Entrevista a Juan Fernando Andrade

Hoy, el diario Expreso (en su edición impresa, no web) sacó un especial denominado "Guayaquil Universitario". ¿La idea? Poner a escribir a estudiantes de Periodismo de ocho universidades diferentes

Dos semanas como reportero del Extra

Cada que cuento que trabajaré en el Extra, alguien intenta asesinarme. Y por cualquier vía. Ya sea llamándome a mi celular, enviándome un mensaje por Twitter o insultándome cara a cara, como Dios manda

¡Los peligrosos deportes inofensivos!

Es una despiadada mentira decir que los deportes mortales son los que te matan. Mi experiencia muy cercana con deportes, aparentemente, inofensivos me lleva a afirmar todo lo contrario

If you are going [...]

Gerry

Cuando terminé de ver esta peli, no sabía si ponerme de pie y aplaudir efusivamente o regalarme (urgente) un fin de semana en un spa

Terminemos el Cuento (2008)

Ya son casi 3 años desde que obtuve el segundo lugar en Terminemos el Cuento: uno de los concursos literarios más importantes del país

sábado, 1 de mayo de 2010

Tiro de pechuga en La Prosperina

Este blog debería tener audio. Debería tenerlo para que usted, estimado lector, tenga una idea de lo que es entrar a una gallera. Trataré de ser lo más descriptivo posible, aunque soy consiente (sólo ahora lo sé) de que la que escritura es limitada, hasta un tanto mezquina, diría yo. Las onomatopeyas no sirven de mucho. El vano esfuerzo por describir lo imposible, tampoco. Insisto: ¡esto debería tener audio!


Imagínese el cacareo de un gallo en el interior de algo que se asemeja a un coliseo. Añádale cincuenta gallos al lugar, es decir, cincuenta cacareos más. Estruendosos cacareos. Todos al mismo tiempo. Ahora, súmele la presencia de doce vendedores que luchan por hacerse escuchar, gritando que venden (léase con tono de vendedor callejero): ceviches de pescado; dulces de piña, de higo y de manjar; chuzos, natillas, cocadas, alfajores, cigarrillos, caramelos, refrescos… La suma continúa: agregue el ruido que produce una botella Pilsener de vidrio al ser lanzada con violencia al suelo (¡crack!). Violencia propia de un gallero cincuentón pasado de copas. Y los gritos apasionados de decenas de aficionados. Y aún más: la música que exhala un gigantesco parlante moreno. Vicente Fernández con una canción ranchera a toda madre:


Linda la pelea de gallos,
con su público
bravero,
con sus chorros de dinero,
y los gritos del gritón.

(…)

Ya comienza la pelea,
las apuest
as ya cazadas,
las navajas amarradas,
centellando bajo el sol.


Cuando sueltan a los gallos,

temblorosos de coraje,
no hay ninguno que se raje,
para darse un agarrón.


La música, cada tanto, es interrumpida por un señor de voz carrasposa que anuncia a gritos los turnos de los competidores: “Señores de Rocafuerte (provincia de Manabí), en quince minutos acercarse a la mesa”. En rigor, la música no debería ser parte de la fiesta porque “desconcentra a los gallos”, o al menos eso es lo que dice Hugo Zambrano, quien lleva seis años asistiendo a espectáculos de este tipo. Porque esto, señores y señoras, lo que se vive en la gallera La Prosperina, es todo un espectáculo.


Gran trabajo para los oídos: identificar sonidos provenientes de todas partes. No llevaba más de dos minuto en el lugar cuando, de repente, a pesar del ensordecedor ambiente, logré escuchar mi nombre: “Arturo –me gritaron-. ¡Al fin llegaste!”. Di media vuelta. Era Marcos Díaz, un gallero trigueño y pasado de kilos al que había seguido el rastro la semana previa a la competencia. En realidad no lo había seguido a él, sino a uno de sus gallos: un dominicano, robusto, negro como un Doberman, con alas coloradas y una cresta diminuta. Tenía cinco peleas invictas. O, lo que es lo mismo, cinco peleas sin conocer la muerte. A diferencia de cualquier otro deporte, en las peleas de gallos el pleito termina cuando uno de los dos luchadores muere. Pueden empatar, pero para eso tendrán que transcurrir diez eternos minutos. Lo normal es que, en cuestión de minutos, o segundos inclusive, uno de los dos animales muera víctima de una embolia o de un derrame. Eso es lo normal en una fiesta en la que la muerte es la invitada de honor.


