1Cada que cuento que trabajaré en el Extra, alguien intenta asesinarme. Y por cualquier vía. Ya sea llamándome a mi celular, enviándome un mensaje por Twitter o insultándome cara a cara, como Dios manda. He tomado la polémica decisión de laborar, por dos semanas, en el diario más sanguinario del Ecuador y, la verdad, no sé si podré permanecer de pie frente a un cuerpo mutilado, si tendré el valor para entrevistar a familiares que guardan duelo o si lograré mantener los ojos abiertos por madrugadas enteras, en espera de que ocurra una noticia.
Primer día, 08h30. El sol cae en las cabezas como un piano. Me presento en la sala de redacción del diario en Guayaquil. Realizo un inventario rápido del lugar: 28 computadoras, 3 oficinas, un montón de diarios del día, 2 ceniceros de metal, un dispensador de agua, varios posters con las chicas de los “Lunes Sexy” (sus pezones tapados con estrellitas), dos televisores que siempre sintonizan noticieros.
-Para que nada de lo que vas a ver te afecte, debes entender que este es un negocio. El muerto es tu mercadería. La desgracia de otros es nuestra noticia- me dice, a manera de bienvenida, Bryan Hidalgo, joven reportero del Extra.
En teoría, existen tres horarios de trabajo: de 07h00 a 15h00; de 15h00 a 23h00; y de 23h00 a 07h00. En la práctica, los reporteros tenemos una hora de entrada, pero no de salida. Todo depende de qué tan movido se muestre el día. Le pregunto a Henry Holguín, editor general del diario Extra, por el horario con más acción, el menos flojo, y él fabrica una respuesta tan obvia que me siento pendejo: “Los muertos no tienen hora. Se mueren cuando les da la gana”.
Está decido: durante mi no tan breve estadía por este medio impreso tan señalado, tan acusado, pero, aún así, tan vendido, me pasearé por todos los horarios. Inclusive por aquellas horas que la mayoría destina para descansar y otros, algunos bastardos quita-vidas, nuestros “socios”, para bañar de sangre la ciudad. ¿Alguien dijo miedo?
El resto del día permanezco en el diario. No salgo a las calles guayacas, donde las papas siempre queman. Converso con Holguín, colombiano radicado desde hace 48 años en el país y la cabeza principal de este rotativo que salió a la luz en 1974. Aquí todos lo llamamos “Jefe”. Él, en cambio, y en un intento de disimular lo difícil que le resulta memorizar mi nombre, me llamará “SoHo” de aquí en adelante.
De repente ingresa, a la oficina de Holguín (que tiene colgada en su puerta un letrero amenazante que reza: “NO USAR LA COMPUTADORA DEL EDITOR SIN PREVIA AUTORIZACIÓN”) Wilfrido, el diagramador del Extra, un tipo que siempre recibe golpes cariñosos para que acelere su trabajo y no se distraiga en Facebook.
-¿Le tapo las chichis a la man de la portada?- le pregunta Wilfrido a Holguín. Se refiere a una esmeraldeña que aparece con una camiseta mojada (por debajo: sus pezones visiblemente descubiertos) en un frenético carnaval en Quinindé, Esmeraldas.
-No le tape nada. No sea curuchupa- le replica Holguín.
Holguín es, por mucho, el tipo que más sabe de crónica roja en el Ecuador. En Colombia dirigió dos diarios sensacionalistas y está a cargo del Extra desde 1988. El mismo día que asumió el cargo de editor general del diario, el Extra dio un giro de 180 grados. Con él, los muertos saltaron a la primera página; con él, los cuerpos femeninos se destaparon y con él, también, las ventas subieron en un 600%: en sólo dos años, el Extra pasó de vender 17 300 ejemplares diarios a 112 602. Este era un negocio rentable, estaba confirmado.
Por estas fechas, en las que juego a ser cronista rojo, el diario imprime 350 mil periódicos todos los días. Y, lo más importante, los vende como si se tratasen de panes recién salidos del horno. Eso a pesar de que, en los últimos cuatro años, se ha introducido una política editorial más cautelosa, que ya no exhibe cadáveres en un estado muy crudo. El Extra se ha convertido, para la clase baja y media ecuatoriana, en una suerte de desayuno indispensable.
“Puede faltar la librita de arroz, pero el Extra nunca”, me comentó el taxista de venida.
