Entrevista a Juan Fernando Andrade

Hoy, el diario Expreso (en su edición impresa, no web) sacó un especial denominado "Guayaquil Universitario". ¿La idea? Poner a escribir a estudiantes de Periodismo de ocho universidades diferentes

Dos semanas como reportero del Extra

Cada que cuento que trabajaré en el Extra, alguien intenta asesinarme. Y por cualquier vía. Ya sea llamándome a mi celular, enviándome un mensaje por Twitter o insultándome cara a cara, como Dios manda

¡Los peligrosos deportes inofensivos!

Es una despiadada mentira decir que los deportes mortales son los que te matan. Mi experiencia muy cercana con deportes, aparentemente, inofensivos me lleva a afirmar todo lo contrario

If you are going [...]

Gerry

Cuando terminé de ver esta peli, no sabía si ponerme de pie y aplaudir efusivamente o regalarme (urgente) un fin de semana en un spa

Terminemos el Cuento (2008)

Ya son casi 3 años desde que obtuve el segundo lugar en Terminemos el Cuento: uno de los concursos literarios más importantes del país

miércoles, 7 de abril de 2010

Los regalos que los ecuatorianos llevan al exterior

En verdad, fue una edición que disfruté mucho leyendo. Y participando. El tema general de la revista, en la edición 87 (Marzo/Abril), es el turismo. Aunque, si he de ser justo y honesto, lo que se presenta no es nada turístico, nada que despierte una sonrisa a los dueños de las agencias de viajes. Soho nos regala, en su última edición, motivos serios para odiar los paseos fuera y dentro del Ecuador. En hora buena. ¡Al diablo Lan Chile y sus descuentos estúpidos!


Los regalos que los ecuatorianos llevan al exterior

Sección: Humor ("7 artículos impertinentes sobre turismo")

Por: Arturo Cervantes

Caricatura: Mheo

Imagínense la cara de un policía yankee al percatarse de que en el interior de un equipaje se encuentra algo que, él supone, es una gigantesca rata muerta. El espectro de un cuy, con el hocico semi-abierto y rígido, con las patas levantadas, con los ojos totalmente abiertos, visto desde una máquina de rayos X de un aeropuerto gringo. Seamos sinceros: esa maleta jamás de los “jamases” le podría pertenecer a un canoso viajero americano que acaba de conocer Ecuador. Pero sí a un ecuatoriano paradigmático, de esos que se retratan en las enciclopedias universales.

Los regalos que los ecuatorianos llevan a sus familiares o amigos en el exterior, generalmente, desencadenan en las glándulas salivales de estos últimos. Se trata de kilos de comida que en el extranjero se añora y que, si se tiene suerte, pasarán a ser kilos de más en el abdomen de un emigrante. Inmensos envases congelados de fritada, jugo de naranjilla y guatita que muchas veces ocasionan sobrepeso en las maletas. Extracto de Ecuador que se convierte en toda una odisea al ser transportada desde el país hasta cualquier rincón del mundo donde viva un ecuatoriano.

Pero existen métodos para hacer menos jodida la cosa. Y todos ellos están relacionados, directa o indirectamente, con la viveza criolla que todo ecuatoriano lleva impregnado en sus venas. Si juntamos la jerga económica y la astronómica, se podría decir que el secreto está en “optimizar el espacio del que se dispone”.

Para comenzar, el equipaje debe ser preparado con anticipación. Los expertos en el arte de preparar maletas de viaje recomiendan dejarlas boca arriba, por lo menos, 24 horas antes del despegue, para que disminuya el peso y, así, evitar discriminaciones en el aeropuerto, donde el equipaje puede ser calificado como “obeso”. Y posiblemente tenga que pagar por su gordura.


La ropa sirve para camuflarlo todo:

Como los ponchos bordados por manos otavaleñas que, estirados, sirven de base y esconden los productos de La Universal.

Los calcetines sirven para que en su interior se guarden fundas con granos secos de todo tipo: desde chochos y mote hasta habas y quinua. Granos obtenidos en el mercado Santa Clara de Quito luego de un intenso debate (“¿Qué desea, Patroncito?”, “¿Cuánto ofrece, Patroncito?”) para obtener un precio razonable y, de paso, añadiduras de todo lo que se compra (añadiduras: Dícese, en lenguaje popular, de la “yapa” que sólo es posible obtenerla en el Ecuador).