Depredador, antes de competir.

-Depredador ya mismo compite –aseguró Marcos con emoción. Así llamaba a su gallo. Y no era en vano. Pocos días antes, observé sus entrenamientos: tenía serios argumentos para justificar su nombre. En serio.


El trámite para competir es, más o menos, sencillo. Marcos, su disimulada gordura y su temerario gallo enjaulado llegaron a la gallera La Prosperina. De inmediato puso al animal sobre una tabla vieja que sirve para cotejar (cotejar: dícese en lenguaje gallero del acto de comparar dos o más gallos hasta encontrar -al ojo- similitudes en estatura y, luego -con la ayuda de una balanza- en peso). Al colocar su gallo en una balanza de cuero, asombrado, descubrió que Depredador había bajado de peso: ahora pesaba tres libras doce onzas. Una onza menos de lo que pesaba la noche anterior. Al parecer, la dieta a base de maíz había funcionado. Un manabita, que vestía un pescador caqui y una camiseta pirata del Inter de Milán, al ver las aproximaciones que existían entre su gallo y el de Marcos, lo retó a un duelo. Incluso lanzó una cantidad: quinientos dólares. Así, como si nada. Como si fuesen caramelos lo que estuviesen en juego. Marcos aceptó. Le tenía mucha confianza a su gallo. El manabita, por lo visto, también. Serio problema.


Después fue necesario hacer oficial el asunto, para que ninguno de los dos galleros se haga el vivo al final del combate. Ambos depositaron los quinientos dólares en un “banco” destinado para el caso. Luis Eureta –quien hace las de tesorero en La Prosperina- fue el encargado de recibir los mil dólares. Eureta repartió a los competidores dos papeles. Uno para cada uno. En el uno constaba por escrito: “Marcos Díaz. $500”. Y en el otro: “Emilio Monje. $500”. Al finalizar el combate, el juez es la persona encargada de entregar el papel del ganador al tesorero. Los quinientos dólares no son en su totalidad del gallero que resulte victorioso. De ese valor, se descuenta un quince por ciento: diez por ciento por la inscripción al torneo y cinco para pagar al juez. Le dieron turno (pelearía después de que concluyan dos peleas), y eso fue todo. Así de simple. Así de rápido.


Todo está listo. Tomé puesto en segunda fila y esperé a que Marcos y su gallo entraran al circo, el espacio físico destinado para que los gallos derramen su sangre. Dinero a cambio de sangre, para ser más preciso. El escenario bélico es redondo y de tierra. Es una especie de coliseo romano, pero versión maqueta. Hay gradas para que los aficionados-apostadores se puedan sentir más cómodos. Aunque ni tanto. Sentados pueden estar sesenta y dos personas. El resto tiene que estar de pie, apoyando sus brazos en una baranda. El resto son muchos. Decenas. Desde que logré sentarme en segunda fila (privilegio del cuarto poder del Estado) no he dejado de recibir apuestas. Las apuestas entre el público, esas sí, son de palabra. Siempre se cumplen, caso contrario el “estafador”, fácil, puede recibir una docena de golpes por parte del público. Después experimenta una exclusión social: lo sacan de la gallera y se le impide su ingreso de por vida. Aquí nadie intenta hacerse el vivo. Al camarógrafo, quien me acompaña, también lo han bombardeado con apuestas de todo tipo. Por un momento pensé que ambos llevábamos colgados un cartel invisible que decía: “Estáfame, soy inexperto en gallos”. Las rechacé todas, como si provinieran del diablo. No tanto por temor a ser estafado, sino porque sólo cargaba veinte dólares en mi bolsillo. Veinte dólares, créanme, en medio de tanto fanático que a cada rato exhibe sus voluptuosos fajos de billetes, es nada. Ese dinero lo estaba guardando para el gallo de Marcos Díaz. Más por compromiso que por convicción.