2Decir que el Extra es un gran negocio puede ser tan obvio como asegurar que después del día viene la noche. El asunto va mucho más allá: se trata del único diario ecuatoriano que, en plena crisis del papel, no ha disminuido sus ventas. Algunos diarios “serios” del país se han visto obligados a sacar una línea adicional sensacionalista. Actualmente, todos los canales de TV publican noticias de crónica roja y han decidido darle micrófono al pueblo, en los tan señalados noticieros comunitarios. Este es un fenómeno tan masivo como menospreciado.
Todos los medios han adoptado una fórmula segura, en cuanto a resultados económicos: colocar en pantalla a individuos a los que, en vida, nunca se les prestó importancia. Se ha conformado, además, una suerte de tribuna de lamentos en la que los televidentes y lectores ecuatorianos pueden quejarse tanto por la basura que se acumula en su barrio como por el no-pago de pensión del marido irresponsable. Los medios como intermediarios entre el pueblo, los municipios y el Estado.
Llevo cinco días aquí y no he visto ningún muerto. Eso es grave, créanme. Y no solo eso, también es extraño. Sobretodo en Guayaquil, una ciudad que registra un promedio de casi 2 muertes violentas por día.
-Así pasa a veces. Hay temporadas de sequía, brother -me dice un colega rojo-. La cosa, aquí, es por temporadas. Hay temporadas de violaciones, de robos masivos, de crímenes pasionales...
Hasta ahora, me he turnado en el horario de la mañana y en el de la tarde-noche. El recorrido, a bordo de una Toyota Land Cruiser vieja, del 83, con chofer y camarógrafo incluidos, siempre es el mismo: primero nos detenemos en la morgue del norte de Guayaquil y, luego, en la instalaciones de la Policía Judicial (PJ). Ese, cuando no pasa nada interesante en las calles, es una especie de tour-diario-preestablecido-invariable.
En la morgue y en la PJ, la misma pregunta de todos los días a los oficiales que vigilan la entrada: ¿Qué hay de nuevo? Y nunca hay nada de nuevo. O casi nada. Sólo pequeños robos, peleas intrafamiliares, secuestros express, estafas menores. Ningún hecho grave que merezca estar en la portada del diario. Ningún suceso digno de asignarle algo más que un pequeño recuadro en el interior del periódico. Ningún muerto: la materia prima más importante de esta industria sensacionalista.
3Al séptimo día, decido probar suerte en el horario de la madrugada. El más peligroso, de paso. El de mayor adrenalina, por lo tanto.
Cronista rojo que se respete, ha pasado noches en vela, pegado a una radio maltrecha que detecta frecuencias de la Policía Nacional, esperando escuchar alguno de los códigos que estos periodistas ya han memorizado, como si se fuesen líneas del Padre Nuestro. Si uno escucha un 512, por ejemplo, eso significa que hay un incendio. Un i69, ocurrió un accidente de tránsito. Un 1245, asalto o robo. Y un 804... la gloria, el cielo, el número capaz de salvar la noche e, inclusive, de resguardar el puesto de trabajo. Cuando uno escucha ese código, significa que alguien acaba de morir.
Son las 02h37. Me acompaña José Morales, el único reportero que labora en este horario en el que uno puede ser testigo del amanecer. Carga unos lentes de miope y un peinado inamovible, a prueba de lluvia. Con su voz de locutor deportivo, le pide al chofer que nos lleve a la PJ. Y esperamos. Eso es lo que uno hace cuando no sucede nada: esperar.
Y encontrarnos con más reporteros de crónica roja de otros medios. Al llegar a la PJ, observo seis camionetas de diferentes canales y periódicos estacionadas. Todos los reporteros y choferes están reunidos en el balde de una Chevrolet Corsa plateada. Se respira un ambiente de camaradería. José me presenta al grupo. Les explica en qué consiste mi fugaz pasantía. Siempre andan juntos y han formado una suerte de escudo: se protegen de cualquier peligro, se apoyan brindándose información. Nadie busca la exclusiva. El que intenta conseguirla, es llamado “Come-solito” y marginado para siempre del grupo.
El resto de horas ociosas estos reporteros colorados las matan contándome historias de muertos: que sí, que recién vieron un cadáver que tenía los ojos abiertos y los brazos estirados, apuntando al cielo; que sí, que los ahogados apestan como ningún otro y que, cuando se descomponen, flotan; que sí, que una vez vieron a un vagabundo que lo decapitaron y luego lo echaron en la Perimetral.
-¿Aún les afecta cuando les toca ver un muerto?- les pregunto a todos, en manada.
