martes, 4 de enero de 2011

Gotas biográficas I (mi intento de futbolista)

Vamos por partes. Yo no quería ser escritor, quería ser futbolista. Como buen niño ecuatoriano, yo soñaba con reventar redes, correr como negro del Chota, envolverme con la tricolor y claro, más tarde, largarme a Europa, cargar un Rolex y manejar un Ferrari color vino.

En mi escuela, a los diez años, sudar era ser un bacán. La popularidad escolar se la medía de una manera objetiva: según la cantidad de gotas salinas que despedía tu cuerpo, te ganabas (o no) el trono infantil. Así de simple. Así de imparcial. Vestir el 10 de la selección escolar era lo mejor que te podía pasar, era todo, era motivo suficiente para conquistar a la más linda de la clase, la de turno.

Mis ídolos no eran Vargas Llosa ni García Márquez ni ninguno de esos pseudo-intelectuales que aún conservan la mala costumbre de escribir. Alex Aguinaga e Iván Kaviedes eran, para mí, los verdaderos duros criollos, esos que salían en la TV y que se daban el lujo de rechazar autógrafos en la calle.

Como todos los de mi especie, jugué el Interbarrial, aquel torneo que se lo publicita como “el más grande del mundo”, el paso obligado de todo futbolista que aspira jugar en primera. El primer escalón rumbo al estrellato, me prometieron.

Pero, durante mi fugaz y lamentable carrera futbolística, lo único similar al estrellato que experimenté fue un choque de cráneos del que fui protagonista. La culpa la tuvo la vaca. En serio: era un futbolista obeso, con contextura de luchador de sumo. Un auténtico imbécil, con complejo de cangrejo, que corría hacia atrás. Y sin regresar a ver de reojo, por lo menos. Se trataba de la final sub-10 del torneo que les menciono. Quedamos 1 a 1 y ambos (el equipo contrario y el mío) dimos la vuelta olímpica. Una política empresarial que hasta la fecha sigue vigente y que tiene por objetivo evitar llantos pueriles. Una decisión muy cristiana que, paradójicamente, proviene de los organizadores de un torneo explota-infantes. De unos empresarios con todas las de ley.

Yo anoté el gol del campeonato. Fue el único gol que anoté en todo el torneo, un golazo, un tiro de larga distancia que dejó boca abierta a un arquero rival con una delgadez digna de una escoba. La verdad, lo único que quería era deshacerme del desquiciado balón, pero el esférico, rebelde como un forajido, se introdujo en el arco norte del estadio Modelo, donde se jugaban las finales para que nos sintiéramos importantes. Me entrevistaron y me fotografiaron para la página trasera de El Universo, la destinaba a los mocosos que soñaban con ser como el Tín Delgado.
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Ese fue mi primer contacto con el periodismo. El comunicador deportivo que me entrevistó, me hizo cuatro preguntas, no las incluyó, e inventó una novela con mi nombre y apellido. Algo así como “Arturo Cervantes, emocionado, no pudo con la emoción y, luego de anotar el gol del triunfo, con lágrimas en los ojos, abrazó a sus padres y les dedicó el gol. Su próximo reto es ser el mejor alumno de su clase (…)”.


No quería ser el mejor de mi clase. Jamás lloré de la emoción. Fue aquel reportero deportivo, que seguramente ahora es un exitoso novelista y camina libre por las calles, sin ningún juicio en su contra por daños a terceros, el que me hizo decepcionar del fútbol y de la prensa ecuatoriana en general. De mi decepción, nació la idea de ser periodista (siempre me sucede lo mismo: como el día en que, siendo aún niño, dije que estudiaría dos profesiones, que sería “arquitecto y barrendero profesional”, desencantado, en plena alcaldía de Bucaram, al ver que Guayaquil era un rompecabezas inacabado y que olía a mercado de mariscos).

Antes, mucho antes de adquirir solvencia testicular y dedicarme a escribir, fui futbolista. De los peores que esta tierra pudo dar. Fue como un primer strike. Luego vendría un segundo intento fallido: fui tenista, en tiempos en que medio Ecuador lo querían ser. La culpa la tenía Nicolás Lapentti, por aterrizar en zona prohibida, dentro del top ten mundial. No sé por qué, pero eso me hizo pensar que yo también lo podría lograr.
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*Revista La U, enero/2011

By Arturo Cervantes with 6 comments

6 comentarios:

Lo curioso del caso es que hoy, luego de diez años, mi concepto de Vargas Llosa y García Márquez sigue siendo el mismo.

Excelente como siempre Arturo, es un placer pasar por tu blog y leerte. Envidio a los chicos que desde chicos saben cual es su vocación. A esta edad yo sigo buscando la mía. Yo quería ser profesora; creo que estoy logrando ser maestra.
¡FELIZ DÍA DEL PERIODISTA!

Esto me recordo a las memorias del escritor argentino Martín Caparrós; cuando cuenta que se hizo periodista de fútbol porque su diestra puede hacer con palabras lo que sus pies inútilmente ni siquiera alcanzaban a coordinar.

Buen post en este día festivo. ¿También le fuiste al tenis? ¿De eso va la segunda parte?

leer notas como estas cosas en oficina me hacen ser mas tolerarante con la cara de manzana de mi jefe.

Ade:
Gracias. Aunque suene a reflexión barata, "paulocoelhesca", te diré que nunca es tarde. Lo importante es llegar, no importa cuándo. Yo aún estoy en esas.

Emilio:
Caparrós es uno de mis cronistas favoritos. Lo he leído en varias revistas. Jamás he parado en un libro suyo ni había escuchado antes sobre sus memorias. A estas tierras desiertas no llegan muchos libros de crónicas.

Karen:
Seguro. Por ahí voy...

Anónimo:
¡Trabaja! ¡No te distraigas por aquí! En esta semana subo la segunda parte.

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