Marcos ingresa al circo. Viste una camiseta negra con rayas blancas y amarillas, un jean desteñido y una gorra beige. En sus brazos carga a Depredador. La imagen, si se la analiza, no es muy congruente: Marcos sostiene, de forma paternalista y hasta con cariño, a un animal con serios problemas de comportamiento. Un animal tan bravo que hasta sufre del hígado. Las apuestas, entre los aficionados, comienzan. Caen como gotas espesas provenientes del cielo. Caen como cae un clavadista desde una plataforma de diez metros. Caen como piedras lanzadas de una terraza.


- Le voy cinco (dólares) a patas verdes.

- ¡Dale!

- Le voy diez a patas rojas.

-¡Lo tomo!

- ¡Veinticinco a patas verdes!

- …


Depredador es patas verdes. No es que las tenga, sino que le han colocado un cintillo de ese color en esas extremidades para poder ser identificado. A su rival lo llaman patas rojas. Las apuestas se lanzan al aire para que todos puedan escucharlas. No se las dirige a nadie en específico. El que quiera tomarlas, las toma. Bastará un movimiento de manos o un simple: “¡Lo tomo!” o “¡Le voy!” para cerrar el trato. Tal como sucede en la Bolsa de Valores Wall Street. Me animo a participar. “Voy 20 dólares a patas verdes”, grito. Un tipo que aparenta tener más años que la tortuga George se volvió ciento ochenta grados hacia mí, para mirarme. Es de esos tipos que se peinan echándose todo el pelo hacia un lado para que no se note su calvicie. “¡Lo tomo!”, me dice. Sorprende verlo ahí, despierto, gritando, apostando. Acabo de establecer un trato con una persona que, seguramente, ha pasado gran parte de su larga vida en esta gallera. Y que, no lo dudo, sabe lo que hace.


***

Las espuelas son a los gallos lo que las manos son a Jackie Chang. Lo son todo. Son sus únicas armas de combate. Son como navajas que los gallos llevan en sus patas y que sirven para herir-matar a sus rivales. Los gallos no saben de llaves ni de puñetes secos. Su estrategia es simple: agarrar con su pico a su enemigo y dar patadas hasta clavar sus filudas espuelas en el cuerpo de su oponente. Ahora bien, las espuelas naturales, además de que tardan mucho en crecer, no son tan afiladas como las artificiales. Por esa razón, en las peleas de gallos se utilizan estas últimas. Las hay de dos tipos: de hueso de pescado (extraídas del pez sierra) y las de plástico. En la Prosperina se usan espuelas de plástico. Si bien es cierto que estas no son tan dañinas como las de pescado (pues reducen las posibilidades de producir quistes), a la hora de la pelea, se convierten en armas mortíferas. El procedimiento para colocarlas tarda pocos minutos: primero se recorta o se lima las espuelas naturales; luego se limpia y desinfecta la poca sangre que sale del animal y se coloca una cera para enganchar las nuevas espuelas. Finalmente se las forra con esparadrapo, por si las moscas se quieran salir en pleno combate.


***


Los dos galleros están frente a frente. Sostienen a sus crías; a los animales, hoy, cotizados en quinientos dólares. Valor que, dicho sea de paso, en el país equivale a más de dos salarios básicos. Están picando a los animales, es decir, acercándolos y alejándolos para que entren en calor, en coraje. No los sueltan todavía. Es un ritual que no deja de ser necesario: los gallos se conocen mutuamente. Cero amistad de por medio. Depredador conoció al animal al que debe destrozar. Eso, si le da la gana de portarse amable con mi bolsillo, el de Marcos y el de muchos aficionados que, pude constatarlo, confían en él.


Depredador versus Patas rojas.