-Para mí ver un muerto es como ir a una fiesta y encontrarse con caras conocidas. Un muerto más, un muerto menos- me responde un camarógrafo de RTS de barriga abultada. Luego le da un primer mordisco a la hamburguesa bañada en colesterol que acaba de comprar en una carretilla cercana.
-Ya uno se acostumbra. Incluso acostumbra su nariz al olor a muerto. ¿Has olfateado alguna vez el tufo que expiran los muertos? Es fuerte. Es capaz de impregnarse en tu ropa todo el día- me cuenta un reportero de tez canela de El Universo.
No, aún no he visto muertos. Un suceso extraño y hasta histórico, tomando en cuenta que ya llevo siete días en un diario que vive de ellos. Justo cuando estoy a punto de perder las esperanzas de ver uno siquiera, un reportero recibe una llamada. Dos vehículos chocaron en el Km 19 de la Vía a Daule. ¿Hay muertos?, pregunto desesperado. Eso todavía no se sabe. Hay que ir, volar, al lugar de los hechos, para averiguarlo.
En el camino, no sé por qué, recuerdo una de las tantas frases de Holguín, esa de que un buen reportero debe estar preparado hasta para cubrir el funeral de su madre.
Son las 03h46. Al llegar, examino, rápidamente, la gravedad del accidente: un Hyundai Terracan a un costado de la vía, sin parabrisas, sin pasajeros. Huyeron. Un poco más allá, una Luv D-max que seguramente era nueva, pero que ahora luce como un acordeón. En su interior, un anciano apachurrado por los fierros, aún vivo.
La gente está amontonada, presenciando el drama. Media hora más tarde, después de la prensa, llegan los bomberos. El maratónico rescate del señor regado en sangre demora treinta minutos más, con gritos y aplausos incluidos. Todos los moradores del sector se desesperan por salir en las cámaras, por colocar su voz en mi grabadora. Todos quieren hablar, incluso aquellos que llegaron tarde y no vieron el choque. Todos desesperan por su minuto de fama. Un señor alto y con una cicatriz en su rostro saprovecha la oportunidad para quejarse de que en su barrio no hay una carpa policial. ¿Todo lo que dije sale mañana en el Extra?, me pregunta una señora de cabello maltrecho y en pijama. Viendo el interés popular, uno entiende por qué este diario es tan requerido.
Regreso a la redacción. Escribo la noticia que nunca sale publicada. No hubo ningún muerto, y eso ya es mucho. El criterio editorial muchas veces lo exige. Es como si a un pesquero subcontratado se le asigna la misión de pescar en una lancha y, luego de varias horas fracasadas, regresa donde su jefe con la red vacía, sin pescados. Así mismo, uno no puede acercarse donde el editor y decirle:
“Sabe qué, no encontré nada. Resulta que hoy nadie murió”. La mañana inmediata, que yo destino para dormir, me invade un pensamiento vampírico: quiero sangre. Quiero ver un muerto.
4Al treceavo día, en el interior del diario, ya es oficial: debo ser uno de los reporteros del Extra con más larga racha sin ver un muerto. Un Record Guinness me quedaría corto.
Un cronista rojo que no ve sangre se siente tan ridículo como un gorila rasurado. Y experimenta, también, la misma frustración de un bateador que no ha conectado ni un solo tiro.
En tan sólo dos días mi pasantía expirará. Si no fuese porque el periódico cuenta con 30 corresponsales repartidos en todo el Ecuador y en algunas ciudades de España, EEUU e Italia, y porque otros colegas, aquí en Guayaquil, en otros horarios, sí han cubierto asesinatos y homicidios en estos últimos 13 días, el Extra hace rato ya hubiese quebrado. Si dependiese de mi “buen” ojo para ver cadáveres, hubiese llevado al diario a la banca rota.
Me percato que el día de hoy, todos en redacción fueron inyectados con una pequeña dosis de euforia: ya tienen lista la portada de la edición que circulará en pocas horas, a las 7 pm. Se trata de una foto extraída del Facebook de quien, en vida, fue una diseñadora gráfica. Por segundo día consecutivo, esta noticia ocupará primera plana. Fue degollada, junto con su hija de seis años, por su esposo esquizofrénico. El asesino de manos frías utilizó un alambre y un cuchillo. “¡PARECÍAN UNA FAMILIA FELIZ!”: así decide titular Holguín esta nota periodística, en la primera página. Y, para acompañar el título, dos fotos extraídas de la red social: la pareja con su hija disfrutando de un paseo en un buque; a un lado, la misma familia cenando tranquilamente en un restaurant. “Dame un Facebook y te armaré un periódico”, grita emocionado Juan Manuel Yépez, coordinador general del Extra. Todos lo escuchamos.
