miércoles, 29 de diciembre de 2010

Fantoche: un mundo sin libreto

En agosto de 2003, Fantoche organizó el primer Match de improvisación en Ecuador y todos nos preguntábamos qué estaba pasando. Centenares de cejas levantadas y mandíbulas caídas exigíamos una explicación. ¿Teatro? ¿Deporte? El escenario era la pista de patinaje guayaquileña “San Bernardo”. Se colocaron varios graderíos metálicos, y ahí nació otro público teatral. Un público participativo. Un público que, antes de que inicie el Match, cantó su himno paradigmático; que gritó (por el equipo rojo o por el azul); que propuso títulos para que los improvisadores, a partir de ellos, inventen historias; y que, al final del partido, sacó una tarjeta de color para votar por el mejor.

El espectáculo incluía un árbitro –con uniforme de reo, silbato y un cronómetro en su muñeca izquierda- y dos asistentes encargados de hacer respetar el reglamento universal del Match de impro: no se pueden usar chistes, slogans o personajes chichés; las historias deben tener coherencia con los títulos dados por el público o por el juez; se debe respetar el número de jugadores, el tiempo y el estilo dado por el árbitro (historias al estilo de una telenovela mexicana o de una película de acción hollywoodense o de un documental de Discovery, por sólo citar unos cuantos ejemplos); y un etcétera tan exigente como el reglamento oficial de la FIFA.
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Luego supimos que en otros países ya existía la improvisación. Y que el Match de impro, su formato más deportivo, tenía, inclusive, mundiales. Y que, como toda técnica, la impro también tenía un padre: el canadiense Keith Johnstone. Y que ese papá tenía un “hijo” en Latinoamérica llamado Ricardo Behrens (juez en aquel Match en Guayaquil). Y que fue este último, argentino, quien inyectó en las venas del grupo Fantoche el arte de crear historias sin un libreto.

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Principios del 2003. Hugo Avilés y Ruth Coello, esposos y fundadores del grupo Fantoche, estaban en Buenos Aires. Caminaban por Corrientes, una calle que siempre huele a teatro. Cargaban un letrero invisible que decía: “Turistas”. De repente vieron otro, visible, que indicaba que esa noche el grupo LPI, dirigido por Ricardo Behrens, presentaría un “Match de impro”.

Entraron con curiosidad guayaquileña y se sorprendieron: un teatro que no era teatro, sino, más bien, un patio diminuto. Actores que no eran actores. O, al menos, no como hasta entonces, pensaban que eran los actores: seres anclados a un texto teatral, con vestuarios para cada personaje, sin la virtud de la espontaneidad. “El libreto es como una camisa de fuerza a la que, lastimosamente, los actores tenemos que estar ceñidos”, me diría, muchos años después, Hugo.

Así que esta pareja teatral, que llevaba 20 años sobre las tablas y ya había saboreado casi todos los géneros teatrales, regresó a Guayaquil con rostro de niño que acaba de descubrir un juego nuevo. Y con una necesidad irrefrenable de contar, a todos sus colegas, la novedad que habían visto en la tierra de Gardel.


Hugo Avilés, fundador del grupo Fantoche

Recién en Ecuador, contactaron a Behrens. Lo invitaron a que dicte talleres de su especialidad en Guayaquil y funde la Liga Ecuatoriana de Improvisación (LEI), pues él era el único autorizado en Latinoamérica para inaugurar ligas de ese tipo. Aceptó. A cambio de una amabilidad económica, claro. De inmediato, Hugo, Ruth y otra integrante del grupo, Raquel Rodríguez, lanzaron una convocatoria dirigida a “actores profesionales y no profesionales que estén interesados en formar un grupo de teatro impro”. La respuesta fue inmediata.

