"


Contigo Pan y Cebolla -del dramaturgo cubano Héctor Quintero- fue el debut de Alejandra en Gestus. En esa obra hizo el papel de “Lalita”, una joven que no tiene mayores aspiraciones y que sólo sueña con casarse para largarse de su humilde casa. Después vino Pervertimento, una obra muy densa, en donde se critica al teatro y a sus gestores. “Yo la pasé muy mal porque al comienzo no entendía la obra. A Pervertimento no le puedes dar mucha vuelta porque, o si no, no la entiendes. Y eso me estaba pasando, como actriz, me estaba confundiendo mucho tratando de entenderlo todo, cuando debería haber analizado directamente lo que estaba ahí en el texto. Como es cargadísimo de símbolos, tú mismo le das el matiz a lo que quieres decir”.


Algo extraño sucede con Alejandra en estos días. Sus noches ya no son tan placenteras, le es difícil conciliar el sueño. Recientemente se levantó y lo primero que pensó fue: “Dios mío, ¿actué bien el domingo?” A pesar de que los aplausos fueron efusivos, y que luego de la función recibió decenas de felicitaciones, a María Alejandra le perturba la posibilidad de que la obra que recientemente protagonizó –denominada El Amante (del Premio Nobel Harold Pinter)- no haya salido del todo perfecta. “No sé por qué siento eso. Creo que ya son cosas personales, de cada quien”.


La obra El Amante ha sido ubicada, por la crítica, dentro de la corriente de lo Absurdo. Sin embargo, para Alejandra, todo es posible en la realidad y, por esa razón, las acciones que se observan en la obra de Pinter podrían suceder. “La realidad supera a la ficción, supera a cualquier cosa que uno pueda imaginarse. En la realidad todo se puede dar, y en las relaciones de parejas también porque son dos personas que llegan a un acuerdo, son dos personas que se conocen tanto que pueden llegar a decírselo todo. Talvez no haya problema que (eso que se dicen) pueda ser terrible o favorable. Todo es según como ellos lo quieran vivir. Yo no puedo juzgar a ninguna pareja, yo no puedo juzgar los comportamientos porque eso no me compete. En realidad lo que nosotros expusimos en El Amante es una obra un poco densa, un poco fuerte porque marca y hace resaltar todos los parámetros que la sociedad tiene: la mujer de la casa, el hombre que se va a trabajar. Lo más curioso aquí es que cuando el amante (Alejandro Fajardo) la visita a ella (Alejandra Paredes), se pelean. Supuestamente la relación con un amante debería ser la mejor, pero acá no. Acá todo se transgrede, todo se lo invierte. Es más, nos llevamos mejor como marido o mujer que como amantes, pero tenemos que tener este juego del amante, o este cambio de roles ya que son muy necesarios”.


Alejandra Paredes junto con el actor Alejandro Fajardo, en la obra "El amante"


Cree que el teatro ecuatoriano está en pleno auge y que existen muchas ganas del público por ver buen teatro. Para esta joven guayaquileña la comedia es una opción pero no la única. “Tengo amigas y amigos que me dicen: `hay qué chévere, me voy al teatro, me voy a ir a reír.´ El teatro no es solamente comedia. Tú les puedes enseñar al público otras cosas, tú les puedes dar mucho más que eso”


Alejandra –quien sueña con algún día ser una chica Almodóvar- no ignora el hecho de que aún existan dificultades para que el teatro ecuatoriano pueda alcanzar un auténtico desarrollo. “Los teatros tienen una nueva política. Es difícil alquilar una sala de teatro porque resulta caro. (Los teatros) te cobran precios que van de acuerdo a la taquilla. Según cuánta gente vaya tú tienes que pagarles un extra aparte del alquiler por día”.


Toda la trayectoria de María Alejandra, fácilmente, podría caber en el curriculum vitae de una persona que bordea el medio siglo de vida. Ella vive deprisa pues es conciente de que la vida pueda durar menos de lo que tardó en enfriarse los dos sanduches que siguen vírgenes sobre la bandeja. O menos aún de lo que ella se tardó en conquistar al teatro, que es su Ken, su único amor, su todo.