Las camisetas –entre esas la de la Liga y de la selección- tratarán de ocultar los quimbolitos, las humitas, las hayacas y los bollos de pescado; alimentos que deberán estar congelados y envueltos en papel periódico, trapos y cinta de embalaje.

Los pantalones de Pelileo se los utiliza para esconder los camarones, las conchas negras y los pescados. Mariscos costosos en el extranjero, pero que en la costa ecuatoriana sobran.

Luego se dispersarán enlatados que contengan el slogan “¡Mucho mejor si es hecho en Ecuador!” (Ojo: Creerse el “Mucho mejor si es hecho en Ecuador”, o si no, no vale), tales como: atún, calamares, pulpo, arvejitas. Uff… Descanso. Encebollado, sardinas, mejillones y cangrejos.

En teoría, productos para meter al microondas -como los crujientes panes de yuca y las exquisitas empanadas de morocho y de maíz- no deberían ser olfateados por los perros policías. Enrollarlos con papel aluminio.

Sería un pecado olvidarse de incluir aguardientes ecuatorianos que, en el extranjero, nuestros compatriotas asocian con sus inolvidables noches de despecho. Como el eterno y fiel amigo Zhumir y la infalible Caña Manabita. Y cómo no llevar, al menos, cinco cajetillas de cigarrillos Líder. En España, por ejemplo, la Agencia Tributaria Española, que seguramente es manejada por un fumador compulsivo tipo Sandro y por un borracho a lo Armando Paredes, permite la transportación de hasta 200 cigarrillos y uno o dos litros de bebidas alcohólicas (dependiendo, justamente, del grado de alcohol que contengan).

La verdad sea dicha pues nos hará libres: cuando se sale de cualquiera de los dos aeropuertos ecuatorianos que ofrecen salida internacional, nadie jode. El problema viene después. Luego de la sinfonía de aplausos, siempre interpretada por ecuatorianos apenas el avión pisa suelo extranjero, una señora llamada Aduana se encargará de inspeccionarlo todo. Y pondrá a prueba todas nuestras destrezas para camuflar comida criolla. Pero si fracasamos, si descubren parte de la gastronomía ecuatoriana que guardamos en nuestro equipaje, y pretenden incautarlo todo, y con ello atentar contra el paladar de un migrante que espera sus regalos, y nos dicen: “No puede ingresar esos apestosos alimentos provenientes de su apestoso país”, si sucede todo eso, aún hay una solución. Se puede aplicar –con lágrimas- la de Alfonso Espinoza de los Monteros: “¿Esa es su última palabra?”

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martes, 30 de marzo de 2010

El secreto de sus ojos

¿En qué genero encasillarla? Aunque, primeramente, ¿por qué hacerlo? ¿Por qué decir que El secreto de sus ojos es un drama romántico, o una peli policiaca, o una de suspenso? ¿Por que hacerlo?, si la película de Juan José Campanella no es nada de eso por separado. Es todo eso junto, al mismo tiempo, como complementándose.

Posiblemente jamás hubiese llegado a ella si no hubiese ganado un Oscar en la categoría “Mejor película extranjera”. Así de comercial anda el mundo hoy en día. Difícil, sin ese premio, llegar a una película hecha en Argentina, un país al que nunca hay que perderle la vista cinematográfica (¿cómo olvidar los memorables largometrajes gauchos “Sé quién eres” o “Plata quemada”?).

Espósito (interpretado por Ricardo Darín) es un flamante jubilado. Gran parte de su vida la ha pasado frente al escritorio negro de un juzgado penal argentino, revisando papeles, fotografías, intentando hacer justicia en un país donde nunca ha existido esa palabra. A lo largo de su vida profesional ha observado cientos de crímenes. Y ahora, en su vejez, se acaba de obsesionar con uno de ellos. Un crimen sin resolver que intenta plasmarlo en una novela. Una novela, por lo tanto, inconclusa, a la que todavía le falta un final maduro por construir.

El caso que obsesiona a Espósito es el de una mujer violada y, posteriormente, asesinada en la década de los 70. El marido de la victima jamás se recuperó de ese duro golpe que le proporcionó la vida. “Es como si la muerte de la mujer lo hubiese dejado ahí, detenido para siempre”, explica Espósito, quien veinticinco años después se lanza a investigarlo todo para escribirlo todo: en qué situación se encuentra el viudo y sus dos ex-acompañantes judiciales: Pablo Sandoval (quien fuese su asistente) e Irene Menéndez (una mujer de la que aún se encuentra perdidamente enamorado). De hecho, en el fondo, ella es la razón por la cual escribe. Y no sólo eso: Irene es la primera persona que lee el borrador de su proyecto literario. Juntos ejercerán un terrible ejercicio de memoria. Juntos echarán un vistazo a sus irremediables equivocaciones del pasado.