Esa no es la única artimaña que utiliza el diario para cumplir, fielmente, con el slogan que satura algunas radios, vallas de camiones repartidores y canales de TV. Ese que asegura que el “Extra: Informa primero y mejor” y que “El Extra es el Extra”. En ocasiones, los periodistas le piden a la señora que saca copias, frente a la morgue que, cada que un familiar de una víctima se acerque para realizar una reproducción de la cédula de un fallecido, reserve un duplicado para un periodista del diario. A veces, hasta toca llorar frente a una persona que acaba de perder su hijo. Darle el pésame, consolarlo y, luego, poco a poco, lograr que dé declaraciones. Que hable. A veces, se acosa a los policías y jueces, con decenas de cámaras y grabadoras, para que digan algo. Todo vale. Sobretodo si se quiere permanecer en la cima como el periódico más vendido del país. Se puede recurrir a cualquier sapiencia criolla, aquella que no enseñan las escuelas de periodismo. Esas que, cuando piensan en el Extra, piensan en la peor de las malas palabras.
Yo, por mi parte, recibo la noticia más esperada de mi fugaz carrera sanguinaria: una pareja fue encontrada muerta en un departamento en el centro de la ciudad. Me toca cubrir la noticia. El mensaje del suceso me llega a la hora del almuerzo.
-Estos muertos no respetan ni la comida de uno- se queja, de manera burlesca, un fotógrafo de nariz chata. Enseguida nos montamos en la camioneta que, por contener el logo rojo de la empresa, todos regresan a ver en las calles como si se tratase de un demonio con llantas. Con recelo, con miedo.
5Estamos en camino. Karina Medina, la reportera de la tarde que me acompaña, pellizca mi brazo izquierdo cada que observa un auto escarabajo. Se trata de un clásico-juego-infantil que, dada la circunstancia, no logro entender con qué ánimo alguien podría recurrir a él. Karina luce despreocupada mientras escucha “Just the way you are” en su BlackBerry. Es una niña de 22 años que se convierte en adulta cada que le toca ver cadáveres: frente a un cuerpo demacrado, actúa con soltura y muestra nervios de acero. Pero, por ahora, juega. Me acaba de quitar mi libreta que registra toda esta historia y amenaza con leerla. Luego de unos cuantos forcejeos, me la devuelve. Mi brazo luce morado. Llegamos.
Toda la prensa está agolpada en las afueras del edificio en el que ocurrió el crimen. Decenas de curiosos hacen lo mismo. Sólo viendo a toda esta gente amontonada uno comprende por qué el Extra vende tanto. No importa cuánto querían a las víctimas o cuánto las odiaban o si no las conocían. La muerte es un espectáculo. Y un negocio. La puerta de ingreso a la recepción está cerrada. Los agentes de Criminalística dieron la orden de cerrarla. Nadie puede ingresar al piso 12, en el que se halla la pareja asesinada (él, de 54 años; ella, de 58).
Unos dicen que fue un “lío de faldas”. Otros, que se trató de un “ajuste de cuentas”, por deudas no canceladas a unos chulqueros colombianos. Los familiares se niegan a hablar y, misteriosamente, ninguno de ellos ha derramado una sola lágrima siquiera. Misteriosamente, ningún policía, ningún fiscal, acepta dar declaraciones. Misteriosamente, el levantamiento de los cuerpos ha demorado alrededor de 4 horas. Demasiado. Misteriosamente, una de las víctimas, dicen, pasó de la noche a la mañana de ser un comerciante de calzoncillos y medias en la Bahía a ser un empresario con un capital majestuoso. Finalmente, los cadáveres son trasladados a la morgue, donde pasarán la noche. Mañana se les realizará la autopsia de rigor.
Regresamos a la sala de redacción y escribo, junto con Karina, la notica con todas las versiones obtenidas: la manera más inteligente de no meter en problemas al diario cuando se presentan crímenes como estos, oscuros. Uno escribe y, la verdad, no es tan consciente de que el día de mañana lo leerá un número equivalente a la cifra que registra el Monumental de Barcelona cuando se llena. Multiplicado por cinco. Uno escribe, y lo hace siguiendo las instrucciones de estilo dadas por los editores: utilizar un lenguaje coloquial, intercalar declaraciones hechas por terceros con la narración, en sí, del periodista, comprobar diez mil veces si la información que se maneja es verídica, colocar un título, un subtítulo y hasta un antetítulo, darle importancia a lo que haya dicho el “pueblo”.