*Crónica escrita el 4 de agosto de 2009


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sábado, 16 de enero de 2010

Hablas demasiado





Miguel Morales, portovejense de veintidós años. No le hace honor a su apellido. Vive en Quito. Es soltero. Le gusta el rock y el cine. Más por capricho de sus padres que por gusto personal, estudió Finanzas en la Universidad San Francisco de Quito. Terminó sus estudios muy a lo ecuatoriano: con las justas, arrastrando materias, repitiéndolas, adorando a un dios llamado Mediocridad. El día de la graduación se acerca; sus padres, provenientes de Portoviejo, se acercan también, pero a Quito, a vivir su día soñado, el día en que entregarán -en papel de regalo- un nuevo profesional a un país necesitado de ellos.

Miguel no sabe qué hacer con su vida. Lo tiene todo. O, al menos, todo lo que un chico clase media-alta y mantenido podría necesitar: carro, departamento, título universitario, trabajo en una exitosa empresa familiar. Pero Miguel no sabe qué hacer con su vida. Mientras lo descubre, mientras intenta encontrarle un sentido a su existencia, vive sus días a punta de Club Verdes, vaciando botellas de vodka, ingiriendo alguna cosa que lo haga sentir mejor y tirando a placer. ( "A ver. Tengo que respirar. Inhalo. Exhalo. Inhalo. Exhalo. Estoy happy, bien happy. Una botella entre dos, y a capela, no es cualquier cosa").
Nada del otro mundo. Nada que una buena dosis de Finalín no pueda solucionar. Detesta su carrera, ser el “orgullo” de su familia, tener que “ser alguien”. (“En esta vida todos tenemos que hacer algo, que ser alguien, está en el contrato, escrito con las letras chiquititas que nunca leemos y que están ahí para estafarnos”). Pronto todo cambiará, pronto tomará una decisión radical.



En rigor, Clara es su cómplice. La persona con la que hace planes futuros y la que lo ayudará a concretar lo que tiene en mente; la que hará real el bosquejo que Miguel hizo en su cabeza. Juntos intentarán hacer posible lo imposible.


Quien ha leído las crónicas de Juan Fernando Andrade en SoHo o en Diners, o sus dos libros de cuentos, o sus artículos de opinión, o sus críticas de cine, sabe a qué atenerse cuando se topa, frente a frente, con algo que lleva su firma. Sabe que, lo más probable, es que se deleitará con su prosa desenfadada, que se encontrará con decenas de referencias cinéfilas y rockeras, que se tropezará con un ser que grita y, en efecto, y en hora buena para sus lectores, que “habla demasiado”. Se trata de un narrador, crítico de cine y periodista que escribe con garra y desde adentro. Desde Quito, desde la mitad del mundo y, como lo dice el escritor chileno Alberto Fuguet, “desde su territorio”. Hablas Demasiado, su primera novela, es una obra escrita con una pluma que recibe órdenes; órdenes de un escritor que sabe lo que hace y que aprovecha su oficio para vengarse de todo.



"Domingo por la noche, madrugada del lunes. Ninguna promesa. No soy ese man que todos los domingos se promete hacer abdominales, conseguir pelada, dejar de chupar o chupar menos, despertarse temprano y hacerse menos pajas por semana. Compré seis cervezas en el camino entre la casa de Juliana y mi departamento. Pongo la K de Kula Shaker y me pongo a saltar en plan air guitar y a mecer la frondosa melena que no tengo y a cantar a toda madre para un público que no existe, y me adora".



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miércoles, 6 de enero de 2010

La fábrica de matrimonios



Existen acontecimientos que, en el instante en que suceden, no se los asimila. Al menos no del todo. Se espera que lleguen, son metas que uno se traza y para las cuales se trabaja duro, muy duro, hasta alcanzarlas. Pero, paradójicamente, uno nunca está preparado para que sucedan. Pero suceden. Y cuando eso pasa, a uno no le queda más remedio que esbozar una sonrisa de satisfacción, de deber cumplido.

Son instantes en los que te dices que todo vale la pena. Y te alegras de haber dejado los libros gordos de contabilidad por los obesos de la literatura y del periodismo. Y llegas a una conclusión que presientes es acertada: que ser escritor no es tan estúpido como parece, que hay gente que te puede leer y que, lo mejor de todo, te pueden pagar por aquello que escribes.