Memorable es la actuación de Guillermo Francella en su papel de Pablo Sandoval (el asistente alcohólico de Espósito). Como memorable, también, es la escena en que Irene (interpretada por la actriz Soledad Villamil) realiza un acertado juego de asociaciones hasta lograr que Isidoro Gómez, acusado como criminal, confiese que, efectivamente, es el asesino y violador que tanto buscaban.

Me quedo con las palabras atemporales de un juez dirigidas a Espósito e Irene: “La justicia es hija del mundo, y esto que esta acá (el terreno judicial) es el mundo. Y mientras ustedes se dedican a cazar pajaritos, nosotros estamos acá peleando en medio de una selva”. Son palabras que pueden ser entendidas en la Argentina y en cualquier parte del mundo. Las leyes siempre han sido –y serán– pisoteadas por los intereses económicos.

Finalmente, con un desenlace nada previsible, con nudos que se desenredan, que se aclaran, con un panorama que se despeja, con un amor inconfesable (o que talvez no lo es), con un final semi-abierto, Espósito termina la novela que pensó jamás terminaría.

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sábado, 27 de febrero de 2010

Un abrazo al pueblo chileno






La tierra se cabrea. Se venga de lo mal que la tratan y pega una tremenda sacudida. Chile es la afectada.


Concepción amanece gris. Se convierte en un pueblo fantasmal con muchas tomas aberrantes. Un rompecabezas inacabado. El cuarto de un adolescente desordenado. La gente grita por los que ya no gritan; llora por los que han dejado de hacerlo. Ladrillos esparcidos, vidrios que se encuentran en su milésima expresión, pedazos de madera por todos lados, árboles talados por la Madre Naturaleza. Escombros por doquier.


Carros aplastados, de cabeza, como si Godzilla hubiese pasado su gigantesca mano en ellos. El puente Viejo que cae al río Bío Bío. Y muchos más que se desmoronan, que se parten en dos, o en tres, y que dejan ver sus costuras, sus varillas que hasta hace poco permanecían escondidas. Pavimentos que se abren y que amenazan con tragarse a cualquiera que pase por ahí. La Universidad de Concepción que arde en llamas. Edificios que caen con facilidad, como si se tratase de un descuido de un niño que juega con legos. Gente atrapada en los escombros de muchas de esas edificaciones, como en la Rivera del Bio Bio, donde muchos dan sus últimos gritos, esperando la ayuda que no llega. Aeropuertos destruidos, vuelos que se suspenden.



Los parques y las plazas se convierten en refugios improvisados. Chilenos en las calles, en pijamas, sin agua, sin luz. De pronto, el hambre deja de ser un asunto que compete sólo a los africanos. Y se lo siente en Chile, en un país que es algo así como de lo mejor que tenemos en Sudamérica. Y el saqueo a tiendas y supermercados deja de ser un delito, y se convierte en una necesidad.



Los chirridos de los carros ambulancia se convierten en un himno nacional. Los pocos hospitales que quedaron en pie, colapsan. Decenas de farmacias saqueadas.


La presidenta chilena Bachelet dice que son 88 los muertos. Piñera, el presidente electo, dice que no, que son muchos más, que son 122. Con el pasar de los minutos esas cifras se multiplicarán Y no habrá consensos.


Los números que se lanzan como si sólo fuesen eso: números, y como si no hubiesen personas detrás de ellos. Y familiares. Y amigos… que seguramente maldicen haber nacido en un país ubicado en el llamado “Círculo de fuego”, una de las zonas más sísmicas de la tierra, donde se producen el 80% de los terremotos, maremotos y temblores que se registran a nivel mundial.