Cuarenta personas, entre esas Karen Mendoza, María Fernanda Gutiérrez, Antonella Rossi y Fabricio Mantilla, se acercaron de manera cautelosa, sin tener muy claro por dónde iba el asunto, y participaron de una pre-selección. Dieciocho afortunados fueron seleccionados para recibir el taller de capacitación con Behrens. Aprendieron destrezas generales de improvisación y las reglas del Match de Impro. El taller culminó con la presentación de aquel histórico Match de improvisación ecuatoriano, formato teatral-deportivo que Fantoche siguió practicando en diferentes escenarios.

Un año después, en el 2004, trajeron a Gustavo Miranda (director de “Acción impro”), un nombre que sigue sonando fuerte en Colombia, su país de cuna. Su grupo había participado en dos mundiales de improvisación, en Argentina y México. Contaba con una sala ubicada en el barrio más pudiente de Medellín: El Poblado. Con presentaciones todos los fines de semana. Con un público devoto que lo seguía a todos lados. Con un elenco de improvisadores frescos, recién salidos del horno, de la universidad. Con ese perfil auspicioso llegó Gustavo a Guayaquil para enseñarles a crear formatos de improvisación largos.




Después del taller dictado por Gustavo, Fantoche voló muy alto. En el 2005, el grupo organizó el I Festival de Teatro de Improvisación de Guayaquil. Vinieron tres grupos de improvisación foráneos: Acción impro (Colombia), Ketó (Perú) y la LMI (México). Pasaje, estadía y honorarios: cortesía de la casa. Fantoche tan solo tenía tres años en la actividad, pero ya había alcanzado un sueño recurrente en los grupos de improvisación: crear un formato propio. “Zona impro”, una patente que, con éxito, pusieron en escena en ese festival internacional.

Los siguientes años, en cambio, fueron ellos los invitados a festivales en Colombia, Brasil y Chile. Se mezclaron con los pesos pesados de la improvisación: como Impromadrid (España), Lospleimovil (Chile) y Jogando no Quintal (Brasil). Llevaron otro formato de improvisación de su autoría: “Momentos improlongados”. En esos viajes, notaron que las posibilidades de improvisación son ilimitadas (vieron desde impro-danza hasta impro-percusión) y que la mayoría de los grupos latinoamericanos de impro tenían casas de teatro, adecuadas para el caso, en galpones. Se vieron al espejo: ellos aún eran un grupo nómada. Así nació la Casa Fantoche, que tiene serios motivos para justificar su nombre: una cocina con un refrigerador repleto de cervezas, una sala para poner en escena las improvisaciones, un baño y tres cuartos (uno de ellos, con un plasma en el que siempre se exhiben cortometrajes y una pequeña mesa con hojas para jugar Chantón). El público, con cerveza en mano, se sienta en el suelo, en cojines multicolores, pide algún piqueo y observa a pocos centímetros todo el espectáculo.


Uno que vi se llama “Fun fun impro”. Y, en serio, todo es diversión. Vestida con una minifalda y blusa escotada, Katherine Donoso sale con una bandeja y reparte shots de aguardiente. Casi al mismo tiempo ingresan, bailando, tres improvisadores con vestuario colorido: Hugo Avilés, Fabricio Mantilla y Ruth Coello, quienes rebajan sus pechos hasta pasar por un chupete gigante. Por último, Juan José Jaramillo, presentador del espectáculo, entra al escenario con un chaleco blanco y un gigantesco sombrero morado. Lanza un dado gigante, que rueda gracias a las manos en alto de los espectadores. Aquella noche, se detuvo en el número cinco. Y, por eso, jugaron “Abecedario”, que funciona con dos jugadores. Cada uno de ellos debe utilizar -en orden- las letras del alfabeto para cada uno de sus diálogos, y así fabricar una sola historia. El público (compuesto mayoritariamente por estudiantes o profesionales de Diseño o Publicidad) dio el tema: “La PJ (Policía Judicial)”. Hugo y Ruth comenzaron con la letra “P”, y dieron una vuelta magistral a todo el abecedario con una ingeniosa historia de dos presos. El dado siguió rodando. Esta vez, deben jugar “Principio y final”. ¿Cómo inicia la historia?, pregunta el presentador al público. “Dentro de una cartera”, grito. Mi pedido es aceptado. “¿Y cómo termina?”, vuelve a preguntar. “Jugando a las escondidas”, sugiere una pelirroja. “En un bar alternativo”, pide una chica de ojos marrones, casi al mismo tiempo. “Entonces, la historia termina: ‘Jugando a las escondidas en un bar alternativo’. ¡Que comience la impro!”, ordena el presentador. Y la historia sorprende a todos. Dos enanos que roban cosas dentro de la cartera de una gigante. La gigante los descubre y los usa como muñecos: los monta en un coche deportivo de la Barbie y terminan, efectivamente, jugando a las escondidas en un bar gay.

