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lunes, 24 de mayo de 2010

Francisco Olivares: un ser que acaricia la muerte

Texto: Arturo Cervantes
Fotos: Javier Borja

El que muere, muere. Y, claro está, necesita un ataúd. Pero yo no había muerto. Tampoco tenía intenciones de comprar un féretro y, así, anticiciparme al día en que jale las patas Mi objetivo era netamente periodístico: encontrar al magnate de los ataúdes en Guayaquil. Una especie de Isabel Noboa pero en terreno mortuorio. Cada que entraba a una funeraria guayaquileña recibía la misma respuesta. Aunque con diferentes denominaciones:“Vaya donde Pancho Olivares”, “pase donde el señor Olivares”, “visite a don Francisco Olivares, él es el duro de las cajas para muertos”.


Al igual que casi una veintena de funerarias, la de Francisco Olivares Jama queda a orillas del Hospital Luis Vernaza. Cerca, muy cerca, a la espera de los muertos que, diariamente, entrega el que es considerado uno de los hospitales más antiguos de América del Sur. La Funeraria Olivares tiene 44 años de existencia. Su fundador aún no ha probado los productos que ofrece. Sigue vivo. No ha sido enterrado en cajas de laurel ni de metal ni de plywood. Y eso es raro: la mayoría de los fundadores de los negocios mortuorios aledaños al hospital, ya han muerto y han dejado a sus hijos a cargo de sus lúgubres empresas. En manos de sus herederos, muchas funerarias han quebrado o, según pude constatar, están a punto de quebrar.


Para llegar a la oficina del “Manos frías” Olivares, como algunos lo llaman, primero hay que pasar por el cerro de ataúdes que se ofrecen, que están a la venta. En repisas, una arriba de la otra. Existen dos ambientes bien distinguidos: el espacio donde se exhibe la mercadería -que se encuentra en la parte frontal del local- y la oficina del señor Olivares, ubicada en la parte trasera. Este último, cerrado con paneles de vidrio y con marcos de madera. Al ingresar, la nariz del visitante sufrirá un atentado: la dieta de Francisco incluye diez cigarrillos diarios, de manera que su oficina siempre estará perfumada con nicotina. Cada vez que lo visité inhalé ese perfume que, dicen, es dañino. Siempre: ya sea cuando lo entrevisté de mañana, en la tarde o en la noche. Su negocio, cabe recalcar, está abierto las 24 horas. La razón es simple: los mortales no anotamos en nuestra agenda la fecha y hora en la que moriremos.


La primera vez que vi a Francisco Olivares estaba sentado en su imponente asiento de cuerina negro, revisando papeles, firmándolos. Piel canela, cabeza poco poblada, cabellos que el tiempo ha transformado, de a poco, en blancos y unos pómulos ligeramente caídos. Setenta y cuatro años a cuestas, “bien camuflados”, pensé.


En las paredes de su oficina se exhiben fotos en las que se puede ver a Francisco en diferentes etapas de su vida. Y en diferentes actividades: como diputado alterno en el Congreso Nacional; como agricultor en su hacienda en Juján; como padre cargando en brazos a uno de sus trece hijos.


* * *

Seamos sinceros: nadie planea comprar un ataúd. Esa es la última opción. Primero se reza al Divino Niño, se paga a un chamán, se vive atado a máquinas artificiales de respiración, se ruega al Cristo del Consuelo, y luego, cuando todo eso falla, se compra una caja mortuoria. Así mismo, nadie planea convertirse en un empresario de cajas para muerto. Nadie tiene intenciones de administrar una funeraria, con todo lo que eso implica: tener que ver, todos los días, rostros de desesperación, personas con ojeras y lágrimas en los ojos, y tener que escuchar, siempre, sin excepción, gritos de impotencia, de dolor, palabras de angustia. Ningún niño dice: “Mamá, papá, de grande quiero ser el dueño de una funeraria”. No, eso no sucede, eso nunca ha estado dentro de los planes de nadie. Ni siquiera en los de Francisco Olivares.


Francisco Olivares (segundo de izquierda a derecha) junto a Leonardo Escobar, Julio Coll y León Febres Cordero, en la época en que se desempeñó como diputado alterno, por el partido CFP, durante el gobierno de Febres Cordero.


* * *

Pero sucedió. “Manos frías” Olivares tenía 23 años. En realidad, todavía no era “Manos frías” Olivares, sólo era Francisco. Estaba en un bus, intentando llegar vivo al Hospital Luis Vernaza. Su piel parecía pintada, pintada de color morado. Abría y cerraba la boca con rapidez, como si intentase tragarse el mundo entero, su abdomen se inflaba y desinflaba de forma veloz. Se estaba asfixiando. Todos los tripulantes estaban aterrados. A los pocos minutos, se desmayó. Jaime Pino, un enfermero del hospital y que de casualidad viajaba en el mismo bus, lo cargó sobre su hombro y lo llevó a la sección de Emergencias. Le pusieron oxígeno, le inyectaron Aminofilina y Adrenalina y, después de unos minutos, recuperó el conocimiento. Le salvaron la vida. Una vez más.