En los foros de los diarios virtuales e internacionales, la gente pregunta por sus conocidos: “Busco a mi hermana Johan Andrea Bolaños, que vive en Coquimbo. Por favor, si saben algo escriban a mande19@hotmail.com. ¡Gracias!”; “¡Necesitamos noticias de Carlos Edgardo Rojas Araya! Vive en Chiguayante. Información a: yaryes@gmail.com.”. “Hola, soy de Perú, necesito tener noticias de mi madre Marta Cárdenas Gallardo. Ella vive en Av. Cristobal colon, las condes, en Santiago. Estoy desesperada no logro comunicarme con ella. ¡Ayúdenme, por favor!”. “¡Por favor, estoy tratando de ubicar a mi papá! ¡Él debería haber estado en Chiguayante a la hora del terremoto! Vive en Hualqui Periquillo. Su nombre es José Luis Hernandez. Agradezco cualquier información: ninfa_sativa@hotmail.com.”. La lista es interminable.


Rafael Correa ofrece su ayuda; José Luis Zapatero, también. Y Evo Morales, que convocó a sus ministros a una reunión de emergencia para socorrer a los damnificados. Y Cristina Fernández, que llamó al celular de Bachelet para preguntarle de qué manera la Argentina podía echar una mano. Y Alan García, que se solidariza con el pueblo chileno y declara el lunes 1 de marzo como día de “Duelo Nacional”. Y el mundo entero, que quiere ayudar. Como sea. Pero ayudar. En estos momentos no hay ideologías, todos son hermanos.


PD: A las 15h00 (hora Ecuador), del día sábado 27 de febrero, según la Oficina Nacional de Emergencia (ONEMI), son 147 los fallecidos. Y aún no puedo comunicarme con Katherine, una amiga que desde hace más de un año vive en Santiago.


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jueves, 18 de febrero de 2010

Paredes: "La realidad puede superar a la ficción"

Ruth Handler –creadora de la universalmente conocida Barbie- ignora que en Ecuador existe una versión humanizada de su célebre invento. Y que su nombre es María Alejandra Paredes Orejuela. Y que sus ojos son color ambarino con pigmentos grises. Y que tiene un cutis casi perfecto, labios rosados y cabello castaño claro y lacio. Y que de niña quiso ser actriz; y que ahora, a sus 26 años, esa etiqueta se antepone a su nombre.

La casa de María Alejandra –donde la entrevisté- es amplia y tiene una piscina con medidas semiolímplicas. Tiene como vecinos a un jardín de infantes, que decora sus instalaciones con todos los colores que le regala el círculo cromático, y a muchas casas disímiles. A pocas cuadras se encuentran una cevichería y una gasolinera. Una puerta exterior -grande, de metal y de color verde militar- funciona como vía de acceso obligado al hogar.

Busco, sin éxito, el timbre de la casa. Decido hacerlo artesanalmente: golpeando con mis nudillos la puerta metálica. Nadie responde. Llamo al celular de María Alejandra. Ella envía inmediatamente a su empleada doméstica, quien me recibe y me hace pasar a un banco de madera situado a orillas de la piscina. La encargada de los trabajos domésticos se retira; Alejandra viene, me saluda muy cortésmente y al instante se va. La empleada de la casa retorna con una bandeja que contiene dos sánduches calientes y un par de limonadas. La empleada se vuelve a ir. Alejandra regresa. La entrevista comienza.


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Alejandra –o “Alejita”, como la llama su mamá- sabe que es gracias a su tía Gesta Paredes que hoy en día gran parte de su tiempo lo pasa sobre las tablas. Cuando tenía 6 años la llevó a un taller de teatro del Banco Central. A las pocas semanas Alejita ya protagonizaba la obra final, ante la mirada atónita de sus padres, quienes, hasta entonces, ignoraban que habían procreado un talento artístico. “Era (sobre) una niña que andaba con unas flores. Una historia infantil. Me pusieron ahí (en el escenario) y yo me acuerdo que hablaba y hablaba todo el tiempo. No me acuerdo mo se llamaba (la obra); pero lo que sí sé es que desde ahí me encanta el teatro”.


Su infancia y su adolescencia transcurrieron con relativa tranquilidad y felicidad. Dado que para Alejandra, estos dos últimos estados del alma sólo son posibles de lograrlos con el teatro, ella siguió inmersa en ese arte escénico. Por esa época, asistió al taller teatral de Roxana Varas, donde protagonizó la obra “Alicia en el País de las Maravillas”. También trabajó con el dramaturgo Antonio Santos en las obras “Se nos muere el amor” (de la autoría de Santos) y en “Goteras” (de José Martínez Queirolo). Todas sus actividades teatrales las alternó con sus cursos de natación y de ballet. Pero al teatro, al menos en su adolescencia, nunca traicionó. Después ingresó a los talleres de Actuación en Arteamérica, dirigido por el director Alejandro Pinto. Y siguió haciendo teatro. Y siguió feliz hasta que se graduó -en un colegio guayaquileño y religioso (La Asunción)- y se vio obligada a decidir entre el teatro y algo, económicamente, menos mezquino. Decidió asegurar su futuro económico: dejó el teatro.