Trataré de narrar la pelea con tono de periodista radiofónico apasionado por Barcelona:


El juez pita, los galleros sueltan a sus gallos y arranca el combate. Depredador se aproxima a Patas rojas. Está con rabia. Mucha rabia. Conecta una patada en el ala derecha de Patas rojas. Patas rojas se enoja y también lanza una patada. Su espuela queda enganchada en la carne de Depredador. El juez interviene: su silbato suena y los galleros ingresan al circo para separar a los gallos. El juez vuelve a pitar. Los galleros sueltan a sus animales, no sin antes acariciarlos, darles besos. Los sueltan para que, ahora sí, de una vez por todas, maten a su oponente. Depredador está caliente. El público se emociona, silba, agita las manos, grita (“¡Métale patas verdes!”,” ¡Dale duro que es gallina!”, “¡Pique, dele, pique, pique, pique…!”…) El dirigido por Marcos Díaz aletea hasta elevarse ligeramente. En el aire, lanza una patada con destino al ojo derecho de Patas Rojas. “¡Ahí!, ¡ahí!”, gritan en las gradas al observar esa patada. Patas rojas tambalea. Las filudas espuelas lastimaron su ojo. Está sangrando. Depredador no da tregua, nuevamente conecta una patada. Esta vez le da en el pecho. Eso fue todo, señores y señoras, Depredador acaba de ganar la batalla. Esa patada atravesó el pulmón de Patas rojas. Lo suficiente como para matarlo.


Ese golpe ganador es conocido, en la jerga gallística, como “Tiro de pechuga”.


Marcos Díaz se muestra sonriente. Siempre lo está, pero ahora que se sabe ganador, se le nota aún más. Levanta a Depredador como quien levanta el trofeo de la Uefa Champions League luego de ganarla. El público aplaude. Yo grito su nombre y él me escucha. Le enseño el billete que acabo de ganar. Él se ríe. Se ríe con ganas. Yo también me río. No es para menos: jamás había ganado veinte dólares sentado, viendo treinta y ocho segundos de enemistad ajena.


*Texto: Arturo Cervantes
Fotos: Guido Bajaña
Crónica publicada en la segunda edición de la revista Luz Lateral

By Arturo Cervantes with 1 comment

miércoles, 7 de abril de 2010

Los regalos que los ecuatorianos llevan al exterior

En verdad, fue una edición que disfruté mucho leyendo. Y participando. El tema general de la revista, en la edición 87 (Marzo/Abril), es el turismo. Aunque, si he de ser justo y honesto, lo que se presenta no es nada turístico, nada que despierte una sonrisa a los dueños de las agencias de viajes. Soho nos regala, en su última edición, motivos serios para odiar los paseos fuera y dentro del Ecuador. En hora buena. ¡Al diablo Lan Chile y sus descuentos estúpidos!


Los regalos que los ecuatorianos llevan al exterior

Sección: Humor ("7 artículos impertinentes sobre turismo")

Por: Arturo Cervantes

Caricatura: Mheo

Imagínense la cara de un policía yankee al percatarse de que en el interior de un equipaje se encuentra algo que, él supone, es una gigantesca rata muerta. El espectro de un cuy, con el hocico semi-abierto y rígido, con las patas levantadas, con los ojos totalmente abiertos, visto desde una máquina de rayos X de un aeropuerto gringo. Seamos sinceros: esa maleta jamás de los “jamases” le podría pertenecer a un canoso viajero americano que acaba de conocer Ecuador. Pero sí a un ecuatoriano paradigmático, de esos que se retratan en las enciclopedias universales.

Los regalos que los ecuatorianos llevan a sus familiares o amigos en el exterior, generalmente, desencadenan en las glándulas salivales de estos últimos. Se trata de kilos de comida que en el extranjero se añora y que, si se tiene suerte, pasarán a ser kilos de más en el abdomen de un emigrante. Inmensos envases congelados de fritada, jugo de naranjilla y guatita que muchas veces ocasionan sobrepeso en las maletas. Extracto de Ecuador que se convierte en toda una odisea al ser transportada desde el país hasta cualquier rincón del mundo donde viva un ecuatoriano.

