miércoles, 6 de enero de 2010

¿Perro que ladra no muerde?



Es posible que mi odio hacia los animales se remonte al día en que presencié el rompimiento del célebre dicho que reza en el título de este post. Dicho estúpido, sin fundamento científico y, lo peor de todo, falso. Muy falso. Una cicatriz de infancia, que hasta la fecha sigue intacta, puede atestiguarlo todo.

Tenía once años pero jugaba fútbol con individuos cuyas edades promediaban los trece. Si en un mundial de fútbol, la única razón para que se detenga un partido es la imprevista presencia de un nudista en mitad de la cancha o de un fanático que lo único que quiere es un abrazo de Kaká o de Messi o de un depredador de árbitros o de técnicos o de futbolistas o una metamorfosis de todo eso junto, en la cancha que quedaba a pocas cuadras de mi casa, la terrorífica presencia de un pastor alemán era capaz de paralizar cualquier jugada, de impedir cualquier intento de gol. A su dueño, un tipo gordo que tenía el rostro adornado de espinillas y que disfrutaba soltando a su gigantesca mascota de su cadena, no le era permitido jugar fútbol con nosotros. Él se vengaba y jugaba un deporte que poco tenía de divertido, presenciando y siendo el culpable de una escena casi cotidiana: niños que corrían por salvar sus vidas, trepándose a los árboles, a los arcos de fútbol o a los muros de una solitaria glorieta.

Aquella mañana, yo, que por mi estatura no podía trepar árboles ni arcos de fútbol ni los muros de ninguna solitaria glorieta, pensé que, en cambio, sí podría correr y de esa forma escapar de unos sucios dientes que me buscaban. Pensé mal.

Corrí. No como negro, pero sí a una velocidad considerable para mis once años. Sin embargo, el perro lo hacía aún más rápido que yo. De repente, en mi cabeza se dibujó una imagen muy pero muy racional: estaba a punto de convertirme en hueso canino. Consciente de que pronto sería superado en velocidad, decidí correr hacia uno de los arcos de fútbol, donde estaban trepados tres amigos míos. Ellos me extendieron una mano (lo cual es un decir pues fueron seis manos las que, simultáneamente, intentaron elevarme). Medio cuerpo arriba, la pierna derecha totalmente alzada, totalmente a salvo. Sólo faltaba mi pierna izquierda. Intenté alzarla, intenté salvarla, pero el movimiento fue torpe, excesivamente lento o -al menos- lo suficiente para que la bestia salvaje pegue un brinco estilo “canguro”. Y muerda un buen pedazo de muslo humano. Quizás le dio asco el mal sabor que seguramente tenía a causa del sudor, pues lo soltó al instante, para mi suerte.

Lo demás es asunto que compete a la medicina, ciencia que se dedica a curarlo todo: inclusive piernas víctimas de un perro que ladró. Y que mordió.

By Arturo Cervantes with 1 comment

1 comentarios:

Muy bien, R2. Redacción impecable. Nada que observar esta vez. Enhorabuena.

Att.
El Atleta
(Blanco corriendo)

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