María Alejandra ingresó a la ESPOL a estudiar Diseño y lo intentó. Intentó que le agrede esa carrera y dominar sus manos. Pero no lo logró. “Me mandaban a dibujar –de un día para el otro- como cien posturas diferentes de manos; me mandaban a que haga planos, figuras geométricas. Hice el preuniversitario, lo pasé, pero nunca me gustó el diseño”.


Siguió. Entró a la UEES a estudiar Comunicación Social; luego, ingresó a la misma carrera pero en el ITV. Por ese tiempo, esta guayaquileña trabajó, aunque en condición de practicante, en la Revista Hogar. “Yo hice prácticas en (la revista) Hogar, con Gaby (Gálvez). Ella me veía que yo estaba inquieta, o sea, que yo hacía mis cosas, escribía, ayudaba pero que no me gustaba. Un día me dijo: `Sabes qué, Alejandra, ya no tienes por qué venir. No vengas. ¿Por qué no te dedicas de verdad a la actuación, a lo que te gusta? A ti te gusta, yo sé que eso te gustaría´ Yo le dije que sí. No le dije nada (más), le agradecí, me despedí de todo el mundo y me fui. Y, mira, después de un tiempo, ya la Gaby me ha ido a ver a algunas obras, hice una obra en su casa –El Amante-, ¿cómo es la vida, no?”


Desde ese momento, María Alejandra decidió dedicarse a la actuación. Inclusive el destino jugó de su lado: en el ITV, donde hasta entonces estudiaba Comunicación Social, se abrió la carrera Actuación y Dirección Escénica. “Voy a intentarlo”, se dijo. Y lo intentó: homologó algunas materias de Comunicación y entró a la carrera que siempre supo debía estudiar. ¡Bingo! Alejandra terminó su profesión. Mientras tanto, su carrera actoral iba en ascenso.


En esa época universitaria, Alejandra actuó en muchas actividades en las que se requería su capacidad histriónica: series televisivas, comerciales de TV, cine. Inclusive, incursionó en el modelaje. Pero al teatro, acaso su primer amor, lo había olvidado. Hasta que Gestus –grupo de teatro guayaquileño- rescató a María Alejandra, y con ello, un talento nacional. “Yo lo conocí a Virgilio (Valero, director de Gestus) hace mucho tiempo. Virgilio trabajaba en Ecuavisa y a mí me invitaron a hacer unos comerciales. Ahí nos conocimos, él me dirigió, y nos fue excelente. Después nos volvimos a ver en El hombre de la casa. En esa serie, yo me hice amiga también de Azucena (Mora). Los tres (Azucena, Virgilio y ella) andábamos de arriba para abajo, conversábamos, salíamos a comer. Era una cosa que no nos podíamos separar. Después Virgilio me invitó al grupo. Yo le había dicho a Virgilio: `Virgilio, cuando tú quieras hacer teatro, y creas que yo puedo estar, avísame´. Yo a Virgilio le debo eso, porque él creyó en mí y pude retomar a las tablas gracias a él y su grupo. Un día él me dijo: “Vamos a hacer `Contigo Pan y Cebolla´. Tú eres “Lalita”; Azucena es “Lala”, la mamá; y yo soy Anselmo, el papá” Desde ahí nos fuimos de largo.


Alejandra Paredes junto al grupo Gestus en la obra "Pervertimento"


Contigo Pan y Cebolla -del dramaturgo cubano Héctor Quintero- fue el debut de Alejandra en Gestus. En esa obra hizo el papel de “Lalita”, una joven que no tiene mayores aspiraciones y que sólo sueña con casarse para largarse de su humilde casa. Después vino Pervertimento, una obra muy densa, en donde se critica al teatro y a sus gestores. “Yo la pasé muy mal porque al comienzo no entendía la obra. A Pervertimento no le puedes dar mucha vuelta porque, o si no, no la entiendes. Y eso me estaba pasando, como actriz, me estaba confundiendo mucho tratando de entenderlo todo, cuando debería haber analizado directamente lo que estaba ahí en el texto. Como es cargadísimo de símbolos, tú mismo le das el matiz a lo que quieres decir”.