Pero existen métodos para hacer menos jodida la cosa. Y todos ellos están relacionados, directa o indirectamente, con la viveza criolla que todo ecuatoriano lleva impregnado en sus venas. Si juntamos la jerga económica y la astronómica, se podría decir que el secreto está en “optimizar el espacio del que se dispone”.

Para comenzar, el equipaje debe ser preparado con anticipación. Los expertos en el arte de preparar maletas de viaje recomiendan dejarlas boca arriba, por lo menos, 24 horas antes del despegue, para que disminuya el peso y, así, evitar discriminaciones en el aeropuerto, donde el equipaje puede ser calificado como “obeso”. Y posiblemente tenga que pagar por su gordura.


La ropa sirve para camuflarlo todo:

Como los ponchos bordados por manos otavaleñas que, estirados, sirven de base y esconden los productos de La Universal.

Los calcetines sirven para que en su interior se guarden fundas con granos secos de todo tipo: desde chochos y mote hasta habas y quinua. Granos obtenidos en el mercado Santa Clara de Quito luego de un intenso debate (“¿Qué desea, Patroncito?”, “¿Cuánto ofrece, Patroncito?”) para obtener un precio razonable y, de paso, añadiduras de todo lo que se compra (añadiduras: Dícese, en lenguaje popular, de la “yapa” que sólo es posible obtenerla en el Ecuador).

Las camisetas –entre esas la de la Liga y de la selección- tratarán de ocultar los quimbolitos, las humitas, las hayacas y los bollos de pescado; alimentos que deberán estar congelados y envueltos en papel periódico, trapos y cinta de embalaje.

Los pantalones de Pelileo se los utiliza para esconder los camarones, las conchas negras y los pescados. Mariscos costosos en el extranjero, pero que en la costa ecuatoriana sobran.

Luego se dispersarán enlatados que contengan el slogan “¡Mucho mejor si es hecho en Ecuador!” (Ojo: Creerse el “Mucho mejor si es hecho en Ecuador”, o si no, no vale), tales como: atún, calamares, pulpo, arvejitas. Uff… Descanso. Encebollado, sardinas, mejillones y cangrejos.

En teoría, productos para meter al microondas -como los crujientes panes de yuca y las exquisitas empanadas de morocho y de maíz- no deberían ser olfateados por los perros policías. Enrollarlos con papel aluminio.

Sería un pecado olvidarse de incluir aguardientes ecuatorianos que, en el extranjero, nuestros compatriotas asocian con sus inolvidables noches de despecho. Como el eterno y fiel amigo Zhumir y la infalible Caña Manabita. Y cómo no llevar, al menos, cinco cajetillas de cigarrillos Líder. En España, por ejemplo, la Agencia Tributaria Española, que seguramente es manejada por un fumador compulsivo tipo Sandro y por un borracho a lo Armando Paredes, permite la transportación de hasta 200 cigarrillos y uno o dos litros de bebidas alcohólicas (dependiendo, justamente, del grado de alcohol que contengan).

La verdad sea dicha pues nos hará libres: cuando se sale de cualquiera de los dos aeropuertos ecuatorianos que ofrecen salida internacional, nadie jode. El problema viene después. Luego de la sinfonía de aplausos, siempre interpretada por ecuatorianos apenas el avión pisa suelo extranjero, una señora llamada Aduana se encargará de inspeccionarlo todo. Y pondrá a prueba todas nuestras destrezas para camuflar comida criolla. Pero si fracasamos, si descubren parte de la gastronomía ecuatoriana que guardamos en nuestro equipaje, y pretenden incautarlo todo, y con ello atentar contra el paladar de un migrante que espera sus regalos, y nos dicen: “No puede ingresar esos apestosos alimentos provenientes de su apestoso país”, si sucede todo eso, aún hay una solución. Se puede aplicar –con lágrimas- la de Alfonso Espinoza de los Monteros: “¿Esa es su última palabra?”

By Arturo Cervantes with 14 comments