Ese instante fueron, en realidad, varios instantes. Primero la llamada de la directora de SoHo Ecuador, advirtiéndome de la posibilidad de que la crónica “La fábrica de matrimonios”, que hace pocos meses envié a la revista, había gustado al directorio y que podía ser publicada. Y luego el hecho: palpar que en la última edición (la No. 85, la de diciembre/enero, en la cual posa casi desnuda Angie Cepeda) mi nombre limita con otros que pertenecen a escritores que admiro como Martín Caparrós, Iván Thays o Fernando Artieda.

Pero bueno, pasó, sucedió, ahí estoy aunque sé que esto es sólo el comienzo, que sigo siendo mal escritor y que me falta mucho, muchísimo por mejorar. El lead de la crónica “Fábrica de matrimonios” –o el “abrebocas”- fue escrito por los editores, y es el siguiente:

Hay un negocio con el que no se juega: casarse. Por lucrativo que pueda resultar, y por mucho que le ayude a un cubano en busca de visa, tiene sus grandes peligros. Encontramos la historia de una mujer que hoy en día es prisionera de una unión por conveniencia.

El resto es mío. La crónica comienza así:

Que en Guayaquil, la ciudad más comercial del Ecuador, “se venden hasta piedras”, lo sabe todo guayaquileño. En ese lugar existe, sin embargo, una joven que vende algo más insólito que eso: su estado civil a cuanto cubano -prófugo de la dictadura de Castro- se cruce por su camino. Al poco tiempo se divorcia para, después, volverse a casar con un isleño diferente. ¿Puede una persona vivir, todo el tiempo, cambiando su estado civil?

Laura Castillo me tiró el teléfono (exagero, sólo presionó el botón rojo de su móvil que da por concluida una conversación) seis veces antes de aceptar ser entrevistada. Previamente me advirtió –aun desde su celular- que no saldría del anonimato. Al día siguiente, cuando cruzamos por primera vez miradas, me lo volvió a recalcar. Después de dos semanas de diálogo, Laurita –como la llaman sus amigos- aceptó que las cinco letras de su nombre sean escritas sobre papel. Y que sean publicadas.

“Me casaba y, después de algunas semanas, me divorciaba”, cuenta Laura –ecuatoriana, de 22 años- con la misma naturalidad con la que le da un primer sorbo al jugo de naranja que acaba de preparar en la cocina de su pequeño departamento. Laurita sabe que si no fuera por su habilidad para cambiar la mayor cantidad de veces –en el menor tiempo posible- su estado civil (eso, en lenguaje empresarial, es ser eficiente), su novio aun estaría con ella.

Y bueno, eso es lo que puedo mostrar. Si quieren leer la crónica "Fábrica de matrimonios" den click aquí.

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¿Perro que ladra no muerde?



Es posible que mi odio hacia los animales se remonte al día en que presencié el rompimiento del célebre dicho que reza en el título de este post. Dicho estúpido, sin fundamento científico y, lo peor de todo, falso. Muy falso. Una cicatriz de infancia, que hasta la fecha sigue intacta, puede atestiguarlo todo.

Tenía once años pero jugaba fútbol con individuos cuyas edades promediaban los trece. Si en un mundial de fútbol, la única razón para que se detenga un partido es la imprevista presencia de un nudista en mitad de la cancha o de un fanático que lo único que quiere es un abrazo de Kaká o de Messi o de un depredador de árbitros o de técnicos o de futbolistas o una metamorfosis de todo eso junto, en la cancha que quedaba a pocas cuadras de mi casa, la terrorífica presencia de un pastor alemán era capaz de paralizar cualquier jugada, de impedir cualquier intento de gol. A su dueño, un tipo gordo que tenía el rostro adornado de espinillas y que disfrutaba soltando a su gigantesca mascota de su cadena, no le era permitido jugar fútbol con nosotros. Él se vengaba y jugaba un deporte que poco tenía de divertido, presenciando y siendo el culpable de una escena casi cotidiana: niños que corrían por salvar sus vidas, trepándose a los árboles, a los arcos de fútbol o a los muros de una solitaria glorieta.