En ese instante, Francisco supo que debía tomar alguna decisión radical. Un enfermo de asma en la década de los 60 debía tomar decisiones radicales. Sufría de esa enfermedad desde los 15 años de edad y no era la primera vez que acariciaba la muerte. Al poco tiempo de ese incidente en el bus, decidió que se instalaría en el Hospital. Decidió que viviría ahí, que dormiría ahí, en las bancas de las salas de espera, y, con suerte, y dependiendo de la buena voluntad de terceras personas, hasta podría comer ahí. Lo que no sabía es que, con el tiempo, podría sacar provecho de ese sitio. Atrás quedarían los días de su precaria niñez. Días en los que tenía que vender periódicos, enteros de lotería y bandejas con carnes y pescados.

Pero primero vendrían años muy difíciles. Duros, muy duros. Una vez instalado en el Luis Vernaza, específicamente en la Sala de la Consulta Externa, Francisco observó a su alrededor. Veía enfermos, algunos de ellos con leves recaídas, otros con problemas más serios. Enfermos graves que luego morían. Veía muertos. Los veía a diario: el comerciante de la habitación 14 que se murió de un ataque al corazón; el campesino de la 17, que no resistió a picadura de una culebra; la señora de la 26, que falleció de una pulmonía. Muertos y más muertos que necesitan cajas para ser enterrados.



No fue el primero al que se le ocurrió la idea de ser agente funerario: el oficio ideal para quien no dispone del capital suficiente para abrir una funeraria. En el Luis Vernaza habían ocho jóvenes que se dedicaban a esa actividad. Pero ellos no vivían allí, por lo cual Francisco gozaba de cierta ventaja al ofrecer servicios fúnebres a los familiares de los recién fallecidos. Se trataba de un clan que hacía las de intermediarios entre los dueños de las funerarias y sus posibles clientes. La idea, justamente, era esa: conseguir clientes para las funerarias. Decir “las funerarias”, en la década de los 60, en Guayaquil, suena a muchas. Y eran pocas, muy pocas. De hecho, en esos años, cerca del Luis Vernaza sólo existía un negocio fúnebre: la Funeraria Reyes. Sin embargo, Julio Reyes (+), el dueño, no trabajaba con agentes. Por considerarlos una raza oportunista, el señor Reyes prefería que los clientes tocaran la puerta de su negocio por voluntad propia, sin ayuda de terceros. Pero había otra funeraria. Aunque un poco alejada del hospital, también estaba la Funeraria Alache, ubicada en Chimborazo 920 y Avenida Olmedo. Era manejada por Gustavo Alache. Él sí aceptaba la ayuda de los agentes funerarios, quienes también eran llamados “Los coge muertos”. Él sí necesitaba de Francisco Olivares. Y viceversa.


* * *

Era de madrugada. Llovía salvajemente. Una lluvia de invierno. Todos dormían, menos Francisco. Todos, menos él, se recuperaban de un viaje largo, duro, de seis horas: cinco en un carro station, maltrecho, que parecía que se desbarataba, desde Guayaquil hasta Vinces; y una hora a pie, luchando contra un camino enlodado hasta llegar a un pequeño recinto de la provincia de Manabí. El ataúd, con muerto incluido, había sido cargado por Francisco. Cuando llegaron, como ya era de noche, un familiar del hombre que descansaba en la caja mortuoria les ofreció camas y hamacas para que Francisco y sus acompañantes pasen la noche. Aceptaron la propuesta. Habían pasado algunas horas. Era de madrugada, llovía y todos dormían. Todos, menos Francisco, quien nuevamente estaba morado, asfixiándose, muriéndose en casa ajena. Esta vez no traía consigo las jeringas para inyectarse las medicinas que siempre lo acompañaban. Un residente lo observó, tomó prestado el caballo de un vecino y cabalgó hasta la farmacia más cercana, en un pueblo en el que nada es cercano. Finalmente, trajo las inyecciones y Francisco pudo inyectarse las dos medicinas que cargaba en sus manos. Pasó mal toda la noche. Pero al menos tenía la certeza de que había cumplido a la perfección con la responsabilidad que se le encomendó: el muerto ya estaba en su pueblo natal. Estaba “a salvo”.


Francisco Olivares en una hacienda ubicada en el cantón Simón Bolívar (provincia del Guayas), en uno de sus tantos viajes como “Coge muertos


Al amanecer, el desayuno ya estaba listo. Desayuno para todos. En pleno boom bananero, en la costa, siempre había desayuno para todos. ¿El menú? Un cerro de arroz con pescado frito y patacones; un bolón, grandes rodajas de queso criollo y café. Los dueños de la casa, finalmente, pagaron por el servicio que prestaron los “coge muertos”: ochocientos sucres -en efectivo- y un chancho. “Olivares montó un caballo y se largó con el chancho, que se supone era para todos. ¡Quién sabe dónde estará ese chancho ahorita!”, comenta, entre risas, Miguel Espinoza, uno de los agentes y quien acompañó en esa ocasión a Francisco.