La noticia sale publicada, en portada, bajo el festivo titular: “¡MUERE OTRA PAREJA DE ESPOSOS!”, en letras prodigiosamente grandes y amarillas, como para que resalten con el fondo azul. El Extra, en su página de portada, es una suerte de libro de kínder: muchos colores, muchas imágenes, poco texto, titulares inmensos e ingeniosos rodeados de signos de admiración.
-Cuando saco los signos de admiración, las ventas bajan. La gente se ha acostumbrado a que le grite- me confesó Holguín, el encargado de provocar llantos, sudores y hasta carcajadas a través de sus titulares.
El “¡EN EXCLUSIVA!”, “¡INSÓLITO!”, “¡DE ÚLTIMA HORA!”, también son otros recursos empleados.
Esa noche, duermo más tranquilo. Oficialmente, aún no he visto ni un muerto, pero estoy cerca. Muy cerca. Ya tengo una noticia sangrienta. Y, mañana, tendré que darle seguimiento. En la morgue.
6Día catorce, el último. Son las 07h05 y me encuentro en las afueras de la morgue. Me acompaña Germania Salazar, reportera bautizada por todo el gremio rojo como “La Loca”. ¿Por qué? Por sobra de méritos, me chismosearon. Por gritar en plena sala de redacción, cada que se estresa; por sentir un cariño especial por los casos paranormales y por las cárceles; por ser muy atrevida a la hora de entrevistar a familiares de víctimas y, luego, escribir con la nerviosa felicidad de quien sobrevive de milagro. Más de un insulto y golpe se ha ganado.
-Es una loca pero es mi loca- suele decir Holguín de su periodista mimada. Ese oficio es peligroso. Por eso, él siempre carga una Calibre 38 (“La única mujer que no miente ni engaña). Continuamente, desconocidos lo llaman a amenazarlo de muerte. Algunas veces han probado suerte.
Germania me incentiva a tomar una decisión arriesgada que, a la larga, hará más dramática esta historia. Me invita a disfrazarme de estudiante de Medina. ¿La meta? Presenciar la autopsia de la pareja asesinada la tarde de ayer. Todo vale.
Me presenta con el director de Medicina Legal bajo la etiqueta de universitario. Él acepta. Me permite observar la autopsia. Y ahí estoy yo, cubierto con una bata blanca y una mascarilla, disfrazado de aquello que no soy, a punto de presenciar lo que le fue negado a toda la prensa esta mañana. Seré el único periodista que podrá ver a la pareja amortajada, pienso. Un golpe periodístico, una exclusiva, dirían algunos.
Nauseas. Serias ganas de vomitar. El cráneo del señor de palidez fantasmal ha sido abierto, frente a mis narices. Despojan su cabellera como si se tratase de una peluca. Luego trazan, con la ayuda de un cuchillo, una línea larga que abre su cuerpo. Y extraen sus riñones, su hígado, sus pulmones, su corazón. Todo. Lo mismo hacen con su esposa cuatro años mayor que él.
En ese preciso instante abominable, recuerdo lo que me dijo uno de los editores del Extra. Eso de que el periodista que trabaja en crónica roja ya se ha graduado, que ha llegado a la cumbre. Que después de ver un cuerpo desparramado, todo, absolutamente todo, es tolerable. Que aquí se ve si uno es periodista de verdad. Pienso en todo eso y, en realidad, no sé si lo pienso o ya desmayé. El formol (sustancia que le echan a los cuerpos para que no se descompongan tan pronto) es tan fuerte que me hace lagrimear. Cada tanto, abandono el lugar para tomar aire puro. El olor, por ratos, se vuelve intolerable.
Una vez superado el impacto inicial, recuerdo a lo que vine. Con el pasar de los días, uno hasta comprende por qué se les da un trato preferencial, tanta importancia a los fallecidos. Uno entiende la importancia de tomar riesgos como estos. Son ellos los que nos alimentan. Soy parte de un diario que, paradójicamente, vive de los muertos.