El espectáculo concluye. Los improvisadores se van al camerino, gritan “Mucha mierda”, se visten como personas normales, y regresan donde el desesperado público que los espera, con rostros de groupies, para tomarse fotos y felicitarlos.
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Todo era perfecto. Quería descubrir qué había detrás de todo esto. Al igual que un maniaco tras la receta de la Coca Cola, yo estaba obsesionado por saber cómo inventaban historias de la nada.


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Estoy infiltrado en un entrenamiento. Hugo Avilés realiza estiramientos en una esquina de la Casa Fantoche. Llama al grupo para que se acerque. Aparece Ruth Coello, quien acaba de consumir un tabaco en un balcón con vista a las Peñas. Pocos segundos después, Fabricio Mantilla se acerca al mismo tiempo que se despereza y Juan José Jaramillo hace lo mismo, pero con su celular en la mano. Karen Mendoza y María José Jaramillo, las dos restantes integrantes del grupo en la actualidad, no pudieron venir hoy.

Los improvisadores se vendan sus ojos y se quitan los zapatos. Entonces comienzan a caminar ciegos por un espacio reducido y, rara vez, tropiezan. El ejercicio sirve para estimular otros sentidos diferentes al visual. Improvisador que se respete, dicen, “mira” con los oídos, con el cuerpo, con la percepción, con los ojos y con el tacto. Luego se quitan las vendas y siguen caminando en diferentes direcciones.

Hugo da instrucciones para realizar un ejercicio sensorial: sólo uno de los cuatro puede detenerse, sin ponerse de acuerdo. Fabricio es el primero en hacerlo. Los tres restantes continúan caminando. Con esto se busca mejorar la sincronización y la visión periférica, atributos dignos en un jugador de impro.
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Ahora sí, comienzan a fabricar historias. Hugo les da temas al azar y les ordena colocarse unas máscaras tipo RoboCop, que sirven para restringir la gestualidad de los rostros y poner énfasis en la expresividad del cuerpo. Un improvisador debe dominar su comunicación corporal. Hugo, cual entrenador de fútbol, está en cuclillas y aprueba o rechaza cada una de las actuaciones de sus dirigidos.
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Por último, se sientan en círculo. Deben realizar una carta oral. Cada improvisador está autorizado a pronunciar una sola palabra y, enseguida, otro debe continuar. El juego sirve para adquirir destrezas narrativas.

La carta, editada, pues la original contenía un atractivo vocabulario malhablado, quedó así: “Ladronzuelo, estoy furioso porque nuevamente me has robado cosas caras. Quiero recuperarlas, así que más te vale que las devuelvas. Espero que las advertencias que te estoy haciendo sean atendidas; caso contrario, enviaré a unos negros para que te violen. Con cariño, Juanjo”. Todo dicho con una fluidez envidiable y con imperceptibles pausas entre turno y turno. “Parece preparado”, les dije sin remordimiento. Luego supe que ese es el mayor halago que puede recibir un improvisador.
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*Revista Diners, edición #343, diciembre/ 2010

By Arturo Cervantes with 2 comments

2 comentarios:

Ese Hugo Avilés también salía en De la Vida Real, no?

Carlos A.

Carlos A.,

Sí, él es. Anda a verlo a Fantoche (Rocafuerte y Loja), es de carne y hueso.

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