Aquella mañana, yo, que por mi estatura no podía trepar árboles ni arcos de fútbol ni los muros de ninguna solitaria glorieta, pensé que, en cambio, sí podría correr y de esa forma escapar de unos sucios dientes que me buscaban. Pensé mal.

Corrí. No como negro, pero sí a una velocidad considerable para mis once años. Sin embargo, el perro lo hacía aún más rápido que yo. De repente, en mi cabeza se dibujó una imagen muy pero muy racional: estaba a punto de convertirme en hueso canino. Consciente de que pronto sería superado en velocidad, decidí correr hacia uno de los arcos de fútbol, donde estaban trepados tres amigos míos. Ellos me extendieron una mano (lo cual es un decir pues fueron seis manos las que, simultáneamente, intentaron elevarme). Medio cuerpo arriba, la pierna derecha totalmente alzada, totalmente a salvo. Sólo faltaba mi pierna izquierda. Intenté alzarla, intenté salvarla, pero el movimiento fue torpe, excesivamente lento o -al menos- lo suficiente para que la bestia salvaje pegue un brinco estilo “canguro”. Y muerda un buen pedazo de muslo humano. Quizás le dio asco el mal sabor que seguramente tenía a causa del sudor, pues lo soltó al instante, para mi suerte.

Lo demás es asunto que compete a la medicina, ciencia que se dedica a curarlo todo: inclusive piernas víctimas de un perro que ladró. Y que mordió.

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viernes, 25 de diciembre de 2009

Érase una vez el amor pero tuve que matarlo



Te levantas de la cama, luego de hacer caso omiso a los tres primeros llamados de tu alarma. Te alistas para ir a la universidad. Te das cuenta que tu reloj tiene deseos de llevarte la contra. Te apresuras. Es lunes, muy pocas cosas buenas ocurren un día como ese, por lo que consideras un logro el solo hecho de haber llegado a tiempo a tu clase de Literatura Contemporánea. Tu profesora entra al aula, anda con buen ánimo. Casi de improvisto, la escuchas hablar de una novela a la que califica como “desgarradora” y “pequeña joya”. Consume toda la hora introduciendo datos del autor, algo del contexto histórico y pequeños abrebocas sobre la trama. De repente, tu maestra cambia su rostro efusivo y amenaza con un control de lectura para la siguiente clase. La dosis suministrada surge el efecto deseado: luego de terminada la hora, corres -en el sentido literal de la palabra- a una librería a comprar Érase una vez el amor pero tuve que matarlo, del escritor colombiano Efraim Medina Reyes. Lees las primeras páginas, el estilo experimental de la novela te atrae. Sigues leyendo: mientras caminas, mientras comes papas fritas y das sorbos a una Coca Cola en lata, mientras vas al baño, mientras alimentas a tu perro, mientras agarras de la mano a tu pelada. Cuando te detienes, cuando dejas de leer, te das cuenta que ya es demasiado tarde: has desgastado, en menos de un día y casi de un tirón, toda la novela.


Rep ama a cierta chica. Ella, a su vez, no lo ama y por eso terminó casándose con un tipo de contextura similar a un flan: juntos tuvieron flancitos. Rep juega fútbol playero y anota goles. Muchos goles. Excepto cuando cierta chica lo ve. Tiene sexo con muchas mujeres, pero eso no lo hace olvidar a cierta chica. Rep bebe hasta perder el conocimiento; fuma marihuana hasta desprenderse totalmente del mundo en el que vive: lo hace pensando en cierta chica.


Érase una vez el amor pero tuve que matarlo se nutre de rabia. Esta novela está compuesta por historias que bien podrían ser leídas por separado. La razón es simple: están escritas a manera de diario y son sucesos que suceden en fechas que distan, en ocasiones, por más de diez años. Sin embargo, Medina Reyes ha sabido cómo conjugarlo todo para tratar temas propios de toda urbanidad. Y de toda juventud: sexo, alcohol, amor y drogas. De ahí que esta, su última novela urbana, tenga mucho de esos temas ineludibles.