Algo extraño sucede con Alejandra en estos días. Sus noches ya no son tan placenteras, le es difícil conciliar el sueño. Recientemente se levantó y lo primero que pensó fue: “Dios mío, ¿actué bien el domingo?” A pesar de que los aplausos fueron efusivos, y que luego de la función recibió decenas de felicitaciones, a María Alejandra le perturba la posibilidad de que la obra que recientemente protagonizó –denominada El Amante (del Premio Nobel Harold Pinter)- no haya salido del todo perfecta. “No sé por qué siento eso. Creo que ya son cosas personales, de cada quien”.


La obra El Amante ha sido ubicada, por la crítica, dentro de la corriente de lo Absurdo. Sin embargo, para Alejandra, todo es posible en la realidad y, por esa razón, las acciones que se observan en la obra de Pinter podrían suceder. “La realidad supera a la ficción, supera a cualquier cosa que uno pueda imaginarse. En la realidad todo se puede dar, y en las relaciones de parejas también porque son dos personas que llegan a un acuerdo, son dos personas que se conocen tanto que pueden llegar a decírselo todo. Talvez no haya problema que (eso que se dicen) pueda ser terrible o favorable. Todo es según como ellos lo quieran vivir. Yo no puedo juzgar a ninguna pareja, yo no puedo juzgar los comportamientos porque eso no me compete. En realidad lo que nosotros expusimos en El Amante es una obra un poco densa, un poco fuerte porque marca y hace resaltar todos los parámetros que la sociedad tiene: la mujer de la casa, el hombre que se va a trabajar. Lo más curioso aquí es que cuando el amante (Alejandro Fajardo) la visita a ella (Alejandra Paredes), se pelean. Supuestamente la relación con un amante debería ser la mejor, pero acá no. Acá todo se transgrede, todo se lo invierte. Es más, nos llevamos mejor como marido o mujer que como amantes, pero tenemos que tener este juego del amante, o este cambio de roles ya que son muy necesarios”.


Alejandra Paredes junto con el actor Alejandro Fajardo, en la obra "El amante"


Cree que el teatro ecuatoriano está en pleno auge y que existen muchas ganas del público por ver buen teatro. Para esta joven guayaquileña la comedia es una opción pero no la única. “Tengo amigas y amigos que me dicen: `hay qué chévere, me voy al teatro, me voy a ir a reír.´ El teatro no es solamente comedia. Tú les puedes enseñar al público otras cosas, tú les puedes dar mucho más que eso”


Alejandra –quien sueña con algún día ser una chica Almodóvar- no ignora el hecho de que aún existan dificultades para que el teatro ecuatoriano pueda alcanzar un auténtico desarrollo. “Los teatros tienen una nueva política. Es difícil alquilar una sala de teatro porque resulta caro. (Los teatros) te cobran precios que van de acuerdo a la taquilla. Según cuánta gente vaya tú tienes que pagarles un extra aparte del alquiler por día”.


Toda la trayectoria de María Alejandra, fácilmente, podría caber en el curriculum vitae de una persona que bordea el medio siglo de vida. Ella vive deprisa pues es conciente de que la vida pueda durar menos de lo que tardó en enfriarse los dos sanduches que siguen vírgenes sobre la bandeja. O menos aún de lo que ella se tardó en conquistar al teatro, que es su Ken, su único amor, su todo.


*Crónica escrita el 4 de agosto de 2009


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sábado, 16 de enero de 2010

Hablas demasiado





Miguel Morales, portovejense de veintidós años. No le hace honor a su apellido. Vive en Quito. Es soltero. Le gusta el rock y el cine. Más por capricho de sus padres que por gusto personal, estudió Finanzas en la Universidad San Francisco de Quito. Terminó sus estudios muy a lo ecuatoriano: con las justas, arrastrando materias, repitiéndolas, adorando a un dios llamado Mediocridad. El día de la graduación se acerca; sus padres, provenientes de Portoviejo, se acercan también, pero a Quito, a vivir su día soñado, el día en que entregarán -en papel de regalo- un nuevo profesional a un país necesitado de ellos.

