Asco. Asco y repugnancia. Asco, repugnancia y fastidio es lo que siento cada vez que escucho la tan violada palabra “objetividad”. Y siempre, sin excepción, es escupida por algún catedrático. ¿Hasta cuándo los académicos seguirán con su afán utópico de querer transmitir, a la fuerza, ese “principio periodístico”? ¿Principio o capricho? He ahí el dilema, diría -aunque en otro contexto- un señor que se llamó Shakespeare.
Todo normal, la clase marcha con un ritmo convencional: estudiantes atentos que tratan de digerir las palabras que acaba de pronunciar el profesor. Sobre cualquier tema, eso no importa. De repente sucede. El catedrático, desde su postura subjetiva, habla de objetividad. Y se embala con palabras proliferantes: Que sí que es importante guardar distancia con el hecho que se narra, que la voz del periodista no debe de aparecer, que todo tiene que estar narrado en tercera persona, que cuidado con sacar a relucir cualquier tipo de sentimientos…. En fin, pretenden que el periodismo lo ejerzan inválidos. No se puede pensar, no se puede sentir, no se puede oler. ¡Vaya oficio! Viéndolo así, cabe preguntarse si resulta necesario estudiar Comunicación Social para contar lo que todo el mundo ve, lo que ya se sabe, lo que ya se conoce.
El periodismo que los catedráticos predican no es el oficio al que García Márquez calificó como “el más bello del mundo”. No, ese no. Tampoco fue el quehacer diario de Truman Capote ni de Ryszard Kapuściński. (Ojala que alguno de ellos se levante de sus tumbas para jalarles las patas y darles un susto del carajo, capaz de quitarles ese vicio de hablar subjetivamente de la objetividad). Capote y Kapuściński, por citar un par de ejemplos, veían. Y a partir esa acción, construían historias-reales fantásticas (la non-fiction novel, como la llamó Capote). El solo hecho de ver ya implica una postura diferente y, por lo tanto, una manera de pensar diferente. Eso lo sabe hasta un niño de diez años. Qué raro que los profesores universitarios, con tantas maestrías y doctorados sobre sus hombros, aún no se hayan enterado de eso.
Por otro lado, me parece una manera caduca de enseñar un oficio que, por cierto, no se merece un trato tan injusto. No se puede reducir el trabajo periodístico al simple hecho de informar de la manera como lo hacen la mayoría de los diarios ecuatorianos: notas aburridas, llenas de cifras que en menos de un día serán olvidas o de celebridades o de sacerdotes “pecadores” o de políticos corruptos o de deportistas con sus amantes o de cantantes sin amantes o de periodistas entrevistados, a su vez, por otros periodistas. Prensa que, dicho sea de paso, margina a las noticias culturales y exalta las de farándula. Periódicos en donde el ciudadano “común” -los personajes “anónimos”, dirían algunos- sólo tienen posibilidades de aparecer en el caso de que sean aplastados por un trailer o de dar a luz a sextillizos. Delincuencia, pobreza y emigrantes. Sangre y más sangre. Y viceversa. Los mismos temas de siempre y, lo peor de todos, siempre enfocados desde la misma esquina. Periodistas que juegan con el rol de Dios (están, pero no se los ve). Comunicadores que pretenden, sin éxito, ser omnipresentes. Supongo que, en la mayoría de los casos, la culpa no es del oficio en sí, sino de los jefes de los diarios que rasguñan a la competencia con tal de obtener las benditas premisas. Dueños de medios de comunicación que se dedican a reducir el tamaño de las noticias y que condenan la subjetividad periodística. Todo eso contradice a los “principios” de la crónica, la antítesis del periodismo que leemos a diario.
No sé si la crónica periodística está pasando por su mejor momento. Muchos dicen que sí. Posiblemente existe un resurgimiento de este género periodístico, especialmente en Latinoamérica. De ahí que cada vez nos suenen más nombres como el de Juan Pablo Meneses, Alberto Salcedo, Martín Caparrós o Julio Villanueva. Ellos se alejan del periodismo convencional. Practican, se podría decir, otro tipo de periodismo: observan los elementos usados en la literatura, los extraen, y los aplican en historias reales. Dije historias reales. Historias que se convierten en anécdotas, que no se las olvida fácilmente (de la misma manera como no se olvidan los grandes libros de la literatura universal). A pesar de que tanto la nota informativa como la crónica pertenecen al mismo género, existe un enorme abismo que los separa. Como alguien alguna vez dijo “una nota informativa es un boceto al carboncillo, pero una crónica es un relato terminado con sombra y color”. La crónica es, como dijo Gabo (el único Gabo literario que se conoce), un cuento. Pero real.
Los cronistas antes mencionados -entre otros“desconocidos”- ponen sus ojos al servicio de los lectores, y nos cuentan lo que ellos ven (o, a mucha honra, ¡lo que les da la gana de ver!). Periodistas que están inmersos en una búsqueda constante de historias laterales, es decir, de personajes históricamente marginados por el periodismo convencional. Tocan temas universales a través de temas mínimos. Y mandan a dormir, con incómodas almohadas, a la objetividad.
No es lo mismo que nos digan “El Ecuador se quedó sin luz” a que nos cuenten, por ejemplo, la historia de un carnicero que, por ese incidente, perdió toda su mercadería. O, mejor aún, que se narre la otra cara de la moneda: algún comerciante de velas que se ha beneficiado por los apagones. De la misma forma como no es igual que me comuniquen que 105 personas murieron en un atentado a Pakistán, a que me cuenten la historia de uno de los afectados: qué hizo poco antes de morir, cómo estaba vestido y un montón de etcéteras de los que sólo se encargan ellos, los verdaderos periodistas, los cronistas. Noticias como “un asesino mata a diez personas”, ya no dicen nada. Sin temor a equivocarme puedo afirmar que la prensa tiene mucha responsabilidad en la falta de sensibilidad de la que están hechos los lectores. Pienso en caras, no en cifras.
En Ecuador, salvo un puñado de periodistas -como Esteban Michelena, Juan Fernando Andrade, Verónica Garcés, Luis Borja, entre otros-, nadie practica la crónica periodística. No es tanto así, pero casi. Son muy pocos. Y esa tendencia seguirá en pie si es que las universidades no cambian su manera caduca de educar.
Recientemente escuché decir que “el periodista debe describir las cosas como las ve Dios”. Seguro Dios se caga de la risa cada que escucha eso. Aunque la analogía, dicho se de paso, es perfecta para recaer en las malas costuras con las que se construye el periodismo ordinario: a Dios no se lo ve, no es tangible, y eso es lo peor que le podría pasar a un periodista. Y ojo, no hablo de que el comunicador se lleve todo el protagonismo, no, eso no debe ser así, me refiero al hecho de que su presencia debe ser palpable. Debe existir. El periodista es más que un simple intermediario entre el hecho y el lector. Es necesario –como me dijo un amigo- cargarse al hombro la historia y decir: “Soy yo quien la lleva”.
La objetividad, además de contradecir las “reglas” de la crónica, es una palabra excesivamente mimada y respetada por los catedráticos. Los futuros periodistas deben comenzar por desacralizar ese término y por poner fin a la búsqueda espacial de una objetividad que, en la práctica, no existe. Ni debe existir. El siguiente paso será quitarse de la cabeza la idea de que la subjetividad en el periodismo tiene connotaciones peyorativas. No estamos ante un misil nuclear o ante Hitler (lo cual es lo mismo, creo): es menos dañina de lo que nos quieren hacer pensar.