Efraim Medina Reyes, escritor nacido en Cartagena de Indias en 1967



Pero también tiene mucho de rock. De hecho, resulta imposible entender Érase una vez el amor pero tuve que matarlo sin echar un vistazo a la contracultura de los roqueros (en el libro se cuentan historias paralelas de dos ex músicos: Kurt Cobain, ex-vocalista de Nirvana; y Sid Vicious, ex-bajista de Sex Pistols. De personalidades controversiales, por supuesto, como todo en el libro).


Esta obra de Medina Reyes está escrito de una manera experimental, con un lenguaje poco trabajado pero directo y de una manera que siempre despertará polémica. De su literatura, inclusive, se ha dicho que es una “urbanidad de carroña”. Cierto o no, lo único seguro de Érase una vez el amor pero tuve que matarlo es que no está hecho para ser un clásico de la literatura; ni su autor para ser un candidato al Premio Nobel. A Medina Reyes parece no importarle cuánto lo carcoma la crítica por sus imperfecciones narrativas que él tanto defiende. Imperfecciones que, sin embargo, muestran de una manera terriblemente cierta la realidad circundante. La realidad que todos conocemos pero que otros quieren obviar porque no es "digna" de la literatura. Medina Reyes es de los pocos escritores que todavía piensan en la literatura como acto catártico. Y yo de los pocos lectores que aún piensan en los libros como acto hedonista.


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viernes, 11 de diciembre de 2009

Record buitre

Poseo un record digno de sacar pecho: la mayor cantidad de multas vehiculares en el menor tiempo posible. Lo que pasa es que no he tenido tiempo para registrarlo en los Record Guinness. Pero a ver qué alcance puede tener ahora que lo expongo en este blog.

Martes 3 de noviembre del año que ya mismo expira. Guayaquil, Ecuador. Mi carro rodaba a una velocidad permitida, a 60 km/h, en la Av. del Bombero, cerca del Centro Comercial Riocentro Los Ceibos, al norte de la ciudad. La radio había sido encendida antes de que el auto ruede, como corresponde; Andrés Calamaro sonaba a un volumen prudente. El retrovisor estaba a una altura que no podía ser más precisa para mi 1:70 de estatura. Las dos manos en el volante, en posición “2:50 am/pm”, tal como me enseñaron en la escuela de conducción Aneta. El asiento, a veinte centímetros de los pedales, como rezan los manuales de conducción. Ningún acompañante con quien conversar, con quien distraerme. Los vidrios cerrados, para que no entren los pitos de una ciudad que, seguramente, encabeza la lista mundial de más pitos/minuto. Aire a full para hacerle caso a los estudios científicos (“el calor produce serios despistes al manejar, aumento del tiempo de reacción, cansancio prematuro y hasta agresividad”). Mirada al frente. Cuerpo recto. Todo bien. Muy bien. Hasta que sonó el celular, el cual es, en parte, el culpable de esta historia.

Era mi hermana, mi querida hermana. Quería que la recoja en Riocentro. “Yo estoy al frente de Riocentro”, le dije, feliz de la coincidencia. “Ya voy, en un minuto estoy ahí, cuenta hasta sesenta, uno, dos, oh, no, espera... ¡Diablos!”. Un vigilante que, ¡lo juro!, tenía cara de buitre, me detuvo.

Pero no estoy hablando en sentido figurado. Tampoco estoy haciendo eco a una denominación que los guayaquileños le han dado a todos los vigilantes de la Comisión de Tránsito del Guayas. Estoy siendo literal: el tipo tenía un cuello larguísimo, una papada que se le caía y unos hombros que estaban más elevados de lo humanamente normal. El buitre (DRAE: Persona que se ceba en la desgracia de otro), me comunicó el motivo por el cual me había detenido, por si acaso se me ocurría pensar que era para darme los buenos días: “Usted acaba de cometer una infracción: no se puede hablar por teléfono mientras se conduce”. Por la misma razón por la que nunca regateo, decidí que tampoco depositaría billetes debajo de la libreta con la que, diariamente, hace negocios: soy malísimo para hacerlo. ¿El resultado? Contravención leve de segundo grado, cuarenta dólares americanos y tres puntos menos de los pocos que le quedan a mi licencia. Le di las gracias, me despedí cortésmente, como si fuese un conocido de años, y puse en marcha el carro. Eché una mirada al retrovisor para, por última vez, observarlo: juraría que lo vi elevarse del pavimento.