Miguel no sabe qué hacer con su vida. Lo tiene todo. O, al menos, todo lo que un chico clase media-alta y mantenido podría necesitar: carro, departamento, título universitario, trabajo en una exitosa empresa familiar. Pero Miguel no sabe qué hacer con su vida. Mientras lo descubre, mientras intenta encontrarle un sentido a su existencia, vive sus días a punta de Club Verdes, vaciando botellas de vodka, ingiriendo alguna cosa que lo haga sentir mejor y tirando a placer. ( "A ver. Tengo que respirar. Inhalo. Exhalo. Inhalo. Exhalo. Estoy happy, bien happy. Una botella entre dos, y a capela, no es cualquier cosa").
Nada del otro mundo. Nada que una buena dosis de Finalín no pueda solucionar. Detesta su carrera, ser el “orgullo” de su familia, tener que “ser alguien”. (“En esta vida todos tenemos que hacer algo, que ser alguien, está en el contrato, escrito con las letras chiquititas que nunca leemos y que están ahí para estafarnos”). Pronto todo cambiará, pronto tomará una decisión radical.



En rigor, Clara es su cómplice. La persona con la que hace planes futuros y la que lo ayudará a concretar lo que tiene en mente; la que hará real el bosquejo que Miguel hizo en su cabeza. Juntos intentarán hacer posible lo imposible.


Quien ha leído las crónicas de Juan Fernando Andrade en SoHo o en Diners, o sus dos libros de cuentos, o sus artículos de opinión, o sus críticas de cine, sabe a qué atenerse cuando se topa, frente a frente, con algo que lleva su firma. Sabe que, lo más probable, es que se deleitará con su prosa desenfadada, que se encontrará con decenas de referencias cinéfilas y rockeras, que se tropezará con un ser que grita y, en efecto, y en hora buena para sus lectores, que “habla demasiado”. Se trata de un narrador, crítico de cine y periodista que escribe con garra y desde adentro. Desde Quito, desde la mitad del mundo y, como lo dice el escritor chileno Alberto Fuguet, “desde su territorio”. Hablas Demasiado, su primera novela, es una obra escrita con una pluma que recibe órdenes; órdenes de un escritor que sabe lo que hace y que aprovecha su oficio para vengarse de todo.



"Domingo por la noche, madrugada del lunes. Ninguna promesa. No soy ese man que todos los domingos se promete hacer abdominales, conseguir pelada, dejar de chupar o chupar menos, despertarse temprano y hacerse menos pajas por semana. Compré seis cervezas en el camino entre la casa de Juliana y mi departamento. Pongo la K de Kula Shaker y me pongo a saltar en plan air guitar y a mecer la frondosa melena que no tengo y a cantar a toda madre para un público que no existe, y me adora".



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miércoles, 6 de enero de 2010

La fábrica de matrimonios



Existen acontecimientos que, en el instante en que suceden, no se los asimila. Al menos no del todo. Se espera que lleguen, son metas que uno se traza y para las cuales se trabaja duro, muy duro, hasta alcanzarlas. Pero, paradójicamente, uno nunca está preparado para que sucedan. Pero suceden. Y cuando eso pasa, a uno no le queda más remedio que esbozar una sonrisa de satisfacción, de deber cumplido.

Son instantes en los que te dices que todo vale la pena. Y te alegras de haber dejado los libros gordos de contabilidad por los obesos de la literatura y del periodismo. Y llegas a una conclusión que presientes es acertada: que ser escritor no es tan estúpido como parece, que hay gente que te puede leer y que, lo mejor de todo, te pueden pagar por aquello que escribes.

Ese instante fueron, en realidad, varios instantes. Primero la llamada de la directora de SoHo Ecuador, advirtiéndome de la posibilidad de que la crónica “La fábrica de matrimonios”, que hace pocos meses envié a la revista, había gustado al directorio y que podía ser publicada. Y luego el hecho: palpar que en la última edición (la No. 85, la de diciembre/enero, en la cual posa casi desnuda Angie Cepeda) mi nombre limita con otros que pertenecen a escritores que admiro como Martín Caparrós, Iván Thays o Fernando Artieda.

Pero bueno, pasó, sucedió, ahí estoy aunque sé que esto es sólo el comienzo, que sigo siendo mal escritor y que me falta mucho, muchísimo por mejorar. El lead de la crónica “Fábrica de matrimonios” –o el “abrebocas”- fue escrito por los editores, y es el siguiente:

Hay un negocio con el que no se juega: casarse. Por lucrativo que pueda resultar, y por mucho que le ayude a un cubano en busca de visa, tiene sus grandes peligros. Encontramos la historia de una mujer que hoy en día es prisionera de una unión por conveniencia.

