Todo eso lo sé antes de conocerlo, inclusive. La noticia, por un segundo, hasta me inspira lástima ajena. Estoy en el Centro de Adiestramiento Canino, colocado, por razones logísticas, en la misma vecindad donde se halla el Aeropuerto de Guayaquil y, en menos de lo que tarda un pestañeo, voy a conocer a ese canino que está sumergido en el más penoso de los celibatos. Aquí se entrenan a los únicos 35 canes que, cuando trabajan, no son precisamente los mejores amigos del hombre. O, al menos, no de las de los cientos de mulas que, diariamente, dan pasos nerviosos por los aeropuertos y carreteras de este país. País que, por cierto, es algo así como un túnel obligado por el que tiene que pasar la droga proveniente de naciones productoras como Colombia o Perú.
De repente aparece un macho que, en realidad, es mucho más que eso: una mole de casi un metro de altura y 60 kilos. Teo es, en rigor, un Golden Retriever y los Golden Retriever, de por sí, tienen un olfato extremadamente sensible. Los humanos, en un esfuerzo sobrehumano, somos capaces de oler hasta 700 partículas. Ellos, casi sin despeinarse, pueden percibir más de 9 millones de sustancias.
Teo posa su barbilla sobre su pecho y me mira de reojo, con una mirada de venado, tímida. Su estatura de caballo no le quita su apariencia tierna. Es, por así decirlo, el Brad Pitt de este centro de adiestramiento de perros antinarcóticos. En la sala de pre embarque internacional del aeropuerto que ostenta un nombre de poeta, las chicas se acercan donde él, le dicen: “¡Qué lindo!”, con ese tono tan femenino, tan cursi, y se desdoblan mientras lo dicen. Piden, mueren por acariciar su pelaje dorado, pero eso está prohibido. El Cabo Segura Lino, su guía personalizado de toda la vida y un tipo con una paciencia infinita, no lo permite. Él sabe que Teo es una suerte de Caballo de Troya: detrás de ese disfraz de ternura se esconde una auténtica máquina captadora de droga. Un imán de cocaína, heroína, éxtasis y marihuana camuflada, siempre, con un ingenio que García Márquez envidiaría.
Sólo en el 2010, aprehendió 268 kilos con 855 gramos de droga. Sólo en ese año, realizó 11 hallazgos y metió tras las rejas a 12 ecuatorianos. Sólo en su último triunfo, el 9 de noviembre del año pasado, impidió una comercialización redonda de 3´000.000 de dólares o, lo que es lo mismo, que 20 kilos de cocaína ingresan a Miami en tiempos como el actual, en que el kilo de esa droga, en el mercado yanqui, está valorado en $150 000. Nada más, nada menos.
Pero Teo se convirtió en una celebridad mucho antes que eso. El 20 de abril de 2010, su aclamada nariz descubrió lo que la prensa, con esa rapidez que la caracteriza, denominó el “Caso Poleas”: una burla por cuatro meses a los controles antinarcóticos, haciendo uso de un complejo sistema de poleas instalado en el cielo raso del aeropuerto José Joaquín de Olmedo de Guayaquil.
El Caso Poleas
Teo no trabaja, juega. El aeropuerto guayaquileño es, para él, un gigantesco parque de diversiones. Su guía simula lanzar una pelotita de tenis y él la busca. La busca con energía pueril. Cuando encuentra droga, se sienta. Así de sencillo. Luego, su entrenador vuelve a fingir sacar la pelotita, pero, esta vez, de la maleta o del objeto donde Teo haya encontrado la droga. Teo agarra con su hocico la pelota, y se larga. Él no busca droga, él busca su mugriento juguete esférico. Eso desmiente lo que todos, por lo menos una vez en nuestras vidas, hemos pensado: que los perros antinarcóticos son más grifos que Bob Marley. La misma metodología que, más bien, parece una pobre tomadura de pelo a un inocente perro, fue utilizada en el “Caso Poleas”, que generó ganancias, como la mayoría de comercializaciones narcotraficantes, no determinadas, aunque, se sabe, fueron cifras que no pertenecen a este mundo.
Era de noche, y Teo se paseaba con su guía en la sala de pre embarque internacional del Aeropuerto de Guayaquil. Muchos policías, disfrazados de civiles, estaban atentos a cualquiera de sus alertas. De repente dio una: giró con violencia su cabeza, en dirección a un trabajador del aeropuerto con una delgadez digna de una escoba. Se trataba de Cristóbal Cruz, auxiliar de limpieza del aeropuerto, quien cargaba un tacho de basura. A medida que Teo se acercaba, Cruz mostraba una palidez cada vez más fantasmal. Nervioso, vio cómo la nariz canina protagonista de esta historia olfateaba el tacho. Teo se sentó, y eso ya sabemos qué significa. Los policías abrieron el tacho y se tropezaron con 14 paquetes de clorhidrato que iban a ser entregados a un pasajero con destino a España. Cruz jamás olvidará el rostro angelical del canino que le obsequió hospedaje gratuito en la Penitenciaría de Guayaquil por 12 años.
Teo es gringo. Nació un 20 de mayo de 2005 en un centro de adiestramiento canino de Virginia. O sea, está próximo a celebrar seis años de vida-canina (42 años-humanos). Cuando cumpla diez será, oficialmente, un perro jubilado. Y lo más probablemente es que pase los últimos años de su agitada vida en la casa de su entrenador, pero descansando, como una mascota más. Antes, los perros antinarcóticos que cumplían sus años útiles de trabajo tenían un destino que parece extraído de algún relato de Edgar Allan Poe: eran enterrados bajo tierra. Se los inyectaba para que reciban una muerte sin sufrimiento. Con esto se evitaba que lleguen a manos de poderosos narcotraficantes, y que los estudien con detenimiento para descubrir sus debilidades.
Teo llegó a Quito a los ocho meses de edad. Recibió un entrenamiento en la Capital de seis meses y, de inmediato, fue enviado a Guayaquil para que, en plena adolescencia, cual miembro de familia necesitada, empiece a camellar. Lo recibieron en el Centro de Adiestramiento Canino que, también, tiene mucho de gringo. Gran parte de su capital proviene del gobierno norteamericano (el restante, del Estado ecuatoriano). EEUU, por poseer un buen porcentaje de población grifa, es el país que más invierte en equipamientos antinarcóticos y los reparte en puntos estratégicos. Ecuador, en teoría, es un punto estratégico.
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Una funda de heroína en mis narices. El teniente Chérrez me la acaba de enseñar antes de introducirla en una maleta negra, gastada. El Centro de Adiestramiento Canino tiene más maletas negras y gastadas de lo que cualquier mente viajera pudiera imaginar. Sirven, por supuesto, para los entrenamientos. Sobre el suelo se colocan varios equipajes para lo que será una simulación de una aprehensión de droga. Teo está listo. Le enseñan la pelotita. Teo quiere jugar.
Y juega. El guía amaga con lanzar la pelotita de tenis. Y Teo corre, corre como sólo corre un canino de la su linaje. Si esto fuera un partido de fútbol nacional, los comentaristas dirían que va camino al título. Olfatea todas las maletas. Pasa la primera. Pasa la segunda. Pasa la tercera. Pasa la cuarta y se regresa, algo sospechoso hay en ella. Se detiene un instante. La olfatea con más rigor. Sus ojos se tornan rojos, se agita, empieza a mover su cabeza de manera desesperada, como un energúmeno. Y se sienta. Finalmente se siente.