Ahora es preciso sacar el cronómetro. Avancé un poco y detuve el carro donde mi hermana estaba parada, en los exteriores del centro comercial, en un lugar prohibido. Al hacerlo, corché el ritmo de un carro que, para hacer más dramático el asunto, se quedó detrás del mío (a pesar de que podía rebasarme). El orejudo que lo manejaba me pitó varias veces, con talento guayaquileño. Aunque era conciente de que era él quien tenía la razón –y no yo-, le saqué un dedo que me estorbaba. Todo por la violenta forma en que utilizó su pito y su boca. Finalmente, le grité la profesión de su madre (creo que acerté), y me fui.

Todo el espectáculo había sido presenciado por otro señor buitre, que se encontraba a menos de media cuadra de la escena, y que yo ignoraba. El vigilante estiró todos los dedos de su mano, y eso, en lenguaje-buitre, significa “detén el carro que tengo hambre”. No había pasado más de un minuto y medio desde la anterior infracción. Ahora sí, con la experiencia adquirida, intenté sobornarlo: mi última salida, la única opción que tenía para evitar una nueva multa, nuevos cuarenta dólares (u ochenta yankees en menos de dos minutos). Pero mi intento de soborno fue torpe. Los expertos en el arte del soborno recomiendan dibujar un cuatro con la mano derecha, y sostener el dinero con el pulgar, de manera que apunte al piso. También, dicen, se debe dar la cantidad, no preguntarla. Yo lancé una pregunta ingenua: “¿Cuánto quiere?”

-No quiero nada. Además, ya llené la cita.

En ese momento alcé los brazos al cielo y pedí compasión.

PD: Agradezco a mi queridísima hermana, a los dos buitres hambrientos que se cruzaron por mi camino, a mi celular Nokia a prueba de agua, a mi carácter traicionero y a mi eficiencia para atender celulares mientras manejo: sin todos esos recursos/talentos, jamás lo hubiese logrado.

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lunes, 7 de diciembre de 2009

¿Navidad?



Escribo esto minutos después de recibir la llamada de un amigo que, con tono melancólico, me contó la seguidilla de peleas que en estos días ha protagonizado junto con su novia, amigo que concluyó su discurso depresivo con una frase que no es lapidaria, pero casi: “Talvez es la navidad la que me pone así”. Escribo esto segundos después de aparecerme –sin aparecerme- por el Messenger (estaba offline) y, en ese estado, curiosear el nick de una amiga que sintetiza de forma perfecta su sentimiento hacia estas fechas: “Deseo de navidad: ¡No llegues!”.

¿Qué mierda es la navidad?

No puedo dar una respuesta precisa, tan sólo elucubraciones. ¿Son, acaso, los regalos? ¿O la celebración de la llegada de un niño a este mundo (por cierto, cada día nacen millones y, de esos, 17000 mueren cada 24 horas por hambre. Y nadie dice nada)? ¿O el viejo, casi ciego, gordo y barbón de traje rojo (¡fíjense qué atributos tan dignos de alabar!)? ¿O los muñecos de nieve? O todo eso junto. O nada de lo mencionado.

En casi dos mil años no se ha logrado unificar tantos sentimientos divergentes hacia la navidad. Sentimientos, dicho sea de paso, que fueron fabricados en el mismo planeta. Por distintas personas, sí, pero en el mismo planeta. Y así y todo, los científicos sólo se preocupan por hallar la cura para el Sida o para el Calentamiento Global.

De pequeño la navidad eran los regalos, punto. La creencia en el viejo barrigón se disolvió el día en que observé un disfraz perfectamente diseñado en el cuarto de mis viejos.

En mi actual estado, cerca de lograr una hazaña que no consta en el libro gordo de los Records Guinness: casi dos décadas y sigo respirando, la navidad es sólo un instante ameno de reunión con mi familia, pavo y más pavo, y un árbol artificial cómplice de ese espectáculo.

Y la excusa perfecta para actualizar un blog que lo tenía descuidado.

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