El resto es mío. La crónica comienza así:

Que en Guayaquil, la ciudad más comercial del Ecuador, “se venden hasta piedras”, lo sabe todo guayaquileño. En ese lugar existe, sin embargo, una joven que vende algo más insólito que eso: su estado civil a cuanto cubano -prófugo de la dictadura de Castro- se cruce por su camino. Al poco tiempo se divorcia para, después, volverse a casar con un isleño diferente. ¿Puede una persona vivir, todo el tiempo, cambiando su estado civil?

Laura Castillo me tiró el teléfono (exagero, sólo presionó el botón rojo de su móvil que da por concluida una conversación) seis veces antes de aceptar ser entrevistada. Previamente me advirtió –aun desde su celular- que no saldría del anonimato. Al día siguiente, cuando cruzamos por primera vez miradas, me lo volvió a recalcar. Después de dos semanas de diálogo, Laurita –como la llaman sus amigos- aceptó que las cinco letras de su nombre sean escritas sobre papel. Y que sean publicadas.

“Me casaba y, después de algunas semanas, me divorciaba”, cuenta Laura –ecuatoriana, de 22 años- con la misma naturalidad con la que le da un primer sorbo al jugo de naranja que acaba de preparar en la cocina de su pequeño departamento. Laurita sabe que si no fuera por su habilidad para cambiar la mayor cantidad de veces –en el menor tiempo posible- su estado civil (eso, en lenguaje empresarial, es ser eficiente), su novio aun estaría con ella.

Y bueno, eso es lo que puedo mostrar. Si quieren leer la crónica "Fábrica de matrimonios" den click aquí.

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¿Perro que ladra no muerde?



Es posible que mi odio hacia los animales se remonte al día en que presencié el rompimiento del célebre dicho que reza en el título de este post. Dicho estúpido, sin fundamento científico y, lo peor de todo, falso. Muy falso. Una cicatriz de infancia, que hasta la fecha sigue intacta, puede atestiguarlo todo.

Tenía once años pero jugaba fútbol con individuos cuyas edades promediaban los trece. Si en un mundial de fútbol, la única razón para que se detenga un partido es la imprevista presencia de un nudista en mitad de la cancha o de un fanático que lo único que quiere es un abrazo de Kaká o de Messi o de un depredador de árbitros o de técnicos o de futbolistas o una metamorfosis de todo eso junto, en la cancha que quedaba a pocas cuadras de mi casa, la terrorífica presencia de un pastor alemán era capaz de paralizar cualquier jugada, de impedir cualquier intento de gol. A su dueño, un tipo gordo que tenía el rostro adornado de espinillas y que disfrutaba soltando a su gigantesca mascota de su cadena, no le era permitido jugar fútbol con nosotros. Él se vengaba y jugaba un deporte que poco tenía de divertido, presenciando y siendo el culpable de una escena casi cotidiana: niños que corrían por salvar sus vidas, trepándose a los árboles, a los arcos de fútbol o a los muros de una solitaria glorieta.

Aquella mañana, yo, que por mi estatura no podía trepar árboles ni arcos de fútbol ni los muros de ninguna solitaria glorieta, pensé que, en cambio, sí podría correr y de esa forma escapar de unos sucios dientes que me buscaban. Pensé mal.

Corrí. No como negro, pero sí a una velocidad considerable para mis once años. Sin embargo, el perro lo hacía aún más rápido que yo. De repente, en mi cabeza se dibujó una imagen muy pero muy racional: estaba a punto de convertirme en hueso canino. Consciente de que pronto sería superado en velocidad, decidí correr hacia uno de los arcos de fútbol, donde estaban trepados tres amigos míos. Ellos me extendieron una mano (lo cual es un decir pues fueron seis manos las que, simultáneamente, intentaron elevarme). Medio cuerpo arriba, la pierna derecha totalmente alzada, totalmente a salvo. Sólo faltaba mi pierna izquierda. Intenté alzarla, intenté salvarla, pero el movimiento fue torpe, excesivamente lento o -al menos- lo suficiente para que la bestia salvaje pegue un brinco estilo “canguro”. Y muerda un buen pedazo de muslo humano. Quizás le dio asco el mal sabor que seguramente tenía a causa del sudor, pues lo soltó al instante, para mi suerte.

Lo demás es asunto que compete a la medicina, ciencia que se dedica a curarlo todo: inclusive piernas víctimas de un perro que ladró. Y que mordió.

By Arturo Cervantes with 1 comment