Decido apuntar con la cámara de mi celular. Un buen retoque en Photoshop y esta será la portada de mañana. Las fotos están prohibidas en el interior de la morgue, así que procuro esquivar toda mirada. Mi mano temblorosa provoca que la imagen salga movida. Vuelvo a intentar. Lo mismo. Un tercer intento. Bingo. Lo logré. Eso fue todo. Mi ambición desenfrenada me lleva a tomar más fotos. Me descubren. Uno de los doctores toma mi celular y borra todas las fotos. Luego me lo devuelve, pero con la memoria vacía, como si nada hubiese pasado. Mierda.
Al final, soy objeto de un sinnúmero de interrogatorios: ¿Por qué tomó esas fotos? ¿Quién es usted? ¿Cómo ingresó? Déjeme ver su carnet de estudiante de Medicina. Abandono el lugar, casi obligado. En los exteriores de la morgue, los familiares de la mujer que acabo de ver, lloran. Ayer no lo hacían. Hoy amanecieron con lágrimas en los ojos.
Entonces vienen las preguntas. La piedad no puede ser virtud de un cronista rojo. Uno congela sus sentimientos y lanza lo mejor de su artillería. Y ahí estoy yo, como periodista, cumpliendo los objetivos empresariales del diario. Y ahí están ellos, como víctimas, aprovechando su drama para ser escuchados, quizás por única vez en sus vidas, públicamente. ¿Los fallecidos tenían problemas familiares? ¿Deudas? ¿Amenazas de muerte? Y, luego, una que otra consulta estúpida, sin sentido: ¿Cómo se siente?
El fotógrafo del Extra, de bigote abultado, sentado en un rincón solitario, como si no hiciese nada, logra capturar con su Canon 7D los rostros lagrimosos de todas esas personas. Y lo hace a muchos metros de distancia. Las fotos, que serán parte del titular de mañana, salen nítidas.
Los familiares, ignoran que acaban de ser eternizados en el diario que todo lo eterniza.
Llego a la redacción. El cierre de edición se acerca. Los teclados suenan con más fuerza. El diario se convierte en un griterío propio de una plaza. El ilustrador del diario, amante del death y black metal y ex miembro de un grupo de música con tintes satánicos, le da los últimos retoques a una ilustración que recrea un crimen pasional. Es un hecho industrial: el diario tiene que cerrar y cierra con lo que tiene.
-¡Cerrando, cerrando, cerrando, cerrando!- grita Holguín-.
¿Quién tiene la 5? ¡Falta la página 5!La noticia que me compete sale publicada, con los resultados oficiales de la autopsia
Esa noche, no logro dormir. Mi cerebro no puede olvidar el cuadro que parece extraído de una película de Takashi Mike: el hombre, completamente desnudo, con un cuchillo incrustado en su corazón; su mujer, con un sinnúmero de morados en todo su cuerpo, con el rostro terroríficamente inflado, como si recién le hubiesen extraído las muelas del juicio, también acuchillada. Estaba confirmado: el marido, agitado por ese instinto de perversidad que hace que los asesinos acribillen a sus víctimas a puñaladas, golpeó desmesuradamente a su esposa hasta matarla. Luego se clavó el cuchillo en el pecho y chao, eso fue todo, señores y señoras. Se acabó. Adiós mundo cruel.
Al día siguiente, ya fuera del diario, me obsesiona la idea de observar los diferentes usos que se le da al periódico en el que trabajé. Un taxista coloca un viejo ejemplar del Extra en su ventana, para cubrirse del sol. Un mecánico colecciona las portadas de las chicas del Lunes Sexy y las cuelga en su negocio. Un albañil llena el crucigrama de la página 26. Un carnicero envuelve carne roja con el diario. Un canillita coloca varios ejemplares del día en un porta-periódicos. Y los vende. Y grita:
“Extra, Extra, ¡fue un crimen pasional!”. Es mi noticia. Me acerco. Le digo que soy periodista. Que yo escribí esa noticia. Que me dé un ejemplar. Saco los mismos 0.40 centavos de toda la vida y él me corrige. Me dice que ahora cuesta 0.50. Se los doy. Y, en ese preciso instante, me regala una sonrisa cómplice, como de quien se aproxima a recordar un hecho que lo hace sentir orgulloso o a revelar el mayor logro de su vida:
-Yo una vez salí en el Extra. Aún guardo ese ejemplar.
*Crónica publicada en la revista SoHo, edición #101, julio/ 2011. Fue premiada en la vigésimo segunda edición del Concurso de Periodismo Jorge mantilla Ortega (JMO) e incuida en el libro 'Crónicas' (publicada por la editorial Dinediciones, en el año 2015).
*Fotos: Cortesía diario Extra y José Andrés Santos