El trato era así: la mitad para los agentes y la otra para el dueño de la funeraria. Por lo general, los agentes viajaban juntos y en esa ocasión, además de Espinoza, Francisco viajó con Santiago Vargas y Juana Minda.

- Siempre se dividían entre todos el dinero, por eso tenían que ir juntos: para ver las ganancias y que no se estafen entre ellos- explica Gustavo Alache, jefe de Francisco en esa época.


En otra ocasión, Francisco Olivares viajaba a Juaneche (provincia de Los Ríos). La tripulación la completaban los agentes “El Brujo” Espinoza y “El Gabo” Ferrusola; Gustavo Alache, un familiar del fallecido y el fallecido. Todos montados en una camioneta Chevrolet, verde oliva, del año 50. El carro se negó a continuar por un camino totalmente enlodado de la vía, y se quedó ahí, parado. No quiso avanzar más. O, más bien, no pudo. Se detuvo bajo una lluvia torrencial. Una lluvia de noche. Nuevamente a caballo. Dos horas de cabalgata hasta llegar al destino final. Incluso los caballos tambaleaban a causa del suelo enlodado, que amenazaba con tragarse todo aquello que se atreviera a pisarlo. Francisco y sus acompañantes pasaron la noche ahí, dándole guerra a miles de mosquitos que habitaban en el sector. En la mañana siguiente les esperaba un pollo entero y mil cien sucres. La mitad para Gustavo Alache y la otra para los “coge muertos”. Esa vez Francisco no escapó con el pollo.


En su época de agente funerario, desde los veinticuatro hasta los veintinueve años, Francisco conoció más sitios que lo que hubiese podido conocer un futbolista pueblerino en toda su carrera deportiva. Olivares dejó muertos en Samborondón, Paján, Quevedo, Balzar, Salinas, Pedro Carbo, Machala, Huaquillas, Esmeraldas, Nobol, Daule, Santa Lucía, y más. La mayoría de viajes, por el mal estado en el que se encontrabanas carreteras nacionales, superaban las cinco horas de recorrido. A ciertos pueblos, como a Samborondón, sólo era posible llegar a través de gabarras. Zarpaba desde el Muelle Cuatro, que quedaba en el actual Auditorio Simón Bolívar (en el Malecón 2000), para cumplir un capricho muy criollo: el del muerto ecuatoriano, que siempre quiere que lo entierren en su tierra natal. Y en una época en la que sólo habían funerarias en las ciudades principales del Ecuador.


Alejandro Romero (sin camisa) es un artesano que fabrica, desde hace 44 años, ataúdes para la Funeraria Olivares.



* * *

En 1966, con 29 años a cuestas, Francisco abrió su primer local, la primera Funeraria Olivares. Y desde ahí no paró hasta llenar toda la ciudad con su apellido. Ese primer local estaba ubicado en las calles Escobedo y Loja. Al poco tiempo lo cerró: “El local era alquilado y el dueño me lo pidió. Entonces me tuve que ir”, cuenta. Comenzó con pocos ataúdes, no más de cinco, y pocos adornos que forman parte de las denominadas “Capillas ardientes”, utilizadas en las velaciones.


Tenía varios agentes, que justamente eran sus amigos cercanos, pero después los hizo marchar.


-Se sentaban en la silla, ponían los pies encima del escritorio. Ferrusola, Espinoza todo ellos, cuando venía un cliente, hacían como si fuesen ellos los dueños de la funeraria. Se cogían la

plata y después no pagaban. Pero siempre cuando Francisco no estaba en el negocio. Olivares les había dado mucha autoridad, mucha

confianza. Él se peleó y los botó. A pesar de que eran sus consentidos, sus amigos- cuenta Gustavo Alache.


Los ingresos que recibió en su flamante funeraria le sirvieron para que, en 1972, viaje a EEUU y se cure totalmente del asma. Actualmente, “El manos frías” Olivares ya no utiliza agentes. Y satisface cualquier exigencia de sus clientes: desde poner salsa, en las carrozas que van camino a los cementerios, para los muertos que en vida disfrutaron de ese ritmo, hasta vender ataúdes exclusivos para las mascotas de Elsa Bucaram.


Tiene mucha destreza para tratar a los familiares de los fallecidos. Con una voz un tanto carrasposa, siempre pronuncia palabras que tranquilizan. “En toda familia siempre hay una persona que está más tranquila. Mi papá siempre habla con esa persona. Él sabe cómo tranquilizarlos, cómo tratarlos. Sabe qué decirles”, dice Viviana Olivares, su hija, quien administra una de las sucursales, ubicada en Durán.


“Mi papá les da a los clientes un trato tan especial, que siempre regresan”, agrega Viviana. Y es cierto, la primera vez que abandoné su funeraria me embargó un pensamiento muy convincente: tarde o temprano, vivo o muerto, tendría que regresar. En efecto, a los pocos días regresé.



*Crónica publicada en la edición 336 de la revista Diners (Ecuador), mayo/2010.

By Arturo Cervantes with 3 comments